Comentario a Panal, Antología poética. Editorial La Trastienda. Santiago de Chile, 2015.

Por Gonzalo Robles Fantini

No es usual sorprenderse con una antología poética, de voces literarias nuevas, con un sello definido en sus autores. Esta virtud destaca en forma sostenida durante la lectura de los nueve poetas antologados en esta publicación. No debiera extrañar a un lector informado luego de enterarse de que Panal, Antología Poética, se trata de una selección de trabajos escritos y corregidos en el Taller La Trastienda, impartido por la poeta y narradora Alejandra Basualto.

En los poemas publicados por estos poetas, el lector palpa el esmero, la dedicación, la búsqueda constante de un registro estilístico representativo de su identidad literaria, el incansable pulir y la indispensable corrección. Es que, siguiendo la metáfora escogida de título a la antología, las abejas obreras de la miel se comprometieron seriamente en la recolección del néctar, aquellas experiencias y recuerdos significativos que constituyen la materia prima del poema, para transformarlo en el dulce manjar que ofrecen al lector.

Sin duda, la labor docente y guía de Alejandra no es azarosa en este resultado. Su capacidad didáctica y profunda sapiencia en poesía chilena y universal son pieza fundamental en la formación de estos poetas, cuya diversidad de registro en sus trabajos va de la mano con la disimilitud de edades, oficios y profesiones, lecturas e intereses, orígenes y concepto de la poesía.

Dado que no se trata de una antología exclusiva de autores nóveles, ni tampoco de poetas reunidos en torno a un estilo o movimiento, los registros se explayan en un abanico de variedades, que nutren de sabores y dulzura esta miel laboriosamente producida en el panal.

Las temáticas, del mismo modo, si bien versan sobre temas universales de la poesía, tienen matices y acentos personales, en especial en el prisma por el cual estos poetas observan y despliegan sus visiones de mundo.

El resultado, aunque sea de Perogrullo explicitarlo, es una obra tan diversa como interesante, de elevada calidad literaria, un aperitivo de distintas poéticas personales que darán que hablar en los círculos literarios nacionales más temprano que tarde.

Sin más preámbulos, entonces, vamos desgranando las celdas de este refinado y exquisito panal.

Los poemas de Bernardo Grez versan sobre las relaciones interpersonales, en especial de pareja, y sobre las emociones límite de la existencia humana, comunes a todos, como la soledad y la muerte. Poblada de floridas metáforas, abundan las imágenes construidas sobre la base de elementos de la naturaleza y el cuerpo humano. La lluvia es un tópico recurrente en sus versos. Es más, uno de los poemas antologados lleva por título La lluvia no tiene dónde caer.

De esta forma, Grez evoca la imagen de la mujer amada, en el poema Sonrisa, jugando con los refranes populares, pues combina uno de corte cotidiano con otro de carácter romántico, al enunciar “En un abrir y cerrar de naranjas” e identifica a su objeto de deseo combinando también una figura del paisaje urbano con otra sacra: “solo tu sonrisa paloma con alas de ángel”.

Es interesante cómo este poeta hace corpórea la sensación post orgasmo alternando la figura femenina, a la que interpela, con el paisaje urbano: “Se desploma el último puente por donde atravieso tu espalda” (Explosión).

En este sentido, la poesía de Grez concibe las relaciones interpersonales en una constante tensión de encuentro/desencuentro, empleando para expresar esa emoción de desapego también la destreza combinatoria de elementos de universos semánticos disímiles, como en el poema Mal de ojo, en el cual juega con la anatomía humana y el paisaje del litoral: “Veo abejas entrar y salir de tu ojo/ que pestañea ola tras ola/ hasta soltarse de la cuenca”.

Ahora, si en Bernardo la pareja se relaciona en una incesante fluctuación, en Carmen Schaub el amor, en un sentido más amplio, es un desgarro, una cicatriz provocada por las decepciones, sentimiento construido en simbiosis natural con el acto de creación poética y el oficio de escribir.

De versos sencillos, sin grandilocuencia ni barroquismo vano, los poemas de Carmen decantan en su significado prístino, llano y de potencia expresiva. En un registro metapoético, Schaub entiende la literatura inalienable de las emociones que la inspiran; como en Poema, título y versos sintetizan esta concepción indisoluble: “Cada palabra/ es el filo de cuchillos mansos/ horadando entre mis piernas/ pariendo a cada instante/ una lágrima final”.

