vampiroUna tarde, al detenerme de casualidad frente al espejo minutos antes de salir a la calle, me sorprendió observar como se dilataban poco a poco mis colmillos de animal carnívoro.

Luego, al mirar a través de la ventana , constaté que estaba asomando en el cielo el característico cacho de luna. Primero tuve miedo, miedo de mí mismo. Volví a mirarme de frente al cristal, y por suerte los largos colmillos de vampiro habían desaparecido. Sin embargo, cuando giré hacia la puerta para salir, una gota de sangre sentí deslizarse lentamente entre las comisuras de mis labios. 

    

Cerré la puerta y salí de la pensión tratando de olvidarme del asunto. Después de haber dormido una larga siesta durante la tarde, me gustaba caminar a lo largo de la Uno Sur a esa hora crepuscular, antes de recogerme por la noche en mis estudios. Pero al reflexionar mientras caminaba, me convencí que la hipótesis del vampiro bien podía ser posible. Siempre me había gustado la oscuridad, la profundidad de la noche bastante más que esa claridad asfixiante del día. De hecho, desde que alojaba en esa pensión, dejaba siempre las altas horas de la madrugada para estudiar. A esa hora mi espíritu cobraba una singular vitalidad que rara vez mantenía durante el transcurso del día. Por las mañanas en cambio, me atacaba el sueño como una bestia indomable que me obligaba a seguir durmiendo en forma indefinida. Sin embargo, pasado el ocaso, mi espíritu comenzaba a resucitar de manera milagrosa. Entonces ya no volvía a tener sueño, y acostarme, constituía para mí un suplicio. Las más de las veces me quedaba despierto tendido en la cama sin poder pegar un ojo y, por cierto, cuando ya estaban prontas a brotar las primeras luces del amanecer, volvía el sueño a cogerme con sus firmes garras, y por supuesto que llegaba por ese motivo frecuentemente atrasado a clases.

   

Según esa vieja leyenda, necesitaba beber sangre. Supuse que me correspondía proseguir la tradición para poder seguir existiendo. Pensé fugazmente cuál sería mi primera víctima, y una morena que pasó por mi lado se llevó mis pupilas largo rato  Uno Sur abajo. Su manera cadenciosa de caminar, construyó verdaderos mundos perversos en mis espacios interiores de vampiro. Pensé fugazmente en ese verso «Los ojos se me fueron detrás de esa morena que pasó», que a mi situación le venía en de maravillas. Luego pasó una mujer de unos treinta años y mis colmillos  rozaron mi labio inferior.

    

Una rubia de bluyines azules y apretados  que cruzó de improviso la calzada antes de la esquina, hizo supurar mis glándulas gustativas al punto que sentí una verdadera laceración en mis encías. Esperé la luz verde del semáforo y crucé la calle con  intención de seguirla hasta el fin del mundo. Al pasar frente a una vitrina, me detuve apenas un segundo para comprobar una vez más la longitud de mis colmillos. Sin embargo, dos mujeres de edad que salían en ese mismo momento cargadas de bolsas desde el interior de la tienda, me miraron con pupilas inquisidoras y lograron intimidarme. Supuse que mi rostro sería una cosa extraña y horrible, así que lo cubrí en parte entre las anchas solapas del abrigo. Luego giré sobre los talones y continué Uno Sur arriba a grandes zancadas, en busca de la rubia de bluyines azules.

    

Al llegar a la Cinco Oriente, Juan Carlos y Esteban estaban parados frente al Salón de Pool. Supongo que esperando  una mesa libre. Esa constituía una de las rutinas propias de los estudiantes de provincia, de la cual yo estaba excluido, jamás conseguía sacarme uno de esos malditos pillos.

Crucé la calle para no encontrarme, en las insólitas circunstancias en que me hallaba, a boca de jarro frente a ellos.  Estoy seguro que si me hubieran visto, se abrían reído a carcajadas de mi nuevo aspecto, y al otro día en la Facultad habría sido el hazme reír del curso.

   

 Seguí caminando Uno Sur arriba siguiendo a la rubia,  cubriendo mi rostro tras las anchas solapas del abrigo, para que ningún conocido pudiera reconocerme en tales circunstancias. Sin embargo, al llegar a la Siete Oriente, perdí a mi presa definitivamente de vista. Supuse que habría entrado a algún local comercial y me detuve en una esquina a esperar que saliera otra vez de vuelta a la calle. En tanto, mis glándulas gustativas seguían supurando sus voluptuosos líquidos. Estuve detenido allí largo rato sin verla aparecer, mientras el puntero del reloj se llevaba uno a uno los minutos, cambiándome el tiempo por un maldito pedazo de angustia.

 

La rubia deliciosa definitivamente no volvió a aparecer. Así que decidí devolverme a la pensión para que nadie se llevara esa noche un susto conmigo. Los colmillos me lastimaban la boca. Imaginé el grito de espanto que pegaría Angélica si me encontraba de golpe en esas condiciones vagando solo por la noche talquina. Esa era una de las razones por las que salía a la calle, esperanzado en que la señora casualidad me regalara en una esquina un encuentro fortuito con ella, ya que no tenía coraje ni vocabulario suficiente para ir directamente a su casa a visitarla.

