El poeta y ensayista Pedro Lastra guardó correspondencia de autores latinoamericanos como García Márquez, Sábato, Cortázar o Fuentes
Por Manuel Vilas
En Babelia, suplemento cultural de El País
Tal vez el nombre del poeta y ensayista chileno Pedro Lastra no pertenezca a esa categoría de famosos mediáticos de las letras latinoamericanas del siglo XX. Sin embargo, Lastra fue un impulsor apasionado y generoso de la literatura que hacían sus compatriotas y un gran conversador epistolar, como así lo demuestran las más de 900 cartas que donó a la Universidad de Iowa, y que cubren un espacio temporal que va de 1954 a 2002. En la sección de Special Collections de la citada universidad, se custodia este silencioso legado. Abro la carpeta Gabriel García Márquez y en una carta mecanografiada leo: “Cien años de soledad sale a la calle el 6 de junio. La inminente aparición de la novela me está perforando la úlcera”. Y es una confesión hecha el 30 de mayo de 1967, es decir, a seis días de la salida de la novela que se convertiría en el buque insignia del renacimiento de la literatura latinoamericana. Unos meses más tarde, el 26 de diciembre de 1967, García Márquez le escribe a Lastra lo siguiente: “Cien años de soledad ha sido la salvación: gracias a sus ventas espectaculares, tengo por delante unos años de paz doméstica que pienso dedicar minuto tras minuto a escribir. Ahora estoy metido en un cuento que puede ser muy largo y muy divertido, y que llevará el pretencioso título de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Es, más que nada, un recurso para calentar motores antes de zambullirme, quién sabe durante cuánto tiempo, en El otoño del patriarca. Después no sé qué haré”.
Produce una inevitable melancolía consultar estas cartas a Pedro Lastra. Los ritmos de la vida que laten bajo esta correspondencia eran otros. La gente vivía de otra forma. Calculo el tiempo que llevaría escribir cartas como estas. Una hora como mínimo. Y había que tener un sobre y poner un sello y buscar un buzón de correos. Muchas están mecanografiadas, y ocupan dos cuartillas. Curiosamente, algunas cartas están escritas con tinta roja de máquina. Son folios amarillentos, hojas de formatos desaparecidos. Enseguida uno percibe que este poeta y ensayista chileno, nacido en Quillota en 1932, tenía claro qué cartas había que conservar, aunque fuesen de circunstancias, y en su caso las derivadas de su cargo de asesor literario de la chilena Editorial Universitaria, cargo que ejerció entre 1966 y 1973, y que le llevó a tener relaciones editoriales con los grandes escritores latinoamericanos del momento y también a padecer algún enfado, como el que manifiestan las cartas de Ernesto Sábato, quien se queja de erratas sin corregir en un artículo sobre Robbe Grillet y de desatención editorial: “Debo sí quejarme de verdad por la falta de delicadeza que ha significado el silencio total ante cartas mías, algunas de las cuales eran ya la expresión de mi fastidio por lo que consideraba carencia de simple cortesía”.
Curiosamente, Matilde Sábato, esposa de Sábato, escribirá sin conocimiento de su marido proponiendo al amigo Pedro la edición de un libro monográfico dedicado a la obra del autor de El túnel. Y en una carta de las Navidades de 1969 dice: “Pienso que podría constituir un éxito editorial, pues por la correspondencia veo cuánta gente de todas partes del ámbito castellano se interesa por analizar la obra de Ernesto”. Detrás del asunto, está el hecho de que Lastra ya había editado un monográfico dedicado a Gabriel García Márquez. Matilde explica a Lastra que le escribe sin que su marido lo sepa, pero yo creo que no sería así del todo. Imagino a Sábato susurrándole a su mujer palabras parecidas a “propónselo tú, y dile que yo no sé nada”. Las cartas de Sábato suelen merodear la arrogancia. En una le dice a Lastra que si hubiera editado el ensayo Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo en Argentina en vez de en Chile, en la editorial que dirigía Lastra, ya habría vendido más de 50.000 ejemplares. Ignoro si en la Argentina de finales de los años sesenta un sesudo ensayo literario podía vender tal número de ejemplares. De ser así, confieso que el dato no sé si responde a un alto sentido de la cultura o a un subdesarrollo en las posibilidades de ocio.
Lastra guardó con mimo su tesoro epistolar, y el curioso que merodee los salones de Special Collections se encontrará con cuatro cajas llenas de cartas del ya citado García Márquez, pero también de Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Gonzalo Rojas, Augusto Roa Bastos, Julio Ramón Ribeyro, Julio Cortázar, Lezama Lima, Mario Vargas Llosa, Álvaro Mutis, Mario Benedetti, Octavio Paz, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Juan Gelman, Oscar Hahn, etc, etc. Me quedo mirando especialmente la abundantísima correspondencia con Gonzalo Rojas: viajes, libros, universidades americanas y familia, esos son los temas. De estas cartas enseguida se puede desprender alguna consideración que atañe a los géneros literarios: los poetas latinoamericanos tenían que buscar el amparo de la docencia en universidades anglosajonas para sobrevivir, los narradores no. En seis meses de 1967 García Márquez solucionó su mundo laboral. Toda una vida le costará a Gonzalo Rojas.