Hay un temple herido en su deseo y en la nostalgia del objeto de amor, además de su vínculo al acto creador: “La fiesta de sus ojos a mi espalda/ cercena siete cielos/ A carne abierta sangra el aire/ convocando el sonido seco de la muerte” (Morir de tinta).

Esta magulladura, sin embargo, no es del todo pesimista y asoma en los versos de Carmen un espíritu de lucha y dignidad. En un plano formal, se aprecia en el poema Ruego el empleo de mitología bíblica en la metáfora del renacimiento posterior al daño: “Quiero un lecho de barro crudo/ a orilla de las brasas”. Asimismo, esta tenacidad no se adscribe a postura alguna: “Tan sólo morir al alba quiero/ o renacer de agua/ bajo el cuchillo/ de una herida sin banderas”.

De un registro muy distinto a la poeta anterior, y al tiempo muy interesante, la poesía de Felipe Poblete es permanente tensión en el ánimo del sujeto lírico, con una búsqueda y ejercicio muy nutrido del aspecto formal y, además, un carácter en el que asoma más la ambigüedad que la sentencia absoluta.

El ejercicio verbal es patente en Enredarse, un madrigal fuera de todo lugar común, en que elementos como las palabras azúcar, ventana, vientre, o piedras, tanto en su denotación como en ciertas connotaciones, se reiteran y combinan en diferentes versos y sentidos a lo largo del poema, con una notable aplicación en el encabalgamiento.

El tercer poema de Felipe incluido en esta antología es un profundo canto al amor contradictorio, una bitácora de deseo y dolor punzante, en una dialéctica de sentido muy bien configurada gracias a las imágenes recurrentes y trabajadas en la historia que desarrollan los versos, amantes en noches calurosas del puerto, y en la ambigüedad persistente, recordada con interrogantes que cuestionan las afirmaciones por parte del sujeto poético.

En Zancudos, la picadura y su ardor es de la misma naturaleza del placer, la sangre es tanto menstrual como banquete de los vampiros que se desean y hieren en la cama, con versos de laboriosa factura: “De un tiempo a esta parte/ me repito: que sangras mes a mes/ que tu vida sigue, que el río corre/ lento debajo del puente ¿tan rápido?”.

Pero esta es una antología de contrastes en lo formal, y si Poblete privilegia los poemas extensos y de desafíos verbales, los de Gabriela Artigas destacan por la claridad y sutileza de lo breve y sencillo.

En la descripción de sensaciones contrapuestas, Gabriela evoca imágenes arquetípicas con efectivo poder semántico, empleando, por ejemplo, figuras retóricas como la prosopopeya. En el poema Manzanas mordidas, el deseo sexual es un develar el pudor de la intimidad: “Arde una fogata en el campo/ su luz perfora la espesa niebla/ tiembla de pudor la luna en el estero/ sabe que el sol no deja de mirarla”.

Hay un afán intimista en sus poemas, poetizado diáfanamente. En el poema Cielo falso, otra vez la personificación sirve a Gabriela, esta vez para describir la persistencia de un confundido amante: “El mosquito persigue/ su propia sombra en el muro”.  Y el carácter sucinto de sus composiciones no le restan potencia, incluso en el desenlace: “No tiene más destino/ que volar dentro de la alcoba/ y buscar el calor/ de mi cuerpo dormido”.

Gabriela se personifica incluso en su objeto lírico (“Soy un navío/ que puede elegir sus olas”); en sus versos ejerce el rol de creadora de los elementos que habitan sus poemas (“torcía las manos del invierno/ sostenía las estrellas/ para mí”); y se distingue un ánimo minimalista en sus versos: “El silencio habla/ en el canto de los pájaros/ al alba”. Su sentimiento amoroso es, a diferencia de los poetas anteriores, de evidente redención: “En tus brazos/ huyeron todas mis cárceles”.

Justamente a propósito de claroscuros en el registro de creación, los poemas de Hernán Baeza destacan por su abundancia de imágenes, de un estilo barroco, incluso cercano al surrealismo en sus figuras poéticas.

Versos como “Rama de árbol de las tardes luminosas, navegas/ como un mástil de cordillera, como una estaca en/ los portones de los hornos de la tierra, te pierdes/ en las planicies doradas, apareces en mis sueños”, bien pueden ser interpretados como construcción de imágenes oníricas, que rompen las dimensiones de tiempo- espacio, por ello cercanas al surrealismo, pero se comprenden mejor con el título y objeto poético del poema, Urubamba, uno de los principales ríos del Perú, que da nombre al Valle de Alto Urubamba, que alberga muchos vestigios del imperio inca, incluyendo la ciudadela de Macchu Picchu.

