Por Diego Muñoz Valenzuela

Desde la más temprana pre-adolescencia, los nazis ejercieron sobre mí una suerte de fascinación diabólica. ¿Cómo había sido posible la existencia de seres tan malignos? ¿De dónde surgió ese líder de abrasante oratoria, cargada de fanatismo, que condujo al mundo a una auténtica locura y a la guerra mundial más devastadora? ¿Cómo convenció aquel pequeño ser ridículo de mínimo bigotillo a una legión de gigantescos arios con el delirante sueño de conquistar y esclavizar el mundo? ¿Qué demonio sopló las cuartillas de Mein Kampf al oído del führer  Adolf Hitler?

A la distancia temporal de más de dos décadas del final de la guerra, el fascismo no parecía tan lejano hacia fines de los 60, cuando otros aires muy diferentes parecían imponerse: la revolución de las flores, la insurrección guerrillera contra la oligarquía y el imperialismo yanqui, la construcción del socialismo en tierra americana, la propagación urbi et orbi de la lucha de liberación, el predominio del rock and roll y el renacimiento del folclore, los aromas de la cannabis sativa y las banderas del amor libre. Nacía un nuevo mundo junto con las llamas de las barricadas parisienses y los discursos renovadores de la izquierda. La derrota de los invasores norteamericanos en Vietnam parecía inminente, así como se presentía el ascenso de un vertiginoso ascenso de fuerzas sociales en Chile. Así fue, pero ya conocemos, por desgracia, el desenlace.

Sin embargo, en aquel entonces el fascismo parecía un débil espectro en retirada, destinado a ser eliminado de la faz de la tierra. A estas alturas habría que preguntarse, con seriedad y profundidad, si aquella positiva premisa se cumplió, aunque fuese en menor medida. Por cierto, tengo mis dudas, sobre todo si atendemos a la aguda definición acuñada por el búlgaro Jorge Dimitrov:

Fascismo en el poder: abierta dictadura terrorista de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero. Si damos crédito a esta descripción, resulta que en Chile  lo tuvimos presente entre 1973 y 1990, tras el golpe militar y hasta el regreso de nuestra vigilada y endeble democracia, todavía restringida  por la obra pulcra de los brillantes y malignos arquitectos constitucionales del pinochetismo.

Todas estas aparentes digresiones las hago con el propósito de poner sobre la mesa la idea de que –por desgracia, debo subrayar- el fascismo no se batió en definitiva retirada con la entrada de los aliados en Berlín en 1945, sino que sobrevivió más allá de la horrible experiencia de quienes sufrieron sus rigores en los campos de concentración, las salas de tortura de la Gestapo, la industria de la muerte establecida con las cámaras de gases, la inmisericorde persecución a quienes se opusieron a sus designios. Hitler murió –eso afirma la historia oficial- en el bunker en llamas.  Benito Mussolini fue descubierto por partisanos junto con su amante Clara Petacci, fusilado y ambos expuestos colgados boca abajo en una plaza pública de Milán, en público escarnio y escarmiento.

Desaparecieron los protagonistas directos de la asonada nazi-fascista, pero el concepto –quizás habría que decir mecanismo- se mantuvo vigente. Dictadura terrorista del capital financiero. Como para darle unas vueltas.

Por años, desde muy joven, me informé obsesivamente sobre el nazi-fascismo, las luchas desplegadas por quienes lo resistieron con indudable heroísmo, colindante con la irracionalidad. Las más de las veces, pagaron con su sangre. Soñaba, con cierto romanticismo, en  ser miembro de la resistencia francesa, me imaginaba dinamitando puentes para destruir los convoyes nazis, intercambiando tiros con los agentes de la Gestapo o ametrallando a las tropas de asalto de las SS. Contribuyeron a estas fantasías las películas y la literatura, aunque también ciertos datos de la realidad, como por ejemplo los números tatuados en el brazo del inspector general de mi liceo, un sobreviviente de los campos de concentración. O la obsesión de un perturbado profesor de historia por un presunto complot de los nazis criollos a fines de los 60 en nuestro Chile-, una auténtica premonición de lo que vendría. ¿Quién podría haberlo tomado en serio?

