Por Diego Muñoz Valenzuela

 

Conocí a David Roas el año 2008 en Barcelona, a propósito que él presentó en la mítica librería Laie mi novela FLORES PARA UN CYBORG, editada por EDA Libros. David tuvo la gentileza de participar en la presentación, aunque no nos conocíamos en persona, solo en virtud de que en ese entonces compartíamos en el catálogo de la editorial andaluza. De ese modo me fui enterando de sus exitosos afanes en el territorio de la literatura fantástica –pasión compartida- que cultiva como creador y también como estudioso en la Universidad Autónoma de Barcelona.

BIENVENIDOS A INCALAND es un libro curioso, extravagante, porque en él se mezclan diversos géneros, intenciones y métodos. Veamos…

Primero, puede leerse como un libro de viajes, ágil, entretenido, humorístico y didáctico. Como en su oportunidad realicé el mismo trayecto Lima-Cusco-Macchu-Picchu, puedo dar fe de su veracidad –de una parte-; por otra, de su visión personal como escritor (que le otorga sabor y colorido al texto). Hay que agregar el delirio que escurre por una ruta paralela.

No cabe duda que es un itinerario deslumbrante, digno de ser descrito por una buena y filosa pluma; pero el resultado es mucho mejor si además logra sacarte unas buenas carcajadas o inquietarte con frecuencia (me refiero a que se te ponga la carne de gallina).

El viajero que haya recorrido este trayecto guardará recuerdos indelebles, poblados de elementos asombrosos, fantasmagóricos, incluso desopilantes, que nos trasladan al borde mismo de la credibilidad.  Es como un viaje al pasado que escapa persistentemente a nuestra comprensión. Algo inextricable y oculto se vislumbra apenas entre las ruinas del imperio inca. Por allí rondan espectros de todas clases: los sangrientos fantasmas de los conquistadores (unos émulos del Aguirre de Herzog), las torturadas almas de los conquistados que nos observan con rencor desde los lugares más impensados (la mirada de una llama que debiera ser pacífica, los dormidos ojos de una estatuilla, el maligno relámpago que brota de un rostro hierático).

En este libro de David también nos enfrentamos –sin posibilidad de eludir la colisión- con la estructura turística, siempre brutal y burda en sus métodos, aunque efectiva con la mayoría de sus víctimas potenciales. Claro, con excepción de un escritor, que se mantiene incólume en su esfera personal de lucidez o locura, según la queramos calificar.

La industria construida en torno a la expectativa generalizada de beneficiarse del paso siempre fugaz de los extranjeros, más ávidos por conocer que por consumir, genera una atmósfera opresiva y asfixiante, que le proporciona a David Roas la posibilidad de jugar con este elemento para configurar escenarios fantásticos, terroríficos y carnavalescos.

Reviví en la lectura –transportado por el entretenido texto de David- mi itinerario por Incaland, concebido así, como un estrambótico parque de diversiones. Debo reconocer que tuve impresiones equivalentes –no idénticas-, por ejemplo, en las criptas limeñas de la iglesia franciscana. Allí gigantescas bóvedas almacenas millares de osamentas debidamente clasificadas por tipos que –aparte del espectáculo impresionante- producen un olor irreproducible que se mantiene grabado de por vida en nuestro olfato.

O el Museo de la Tortura Inquisitorial que nos revela los métodos utilizados para atormentar herejes y brujas –en teoría para lograr su eficaz arrepentimiento- en nombre de la Santa Iglesia Católica. Un auténtico descenso a los infiernos.

Qué decir del macabro cráneo de Santa Rosa de Lima, en exhibición en la iglesia dominica de la capital peruana. Podríamos seguir con esta enumeración. David Roas tiene la suya propia y la disfrutarán porque incluye una tanda de visitas a bares y restaurantes que tiene momentos geniales y divertidos.

Otro ámbito digno de ser destacado es aquel que corresponde al caótico y peligroso tránsito vehicular de Lima –y también de los ticos del Cusco- una auténtica aventura de la cual increíblemente se sobrevive. Por su pericia, precisión y temperancia, sus conductores son dignos de ser reclutados para competir por el Gran Prix de los viajes imposibles.

Regreso a la persistente sensación de ser objeto –en calidad de turista- de un complejo y universal sistema de merchandising que recorre un amplio rango: desde la venta de reliquias falsas, baratijas de diversas calañas, recuerdos insignificantes, artesanías de gran factura o bien buenos resultados de una evidente producción en serie; fotografías con los camélidos de la región (ojo, que este asunto será importante: pónganle atención al tópico cando aparezca en la lectura); bailes ceremoniales y una infinita serie de productos y estratagemas para comercializarlos. One dollar, veinte soles, compre, señor, compre, míster, compre….

Como es natural, este foco en la venta obsesiva tiende a distraer en parte de la apreciación de la belleza de los monumentos, que no obstante es sobrecogedora y nos sumerge en un mundo de reflexiones hondas que favorece el deambular libre de la imaginación, en particular aquella bastante fértil de nuestro amigo David Roas.

Resulta natural durante las evoluciones por los sitios arqueológicos percibir el pasado asomando entre las ínfimas hendiduras entre los boques de piedra de los palacios incas, tan perfectamente tallados y superpuestos que no permiten insertar una fina aguja por entre ellas.

Y así resulta natural también que una horda de asorochados zombis invada las tortuosas calles de El Cusco. Zombis vestidos de turistas, afectados por el mal de altura y por sus ansiedades fotográficas: ven el mundo a través de los lentes que registran el viaje para ser reproducido al retorno en sus salas de estar ante visitante que no tendrán más remedio que escucharlos dar la lata a cambio de comida y bebida gratis. Estos zombis con chullo asolarán los sitios arqueológicos y los rincones de la ciudad en los momentos más impensados.

La relación del ascenso del tren Cusco-Macchu-Picchu es notable: las infinitas y penosas idas y venidas en diagonal que primero sorprende, luego agotan, semejan un martirio innecesario. Al menos me parece una mejor opción que hacer a pie el Camino del Inca, sometido a las inclemencias de la montaña selvática. La parada del tren en Ollantaytambo para comprar mazorcas de maíz untadas en queso fundido y mil chucherías: un clásico. Las delirantes curvas del trazado del ferrocarril al borde de abismos sin fin, nos vuelve a erizar los pelos de la espalda, y nos recuerda las delicias del terrible tráfico limeño.

Es un viaje que vale la pena realizar, no obstante, todas estas anotaciones. Quienes lo tengan pendiente, pueden anticiparse leyendo BIENVENIDOS A INCALAND del buen David Roas; será un soberbio disfrute. Quienes hayan hecho el viaje, lo revivirán de la mano del autor. Ya ven, no hay escapatoria. Deben leer este libro, pero les aseguro que será una lectura gozosa, imaginativa, divertida y estimulante.