En este sentido, los versos de Baeza recuerdan las Alturas de Macchu Picchu, presentes en el Canto General, de Neruda, con variaciones, por cierto, en el estilo.

Sin embargo, no sólo la profusión verbal es propia de Hernán. También emplea los versos cortos, sea en enumeración o en brevísimas sentencias, en especial en los poemas en los que interpela a un lector/objeto lírico. “Me empuertas/ me lanzas/ me unges/ me rajas/ me aras/ me sangras/ me hundes”, son versos de Declinación de las muertes que me corresponden, en los cuales, si bien permanece el sentido en la ambigüedad, se puede interpretar como un ajuste de cuentas afectivo.

También está, dentro de sus figuras poéticas empleadas, la personificación, que en el poema Espejo de los zorzales el mismo sujeto lírico encarna literariamente en estas aves, en un jardín y una higuera, su casa. El mecanismo literario de identificación es tan profundo, que recuerda al cuento breve Axolotl, de Cortázar.

Volviendo al verso sencillo y poemas de breve extensión, María Eugenia Brito desarrolla creaciones con un matiz de sutil ironía, un talante en la enunciación que dosifica un humor grato y hasta tierno.

Los versos concisos juegan a su favor, como en el poema Justo a tiempo, con una bonita personificación: “Di vuelta a la esquina/ y me encontré con/ un par de horas desocupadas/ Las subí a mi auto/ y les compré un chocolate”.

También en el tema amoroso, desde un cierto escepticismo y sabor agridulce lejos de la inocencia, asoma la ironía leve. María Eugenia inicia el poema ¿Me escuchas? con una interpelación seria y recriminatoria (“Ni siquiera puedo contar contigo/ si me muerde un perro en la calle/ si me caigo del cuarto piso/ o si me cortan la luz”), para sorprender en el cierre con el humor: “No he podido contar contigo/ desde el día que te levantaste temprano/ te pusiste la camisa nueva/ y no volviste más”.

Ahora bien, la temática de pareja no es siempre con humor en María Eugenia. El poema Desperdigada es un desahogo sufrido, motivado por el despecho, con intensidad en las imágenes, y en el que juega con la sonoridad del verso al articular adverbios basados en adjetivos: “Hoy me arrepiento de haberte besado/ apasionadamente/ Subiendo por tu cuello a mi alcance/ libremente/ Hasta llegar a tu boca cerrada   hermética/ inevitablemente”. Por cierto, el final de la composición cierra de forma precisa: “Me dejaste ir    sin sacarte las manos de los bolsillos/ Así descaradamente”.

Pero la sencillez en poesía no es exclusivo patrimonio del humor y la ironía, sino también del lenguaje directo y los discretos matices semánticos y las aliteraciones. Jorge Carrasco emplea estos recursos poéticos con habilidad, en versos que se palpa la herencia estilística de poetas como Claudio Bertoni.

Hoy día la tierra enteró 50 vueltas/ 50 orgasmos/ 50 cuchilladas”, inicia el poema titulado, justa y sobriamente, 50. La pauta que define el primer verso se ancla en las antípodas del segundo y tercero, también en una ambivalencia muy humana. Más adelante, Carrasco enumera jugando con la aliteración: “ya hay que ir pensando seriamente/ en urnas y ataúdes/ en mortajas y mausoleos/ en velas y velorios/ en corbatas y sombreros/ en zapatos y abrigos negros”. Además del sonido, la enunciación recuerda el estilo de Parra, como en el poema Montaña rusa.

El tema político de denuncia es una tónica en los versos de Carrasco, ya sea en el sugerente poema Estadio Nacional, que describe sucesos históricos construyendo poesía con el lenguaje de la calle (“donde el año que en total suma 20/ comenzaron a destaparse cráneos y cabelleras/ a punta de culatazos/ fue cuando los chuteadores que aforraban/ inocentes patadas en las canillas/ se metamorfosearon en bototos de acero”), como en los poemas del sexteto titulados La carretera (“Pedaleo en el camino/ ese de Jack Kerouac (…) Una vez  secaron el canal/ buscaban un famoso cadáver/ no lo encontraron/ pero sí     el de media docena/ de desconocidos”), y este autor emplea muy bien la resemantización de elementos de la cultura popular, como en La carretera V: “En las bajadas/ los enormes Pegasos/ son temibles huracanes/ hay que apretar bien las garras/ y los dientes”.