Las vueltas de la historia: el fascismo desembarcó en Chile la primavera de 1973, mediante un sangriento golpe militar que sometió a nuestro país a una dictadura feroz  que se dedicó a desmantelar la organización popular, eliminar sus mejores cuadros dirigentes, jibarizar el estado, demoler el sector productivo estatal, enajenar las empresas a precio de huevo para favorecer a los oportunistas e incondicionales del régimen, sentar las bases óptimas para instalar un radical experimento neoliberal –con plena vigencia habría que agregar, pese a los 25 años de democracia- y darle solidez a una constitución que impide cualquier cambio fundamental. Así estamos atrapados en un mundo que privilegia lo privado por sobre lo público, el tener por sobre el ser, y genera la reproducción continua de un sistema injusto y desigual que empeora sin parar.

Miguel Vera y el que habla pertenecemos a una misma generación, aquella que vislumbró la posibilidad de un mundo mejor, la utopía hecha realidad, el socialismo con empanadas y vino tinto de Salvador Allende. Sin embargo, como era de esperar, los intereses económicos –los dueños del capital los medios de comunicación, las industrias y las empresas- al verse amenazados, pusieron en movimiento un conjunto de engranajes que condujeron a una dictadura fascista que se extendió por 17 años. Eso en Chile, pero si miramos el mundo actual, veremos cómo el poder absoluto del dinero pone y saca gobernantes a destajo, invade militarmente a países, administra sus riquezas, saquea o despoja a naciones completas. Grecia, Irak, Ucrania son solo algunos ejemplos.

Es decir, el fascismo está lejos de haber desaparecido de la faz de la tierra. Esto lo digo a modo de advertencia. Y se fija en nuestra alejada comarca sureña. Por cierto también se fijó antes. Este es el leit motiv de Miguel Vera en esta breve, ágil e interesante novela que presentamos con gusto en este día, gracias a Simplemente Editores.

Los nazis se fijaron con mucho interés en Sudamérica y construyeron, desde los inicios del III Reich, una red de apoyo. Es sabido que en Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay y ciertamente también en Chile se refugiaron jerarcas nazis como Klaus Barbie,  Adolf Eichmann, Joseph Mengele, Martin Bormann.

En Chile hay muchos ejemplos, entre ellos la Colonia Dignidad y su siniestro líder Paul Schafer, al fin condenado por pedofilia. La Colonia Dignidad gozó hasta hace muy poco de una invulnerabilidad a toda prueba, que hizo oídos sordos a sólidas denuncias en su contra desde los años 60. Cincuenta años gozaron de libertad de acción. Schafer inició su carrera en las Juventudes Hitlerianas; llegó a Chile en 1960 y recién fue arrestado en 1996 por pederastia en múltiples casos.  Díganme si eso no habla de una poderosa red de protección activa hasta nuestros días.

Otro caso chileno es Walter Rauff, oficial de las SS de alto rango, inventor de los camiones de la muerte, que costaron la vida a medio millón de prisioneros del nazismo en Auschwitz. Rauff apoyó a la DINA de Pinochet en la enseñanza y práctica de métodos de tortura.

Pero 1946 Nazis en Chiloé se hace cargo de otra faceta: la posible construcción de un refugio donde los nazis pudieran replegarse en caso de perder la guerra. El Sur de América era un lugar ideal para asentarse, progresar y preparar una nueva asonada dirigida al mundo entero. Allí contarían con ciertas simpatías de la población, además una abundante colonia germana, al igual que en otros países de la región. Una buena base de operaciones desde la cual podría levantar el vuelo el Ave Fénix del III Reich.

Evidentemente, el autor cuenta con respaldos históricos que hacen plausible su creación, más allá de que su novela deba ser leída como ficción. Pero que sea ficción no implica que la historia narrada no sea verosímil en lo esencial. Muchos nazis deambularon por la zona, instalaron sus negocios, realizaron operaciones secretas, antes y después del fin de la guerra. También navíos  y submarinos alemanes se desplazaron en aquella época por nuestras costas cumpliendo misiones secretas.