    

Si esa noche la topaba en una esquina, de seguro le clavaba de una vez por todas los colmillos. Poseía un cuello perfecto y adorable. Un color de piel que aseguraba la calidad de la sangre que corría por detrás de esas paredes doradas y lozanas. Esa mina provinciana me tenía enfermo desde hacía mucho tiempo, de una enfermedad extraña y complicada de describir, y peor aún, de cargar  y aceptarla… Mientras menos veía a Angélica, más me enfermaba. Me enfermaba hasta el delirio. Necesitaba por tanto beber su deliciosa sangre cuanto antes, o moriría…

   

Caminé calle abajo hasta llegar a la Dos Oriente, ocultando todavía el rostro tras la solapa del abrigo. Hacía frío en Talca por las noches, por eso el abrigo negro que había heredado de algún antepasado rico, me venía a esa hora crepuscular de perilla para cubrir mi extraña apariencia. Cuando me encontraba encajando la llave en la puerta, se me ocurrió pensar en la cara de espanto que pondría doña Celinda si en ese preciso momento, al abrir la puerta, se encontrara a boca de jarro con el vampiro. Pensé que hasta merecido se lo tenía. Doña Celinda velaba celosamente por la economía de su casa, al extremo que estando en mi habitación todavía con la luz encendida hasta altas horas de la madrugada, había golpeado a mi puerta para cerciorarse si me encontraba todavía despierto. La electricidad está cada día más cara y por qué no estudia mejor de día, Rubén, me había dicho con voz trémula. Por supuesto que para no armar ningún lío inútil esa noche, apagué la luz y ella se despidió satisfecha. Sin embargo, apenas vi apagadas las luces del pasillo, supuse que se hallaba en sus aposentos de donde no saldría hasta el otro día, y volví a encender la lámpara del velador para proseguir con la lectura del Proceso de Kafka, que me tenía esa noche y otras, desde que había comenzado la lectura, deslumbrado, por decir lo menos. Kafka se reía a carcajada limpia, pero entre líneas, mientras relataba el absurdo proceso seguido a Josef K.

    

Desde esa noche en adelante, opté por tapar la lámpara con un cartón, dejando filtrar apenas un hilo de luz hacia  la novela, para así no volver a tener visitas imprevistas. Y por supuesto que la lectura se tornó para mí cada vez más interesante, acaso por el hecho de tener que leer algo así como a escondidas, como es de suponer que leían los hombres letrados de la edad media. La historia de Josef K., resultaba igual de absurda que la mía. Los escenarios donde se desarrollaba la acción, lúgubres y ruinosos, igual a los edificios de nuestra propia administración pública. Atestados de hombrecillos oscuros, macilentos, de lentos y pesados movimientos, exigiendo papeles y más toneladas de porquerías de papeles a los contribuyentes.

   

Una noche, saliendo por el interminable corredor hacia la calle, había experimentado al igual que K. cuando recorría los aposentos de los tribunales de justicia, la vaga sensación de hallarme acorralado en el interior de un edificio desquiciante por sus múltiples vericuetos, y lo que es peor, sin relación explicable y mucho menos razonable entre unos y otros. La pensión donde me hospedaba desde que había llegado a estudiar a Talca, era un viejo caserón del siglo pasado. Comenzaba en un local comercial que daba directamente a la Uno Sur, donde se hallaba instalada una farmacia. Luego, siguiendo hacia el interior, se iba subdividiendo en distintos aposentos y dependencias que no guardaban ninguna relación con dicho local, ni tampoco con la pensión de doña Celinda, cuyo territorio comenzaba recién después de cruzar otras tantas viviendas a través del interminable corredor.

    

Giré la llave y abrí lentamente la puerta. Las luces del pasillo se hallaban esa noche completamente apagadas, de manera que los primeros pasos los di a tientas. Luego, poco a poco, me fui acostumbrando a la oscuridad. Caminé entonces por un costado del corredor, tanteando a ratos la pared a mi derecha. Ninguna luz había encendida en los aposentos que iba cruzando lentamente, asunto que me llamó la atención, puesto que tenía en ese momento la certeza que no era más tarde que otras noches. Al llegar al final del pasillo, un destello de luz  salía desde una de las piezas. Esa luz que lograba filtrarse por el canto de la puerta, iluminó mis últimos pasos hasta dar con mi habitación.

    

Una vez en la cama y con la luz apagada, se me vino la idea que estaba metido en un ataúd, como correspondía a mi condición de vampiro, y que ya no volvería a despertar hasta la noche siguiente, puesto que si bien asistiría a la universidad durante el día, mi vida interior no volvería a resucitar hasta la hora del crepúsculo. Cerré los ojos y me desconecté del mundo lentamente. Oí aullar a los perros allá afuera, y un ligero temor de morir atravesado por una estaca en medio del corazón, me mantuvo despierto todavía por algunos segundos. Supuse que Angélica no sería capaz de hacer eso conmigo.

 

Miguel de Loyola – 1988