vicente gajardoPor Carolina Abell Soffia.

¿Observar como el escultor? Nunca. ¿Pensar como él? ¡Imposible! Dilucidar aquel proceso creador mudo es una aventura que apunta a percibir los atisbos ocultos en la obra hecha. Desentrañar los fundamentos creadores subyacentes en el trabajo de Vicente Gajardo, exige una revisión visual de avances y retrocesos, tanto iniciales como recientes, para entrever pensamientos estructurales de su quehacer.

Hacia una visión dialogante, es necesario precisar que su obra está enraizada temáticamente en la tierra, entendida como símil del proceso natural de la existencia. En ese sentido, describe  cuatro estados: creación, vida, muerte y trascendencia. Esto demuestra  inquietud por un trabajo que acota demagogias referenciales tendientes a fortalecer, en cualquiera de las etapas mencionadas, motivaciones reflexivas que transforman vivencias en abstracciones. Por ejemplo, ¿cómo universalizar compositivamente el dolor de las pérdidas humanas? Ante esa cuestión, el escultor crea Rueda, introduciendo una “ventana” en un semicírculo pétreo. Y, ¿cómo representar quiebres humanos devastadores más allá de fenómenos climáticos? A través del caos entendido como desorden jerarquizado que exige temporalidad y que, en una misma escena, permite una y otra reconstrucción creativa de vigas y cubos truncados. Así lo hizo, en términos de estructura compositiva, con las esculto-instalaciones de 2012 al centrar su interés analítico en la búsqueda persistente de una composición balanceada. Un espacio, siempre acotado, que se configura según relaciones constructivo-matéricas que superan la inestable diagonalidad como recurso común para generar dinamismo.

En los últimos cinco años, Gajardo busca una solución al conflicto entre la forma móvil y estática. Ignora metafóricamente el peso de la piedra, y  consigue armonía en el desequilibrio controlado a través de aglomeraciones muy estudiadas. Conjuntos compuestos que generan desorden graduado, evitando la confusión de aquello que carece de organización. Gajardo suele crear contrapuntos compositivos categorizados. Evita el caos como destrucción, pero lo aborda como posibilidad espacio-escultórica ordenada fuera de los cánones esperados. En ese aspecto, su trabajo (pieza única o compuesta) es vital y persigue una meta clara: una obra visualmente balanceada. Para eso se nutre de relaciones compositivas básicas que complementa con estructuras mínimas, usadas en la construcción arquitectónica (pilar, viga, muro, piso, escalón, ventana…) que ayudan a replantear variadas soluciones a través de espacios supuestamente concebidos como habitables. Opta por dar continuidad a las formas primeras que ocupan el plano tridimensional, aparentando una habitabilidad que inmediatamente niega, estableciendo relaciones dinámicas entre cuerpos móviles y detenidos (objetos, seres vivos, edificaciones…) en base a una integración siempre transitoria,  fortalecida por la luminosidad natural. Elabora así esculto-arquitecturas disfuncionales, tal como guaridas naturales, o misteriosas cavernas hechas para acoger sin anidar.

Forma y Luz

El escultor por medio de maquetas de arcilla, estudia la plasticidad de las formas. Trasmuta, por ejemplo, una Herramienta desde la imagen referencial de un arado que también puede aludir a: una interpretación formal del rastrillo de un jardín, una pala, una cuchara e, incluso, a la forma geométrica de una afeitadora manual. Así, cruza las fronteras del tiempo, focalizando  conceptualmente la esencia plástica del objeto. Por eso desde su hacer temprano, rodados simplemente intervenidos son domesticadas Semillas. Una máscara, formas orgánicas, y, un escudo, Corazas. Agresivas flechas y hachas de otras culturas, mutan en Clavas.

Centrado el tema, concebida la forma y ejecutada en el amplio margen de posibilidades, la pieza única desafía al dúo o la tríada hasta alcanzar su multiplicación. La escultura conformada por la adición de sus partes, crece en base a módulos idénticos que, en conjunto, son emplazados en concordancia con la línea térrea horizontal en oposición a la misma exaltando su verticalidad. Ahora, la obra se elabora con trozos desbastados, adosados a la usanza de sistemas constructivos tan antiguos como actuales. En ese acontecer, Gajardo traslada paulatinamente su mirada desde la pieza única (privada), a la obra instalada en el ambiente exterior (pública). El contexto urbano, alcanzado con otras dimensiones físicas, centra al artista en la perspectiva abierta e infinita, integrando cuerpos y miradas a través de Muros también modulares, entre los cuales la distancia y el soporte adquieren relevancia. Pronto frena. Vuelve a la escultura única que nos interesa hoy. Entonces, alza grandes masas pétreas soslayando su naturaleza granítica, a través de contrapuestas áreas naturales y/o graneadas, que exaltan volumetrías según la recepción de luz natural sobre la superficie. Poco a poco, reincide en el uso de elementos constructivo-arquitectónicos (muros, ventanas…) para recrear visualmente esa transitoria relación interior-exterior.

