Traducción de Óscar Sarmiento

Flores y balas

Cuba y Puerto Rico son

de un pájaro las dos alas,

reciben flores o balas

en el mismo corazón.

Lola Rodríguez de Tió, 1889

Tatúame la bandera de Puerto Rico sobre el hombro.

Tíñeme la piel roja, blanca y azul, no los colores

que revientan en las paradas de feriados o se descascaran sobre las tumbas

de los veteranos de guerra de los Estados Unidos: los colores de Cuba al revés:

una bandera para los rebeldes en los cerros de Puerto Rico, soñados

por los exiliados puertorriqueños en el Partido Revolucionario de Cuba,

barbudos y de gafas en el aguanieve de Nueva York.

Magos extraviados camino a Belén. Eso

fue en 1895, el mismo año que murió José Martí,

poeta baleado sobre un caballo blanco en su primera batalla.

 

Tatúame la bandera de Puerto Rico sobre el hombro,

por si para siempre el frío me cierra los ojos

y los doctores no logran explicar la causa de la muerte:

tú sabrás que morí como José Martí,

flores y balas en el corazón.

 

 

El Moriviví

            In Memoriam Frank Espada (1930-2014)

 

En español: morí, viví. En Puerto Rico, las hojas

del moriviví se cierran en la oscuridad y se abren con la primera luz.

Las hojas se enroscan apenas un dedo las toca y luego de nuevo se abren.

Mi padre, montaña nacida de montañas, el puertorriqueño

más alto de Nueva York, cuya cabeza chocaba contra el marco de las puertas

y cuya voz podía resquebrajar las paredes con su estruendo

guardaba un moriviví creciéndole entre las costillas. Moría, luego vivía.

 

Mi padre hablaba la lengua del moriviví. Me enseñó

la parábola de Joe Fleming, el que retorcía un cigarrillo encendido

en los brazos de los spics latinos que agarraba agitándose como peces.

Mi padre había sido un niño huesudo, los nervios de su espalda

aplastados por la Aiello Coal and Ice Company, la carga

que había subido demasiados pisos escaleras arriba. Tres veces

se juntaron a armar camorra con un grupito a la salida de la escuela.

La primera vez mi padre solo alcanzó a abrir los ojos a la arenilla

y los zapatos del enemigo. La segunda vez se paró

y metió el brazo hasta el codo adentro del vientre del monstruo,

tantas eran las ganas que tenía de arrancarle el corazón y comérselo.

La tercera vez Fleming no se apareció y los muchachos

con quemaduras de cigarrillos cargaron al larguirucho campeón 

en andas calle abajo. Al policía Fleming

lo despedirían años después por romper los huesos de incontables rostros.

Murió fumando en la cama, una sábana de llamas hasta el mentón.

 

Había un moriviví brotándole del pecho a mi padre. Moría, 

después vivía.  Le escupió obscenidades como semillas de girasol al chofer

que le dijo que se sentara atrás en el bus en Mississippi, después

cruzó la visera de su gorra sobre los ojos y se durmió. Pasó una semana en la cárcel,

la mejor semana de su vida la llamó, y a zancadas salió por la puerta

y se sentó detrás del chofer del bus en la ida fuera del pueblo:

la soga no le llegó al cuello gracias al uniforme de la Fuerza Aérea.

Llegaría a darse otra vuelta por la cárcel, entre cientos

de manifestantes embarcados a Hart Island por la policía en el East River,

ahí donde la ciudad de Nueva York apila los ataúdes de cadáveres

anónimos y bebés nacidos muertos. Aquí los prisioneros Confederados sollozaron una vez

por las Estrellas y las Franjas de su bandera; ahora los prisioneros cantaban Cantos de Libertad.        

Los carceleros prohibieron las llamadas por teléfono, por eso creíamos que mi padre

debía ser un cuerpo entre los cuerpos rotando como troncos por el East River

hasta que volvió de la isla de los muertos, el negro pelo meticulosamente peinado.

Cuando las protestas estallaron en Brooklyn noche tras noche, mi padre

las hizo de pacifista con megáfono en una esquina. Un llameante

trozo de concreto cayó del cielo y por un pelo no le rozó la cabeza.

Mi madre me decía: Tu padre anda afuera haciéndole el quite a las balas.

Habló en una concentración con Malcolm X, deslumbrantes palabras

irrumpiendo a través de la multitud arropada, alzando manos y rostros.

Enséñanos algo, Malcom, gritaron. Mi padre le sacó una fotografía

mientras Malcom se inclinaba a escuchar una pregunta, un dedo presionando el mentón.

Dos meses más tarde los asesinos hicieron huir en estampida a la multitud

para balear a Malcolm, la sangre saliéndole a borbotones del pecho mientras caía.

Mi padre moría también, pero luego vivía de nuevo,

después de cada protesta, cada concentración, cada arresto, cada noche en la cárcel,

el sencillo de sus bolsillos pegando duro contra la mesita de entrada

a las 4 AM cada vez que yo estaba seguro que ya no volvía.

 

Mi padre conocía los secretos del moriviví, que moría,

después vivía. Una vez se durmió al volante, se incrustó en una barrera,

sacudió la cabeza y caminó lejos sin una sola red de cicatrices

o fracturas. Otra vez se desmayó de calor en el metro,

se cayó de bruces sobre los rieles, y de alguna manera evitó el tercero.

Otra vez se ató un delantal blanco a la cintura al abrir un almacén nuevo

y sacó un revólver del mostrador para sorprender a los gangsters

que querían venderle protección, después puso letreritos de venta por liquidación

tan pronto como retrocedieron saliendo por la puerta, las manos al aire.

Cuando la familia finalmente se fue de vacaciones a las montañas

del Hudson Valley, a un hotel con meseros de chaquetas blancas

y pintura blanca descascarándose en el cuarto, el techo explotó

en llamas, como si el fantasma de Joe Fleming y su cigarrillo

nos rastreara a todas partes, y fue entonces que mi padre

se apareció entre el humo, como general a cargo de encabezar la ofensiva

en la batalla, a gritos dándoles órdenes a los bomberos, 

que dirigían el agua de las mangueras, ya que era inmune

a la muerte por fuego o agua, como si llevara las deshojadas hojas

del moriviví en un amuleto colgándole alrededor del cuello.

 

Mi hermano me llamó para decir que el moriviví había partido. Mi padre

había tirado de los cables, los electrodos, la bolsa de suero, diciendo que quería

irse a casa.  El hospital era una cárcel en Mississippi.

El furioso pulso que le metía fuego a su corazón en cada pelea

rebalsó las cámaras de su corazón. Los doctores auscultaron la radiografía,

las sombras granulosas y la luz, pero nunca pudieron ver: mi padre

era un moriviví. Morí. Viví. Moría. Vivía. Muere. Vive.

 

Martín Espada (Brooklyn, Nueva York, 1957)

 

Estos poemas son una colaboración especial para Letras de Chile de Óscar Sarmiento, quien tradujo ambos textos del original, en ocasión de celebrar la publicación del más reciente libro de Martín Espada, Vivas to Those Who Have Failed (Norton, 2016). Frank Espada, padre de Martín, fue un fotógrafo impecable y un decidido luchador por los derechos de la población puertorriqueña. Falleció el año 2014 y ha sido una figura clave en la poesía de Martín Espada. Ello explica tanto el primer poema aquí publicado, como evidentemente el segundo, obra que cierra el volumen Vivas to Those Who Have Failed.