Lastra editó dos epistolarios: las cartas de José María Arguedas y las del poeta Enrique Lihn. Las de Enrique Lihn se editaron con el título de Querido Pedro: Cartas de Enrique Lihn a Pedro Lastra (1967-1988), y las de Arguedas con el más sencillo Cartas de José María Arguedas a Pedro Lastra, en 2012 y 1997 respectivamente. Lastra fue muy amigo de los dos. Arguedas es hoy un escritor olvidado. Iba a escribir que injustamente olvidado, pero el tópico cansa. Si uno se aventura por la vida de Arguedas y por las cartas que le escribió a Lastra puede que encuentre más de un motivo para sentirse deprimido. Tal vez la literatura latinoamericana sea un viaje de la depresión de un Arguedas al entusiasmo de un García Márquez. Y tanto Arguedas como García Márquez recalaron en el indigenismo. Arguedas lo hizo de forma rigurosa, y García Márquez desde la imaginación y el exotismo.
La vida de Arguedas da para un buen libro de no-ficción. Su macabro suicidio, por ejemplo, es pura literatura: un hombre que se dispara un tiro en un váter de la Universidad Agraria La Molina, en la ciudad de Lima, y agoniza durante cinco días hasta que muere. ¿Cómo sería un váter universitario de 1969 en Lima? El 5 de abril de 1970 y desde Lisboa Mario Vargas Llosa escribe a Lastra a propósito de Arguedas: “Todavía me cuesta trabajo congeniar la timidez y la modestia de José María con esa muerte espectacular que eligió”. Es un observación muy precisa. Arguedas era modesto, se nota en su epistolario, pero su muerte fue la destrucción encarnizada de esa modestia.
La respuesta a la miseria intelectual, moral y laboral de Latinoamérica siempre tuvo un nombre y ese es Estados Unidos. Las universidades americanas redimieron y redimen a los escritores latinos. Muchas de las cartas que recibe Pedro Lastra abundan en el asunto de la colocación como profesores de intelectuales latinoamericanos. Lastra fue profesor de literatura hispanoamericana en la universidad de Nueva York, en Stony Brook. Leo una carta carnavalesca, festiva y floreada del 5 de abril de 1970 de Nicanor Parra, donde le pide favores para colocar en alguna universidad estadounidense al joven profesor Juan Gabriel Araya. Y acto seguido el antipoeta escribe: “No me siento autorizado para hablarte de mí mismo por cuanto prácticamente no existo; me toco para convencerme de que sí, me pellizco y no siento nada”. La letra de Parra es como su poesía: una comedia inesperada. Las cartas de Parra son las que más me gustan, son humildes y locas. Tal vez las que menos me gustan son las de Sábato, tan rígidas. Las caligrafías son importantes. La letra de Gonzalo Rojas es bonita. La letra de Julio Cortázar parece desvanecida o triste o inerte, claro que en la carta que tengo delante el autor de Rayuela habla a Lastra de la enfermedad de su mujer. La letra de Álvaro Mutis es gigantesca. La de Vargas es coqueta y levemente alargada. Las letras cambian con los años.
Aparece en las cartas el delicado tema del dinero. Lastra le pide un texto a Carlos Fuentes, y este se lo da siempre y cuando se cumpla la “solemne obligación contractual con mi agente española, Carmen Balcells”, dice en una carta del 5 de abril de 1980. Y Vargas Llosa el 4 de noviembre de 1969 escribe: “Todavía no ha llegado el contrato ni el giro del anticipo”. Y el 21 de noviembre del mismo año: “Querido Pedro, gracias por el cheque que acabo de recibir. No ha llegado aún el giro del Banco Central de Chile”. Por su parte, Ribeyro le pide a Lastra los 250 dólares por la publicación en la chilena Editorial Universitaria de su novela Crónica de San Gabriel. Las de Ribeyro son cartas adustas o amargas, cartas de un hombre cansado de estar continuamente al borde de ser un escritor invisible. En una de sus cartas Ribeyro le dice a Lastra que en cuanto a sus datos biográficos basta con este: “Nací en Lima el 31 de agosto de 1929”. Casi rompo el silencio conventual de los salones de Special Collections con una carcajada muy española cuando Augusto Roa Bastos, a propósito de los derechos de su libro de cuentos Madera quemada, y en una carta de 1985, le dice a su querido Pedro: “Me sería muy oportuno recibir la liquidación”. El dinero necesita de benignas acuñaciones eufemísticas. También la amistad los necesita. El dinero siempre es oportuno, pero solo a un escritor se le ocurriría semejante rodeo. Los escritores, entonces y ahora, siempre piden lo que es suyo con un ruego infantil.