Reaparecen cortes puros que traen al presente soluciones arquitectónicas e, incluso, ingenieriles. Mediante reminiscencias atemporales y desfuncionalizadas, descontextualiza vanos de iglesias antiguas (Hornacina), cajas truncadas (Tránsito) y nichos mortuorios (Chullpas). Posibles edificios en obra gruesa, canaletas de hormigón, ductos de aguas; cubos llenos y vacíos mutan hacia supuestos habitáculos, tal como lo fueron las salas centrales (atrios y aulés) de casas romanas y griegas. La concordancia entre las partes y el todo, es buscada al extremo en Muro de Luz, donde logra sintetizar aspectos constructivos de interés para la escultura chilena. Sin embargo, su mayor conquista radica justamente en hacer de la luz, como en ninguna obra anterior, un componente fundamental. El paso del día dota al conjunto urbano de condiciones tan variables como duras o tamizadas sombras que se generan en el contexto, en el interior de cada uno de los módulos (abiertos y cerrados) y, en la calidez que provoca la captura luminosa de la porosidad matérica. Según la hora, el haz luminoso ciega o deslumbra, detiene o anida la mirada, confluyendo así el contraste entre una realidad íntima que ocurre en el espacio interior y otra externa o contextual. Así la pieza -sin importar verdaderamente su escala- provoca mutantes climas sicológicos y niveles de introspección. La luz -por instantes- se aloja en los vacíos y, en esos momentos, la mirada queda detenida dialogando (con agilidad o contención) en la pieza que expone también zonas llenas y rugosas.

Aquello que Gajardo trabaja a gran escala en Muro de Luz, lo recupera en pequeños formatos recientes. Además de provocar relaciones visuales entre lo externo (espacio abierto) y lo interno (espacio contenido), incorpora al ojo con un mayor protagonismo. Así, realidad física y existencial de la obra, se cruzan ofreciendo lugar a imágenes propias del observador a quien aluden. Según sea el caso, a plataformas misteriosas o vanos que señalan una cuidadosa y, a veces, engañadora, espacialidad interna. A través de luces tamizadas y detenidas en trozos de piedras injertadas con pigmentación diversa, se consolidan también asociaciones simbólicas que producen la sentida sensación de reposo. Esa realidad íntima, concentra la mirada, aunque si cambia el formato al urbano, las mismas obras-altares-plataformas podrían motivar el movimiento verdadero del cuerpo entre amplias e imaginadas terrazas que esperan pasos humanos, o el transcurrir de aguas efímeras.

En estas recientes piezas únicas, surgidas nuevamente desde una realidad modélica que puede evocar cápsulas, semillas, naves espaciales, caramelos… el artista revaloriza cortes y uniones, captura y rechaza el aire-luz, usa la versatilidad de las superficies, contrasta la opacidad con el brillo e, incluso, acepta que elementos orgánicos amansen esa austeridad espacial. Y, en una relación -incluso más armoniosa que en las obras de gran formato ya emplazadas-, consigue afianzar un dinamismo inesperado entre luz y penumbra, provocando vibraciones también corporales y sicológicas, porque respondemos emocional e intelectualmente a los cambios de intensidad lumínica.

La luz es tan importante como su ausencia. Oscuridad e iluminación, espacio, superficie y otros aspectos esbozados por el artista cuentan al tiempo de crear espacios para la escultura y para la arquitectura. Con esa incorporación razonada y expresiva de la luz, Vicente Gajardo proyecta una definición más vital del espacio, porque sabe que sin ella nada sería visible y lo tangible terminaría siendo solo un fantasma. Somos lo que vemos, también. Por eso, quiérase o no,  atendemos lo que impacta internamente. La luz concede intensidad, pero -además- permite sentir y conocer por medio de sus vibraciones físicas. Concentra en espacios recreados de reposo, aquellos lugares (refugio, altar, guarida; rincón, patio, vestíbulo…) nunca antes así experimentados y que terminan conviviendo adentro, en lo más profundo y primitivo del ser, porque expanden el espíritu sin lógica alguna. D escubrir esas significativas y reales modulaciones  es tarea que impone el autor. Eso explica que buscar el pensamiento visual y, también, humano del escultor José Vicente Gajardo, sirva para tratar de comprender el sentido trascendente de imágenes quietas.

Carolina Abell Soffia

 

Santiago de Chile, Septiembre de 2015.