De un estilo muy distinto al de Jorge, siguiendo la tendencia del contraste entre autores en esta muestra, la poesía de Marcela de Latorre destaca por la originalidad con la que narra fluidamente paisajes y leyendas del sur chileno, donde la naturaleza encarna el temple de la autora, con la energía e ímpetu en que pluviales y frondosos bosques, montañas tempestuosas y playas agitadas cohabitan con la verbosidad de los poemas que despliegan estas imágenes.

En La ciudad oculta asoma la Ciudad de los Césares, referencia evidente a la novela de Manuel Rojas, donde lo remoto y mágico de esta metrópolis representa la riqueza septentrional que se resiste a ser avasallada por la civilización. “La ciudad navega oculta/ sobre un mar de helechos y musgo (…) La ciudad vuela a ritmo de cóndor/ entre volcanes somnolientos (…) Es el último suspiro del glaciar”.

Hay un estoicismo casi ecológico en la defensa de la naturaleza austral, permanentemente amenazada por la devastación humana. En el poema El duelo, Marcela acude al significado del nombre de una isla de Caleta Tortel, en la Región de Aysén, para escenificar la morbilidad de estos parajes: “Los centinelas han sido/ helechos rastreros/ líquenes en abandono/ y estrellas en soledad infinita”. Personificación que es aún más trágica en el desenlace del mismo poema: “el río eligió ser al fin el sepulturero/ su voluntad de torrente bravío/ quiso arrastrar mar arriba/ los huesos de ciprés (…)”.

Este duelo del fallecimiento material de la riqueza del paisaje, que también es un deceso y movimiento telúrico interior de Marcela, alcanza plenitud expresiva en poemas como La ofrenda, sobre la base de un ritual religioso mapuche, y La tronadura.

Ahora bien, para culminar con una antología con variedad de disímiles estilos, los poemas de Ignacio Briones se acercan a un romanticismo gótico, en que las imágenes alternan figuras sacras y profanas, presente el desagarro emocional y una cierta mirada sombría, que rememoran a autores célebres de este registro como el Conde de Lautréamont.

Omitiendo deliberadamente las mayúsculas y los signos de puntuación, Briones elabora sus versos con imágenes voluptuosas, como en el poema Incendios, “incendios en mi mente”, donde el ardor surge a causa de la miseria, provocada por la soledad y el quiebre afectivo.

Persiste una fiebre delirante, barroca, en las figuras verbales de Briones, con “ángeles erráticos en virtud     desparecidos” y donde el sujeto poético no es “más/ que un cadáver que cuelga por la ventana”. Asimismo, hay en la actitud lírica una desesperanza por la pérdida de un mundo más puro y genuino, aquel que permitía amar sin contaminación, donde el ser humano consciente de esta corrupción moral sólo puede residir “en el borde de todo”.

El tópico de la falsedad, lo artificial y vaciado de sentido es recurrente en la poesía de Ignacio, en una vida corrompida, donde el hablante ve “hombres desvestirse de sus pieles anfibias”, y se desconfía del poder de verosimilitud de la palabra (“sus nombres resquebrajados por el viento”), como sucede en el poema contacto primero con los negros ángeles de sobremesa.

Una suerte de manifiesto, con mucha ironía e ingenio, es el poema violencia, que despliega versos ordenados en formato de prosa, sólo con una barra como signo gráfico del fin del verso e inicio del siguiente en una misma línea, que expresa reiterativamente la temática de la beligerancia como rasgo constitutivo del sujeto poético y de nuestra sociedad local, al mismo tiempo.

El recorrido de estos autores atraviesa multiplicidad de tópicos y, tal como se ha señalado, de registros poéticos diversos. El lector culmina la lectura de esta antología deseando leer obras individuales de cada uno de los poetas, aprecia la textura literaria como quien deleita el paladar con muestras gastronómicas que oscilan entre la tradición y lo exótico.

Antología depurada y de evidente madurez, cada voz emprende vuelo personal con alas propias, sin desconocer sus ancestros literarios, mas no por ello tomando prestado herencias farragosas e inoportunas.

Las abejas melíferas invitan al banquete, con suma prolijidad y esmero en su producción, una seriedad que el lector iniciado agradece, en una edición que contribuye con creces al panorama literario chileno, un anticipo de obras de autores que, muy pronto, serán comentario recurrente por parte de sibaritas de las letras nacionales.