Me detengo leyendo las despedidas. Por ejemplo Roa Bastos se despide así de Lastra “un gran abrazo de tu invariable amigo”. O Carlos Germán Belli de esta otra, “en espera de tus importantes noticias”, en una carta de 1969 en donde “las importantes noticias” aluden a que el poeta peruano quiere saber cómo va la edición de su libro. Carpentier se despide protocolariamente: “con mis cordiales y agradecidos saludos”. En otra carta de Roa Bastos se lee: “Recibe el fraternal abrazo de tu siempre amigo”. O Ribeyro: “reciba usted un cordial apretón de manos”. Veo incluso despedidas con errata de máquina de escribir incluida, como la de Gabriel García Márquez: “Un anorme abrazo”. Y una barroca de Carlos Fuentes: “Te agradezco que hayas pensado en mí y te devuelvo tus cordiales saludos con mi amistad y admiración constantes”. Y Vargas Llosa siempre incluye un “muchos recuerdos de Patricia para todos ustedes”. Las despedidas suelen invocar esposas e hijos. Muchos son los que mandan abrazos a Juanita, esposa de Lastra. Y a la vez las esposas de los escritores mandan recuerdos a la familia Lastra. Me viene al pensamiento que quizá no se haya enfatizado lo suficiente la importancia de la familia en la literatura del boom. Los abrazos con que se dicen adiós los escritores suelen ser fuertes o grandes, por lo menos en este 2015. Pero Álvaro Mutis se despide en una carta de 1984 con “un ancho abrazo de tu amigo”. El puesto de asesor literario de Editorial Universitaria de Lastra llevaba aparejado un buen número de abrazos. La emocionalidad de los escritores, comparada con cualquier otro gremio, es excesiva e histriónica. Lo ha sido siempre, y de ello se deduce que el escritor está obligado, en sus relaciones sociales, a resultar una persona cálida, entrañable, muy amistosa. Y que eso cuenta a la hora de la configuración de su persona pública.
Y me quedo mirando los remites. Casi siempre son cartas enviadas por avión, pero los remites son cambiantes. Todos los escritores viajan mucho. Algunas cartas llevan el remite de la agencia Carmen Balcells. García Márquez escribe desde la calle República Argentina, número 168, de Barcelona. Y hace este comentario “Barcelona es una ciudad abúlica y tranquila, en la cual estoy disfrutando del viejo placer del anonimato, que tan necesario me resulta para escribir”. Vargas Llosa lo hace desde el número 7 de la londinense Philbeach Gardens. Y escribe a Lastra en 1969: “No tengo nada que contarte de Londres todavía, salvo que la bruma inglesa nos resfrió a los cuatro apenas bajamos del avión”. Y es cierto que los remites de estas cartas muestran esa errancia interminable que parodiaría Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Ya Gabriel García Márquez le dijo en el 67 a Lastra: “El año pasado perseguí a Vargas Llosa durante seis meses por todo el mundo, y al fin lo capturé en Londres. ¿A qué diablos se debe esta condición errante de los novelistas latinoamericanos?”.
Lastra también se escribió con algunos profesores españoles. Mencionaré dos cartas. Una es de Ricardo Gullón, de 1983, en la que el ensayista español caracteriza al entonces joven narrador José María Guelbenzu como “persona fina y buen catador de prosas críticas”. La otra es de José María Castellet, fechada en octubre de 1973, llena de temor y angustia por el golpe de estado de Pinochet. Sin embargo, no hay cartas ni de poetas ni de escritores españoles, salvo algunas de circunstancias de José Luis Cano y Guillermo Carnero, lo que evidencia una falta de comunicación entre la literatura española y la latinoamericana más que notable.
En Special Collections no te dejan llevar boli, temen un ataque de locura de algún investigador que le lleve a emborronar las cartas con tinta indeleble. Te proporcionan un afilado lápiz para que tomes las notas que precises. Me marcho pensando en la soledad de los poetas. Porque Pedro Lastra a veces mandaba también sus libros de poesía a sus colegas narradores. Roa Bastos le dice a Lastra que los suyos son “poemas destilados a su última esencia”. Y me viene a la cabeza que Nicanor Parra no se despedía con abrazos. Se despedía así: “hasta la próxima de cambio”.
Pedro Lastra Collection of Letters from South American Writers (MsC 844), University of Iowa Libraries, Iowa City, Iowa.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…