Este es el escenario que Miguel Vera aprovecha para la construcción de su novela: un todavía inocente y campechano Chiloé, terreno propicio para una intriga de la segunda guerra mundial. En las redes de esta intriga internacional cae el tío Luis Bahamonde y, con unas décadas de diferencia, su querido sobrino Carlos. Estos dos son los personajes centrales de la novela, los dos ejes en torno a los cuales se estructura su animada y entretenida acción, cuyos pormenores no revelaré. Solo puedo adelantarles que capturará su atención e inevitablemente sus páginas deberán ser devoradas en virtud de una vorágine incontenible.

La trama de la novela está muy bien dosificada. Su progreso mantiene en vilo el interés del lector, al modo que hace un thriller. Los detalles van apareciendo de forma gradual y el misterio va in crescendo. Los intereses materiales y las ambiciones y toda la gama de pasiones humanas juegan un rol fundamental en el texto, haciendo de él una materia literaria en propiedad.

Otro protagonista relevante es Chiloé y particularmente Quellón. Miguel Vera es conocedor profundo de su geografía, belleza y costumbres, y nos las va describiendo junto con el progreso de la aventura. Hablamos de una tierra poseedora de una belleza difícil de igualar, un archipiélago poblado de leyendas increíbles, sumido tanto en la lluvia como en el sol (y muchas veces, al mismo tiempo, el horizonte combina ambos escenarios), de una gastronomía fecunda por no decir alucinante. Otro gran mérito de la nouvelle de Vera Superbi es mostrarnos tan hermoso escenario que pocos autores han abordado con tanto entusiasmo, como es el caso de Francisco Coloane (El chilote Otey  y otros relatos, Quimantú, 1971), Rubén Azócar (Gente en la isla, novela, 1938) o Nicasio Tangol (Huipampa, tierra de sonámbulos, novela, 1944), los dos últimos ya grandes olvidados de nuestra malagradecida memoria literaria nacional, donde lo único que cuenta es lo reciente y lo que promueven los grandes grupos transnacionales del libro, en connivencia con nuestros medios de comunicación que parecen agradar de lo extranjero, lo farandulesco o lo que es buen negocio.

Rompamos el silencio por unos segundos para hablar de Nicasio Tangol, a quien tuve la suerte de conocer, igual que a Coloane y Azócar. Nicasio era un hombre sabio, generoso y luchador, dueño de un rostro indígena adusto, hierático rasgo compartido con Rubén Azócar) pero que con facilidad era iluminado por la alegría.  Démosle unos segundos de homenaje a este precursor:

Nicasio Tangol publicó su primera novela Huipampa, tierra de sonámbulos, en 1944. En este libro destaca el equilibrio narrativo entre la realidad agresiva y hostil de un territorio violento por las injusticias sociales y la presencia del mundo edénico sustentado en las creencias indígenas.

«Cuando el sol pasa, evaporando la humedad, un vaho espeso y pegajoso cubre enteramente la isla. Este vaho esparce misterio y modorra; junto a él caminan el mito, la leyenda y la superstición…, si el sol logra deshacerlo, cae polen de amapolas sobre la tierra (…)

La lluvia, que a veces logra barrer la sombra gelatinosa del mito y la leyenda, se hace también misteriosa… Misterio de agua y sol, nutria transparente y gigantesca que corroe las entrañas vírgenes y hojosas de las islas; tierra blanda, cubierta de hojas frescas y transida de lágrimas y quejumbre de matorral.

En este ambiente viven los isleños… Sobre la yema de sus dedos danza el misterio, y el grito de espanto es ave asustada entre sus labios. Leyenda y misterio es para ellos vientre voluminoso dentro del cual se mueven como buzos desorientados; de cuando en cuando estiran sus largos brazos de bogadores, sus dedos arañan el infinito, y luego rastrojean el universo restringido y miserable que contornea la lluvia y agujerea la borrasca». (Fragmento de Huipampa, tierra de sonámbulos. Santiago de Chile: Edit. Cultura, 1944. Página 18-19)

 

Regresemos a la novela de Vera Superbi. Escrita minuciosamente, con ese cuidado que habla de pulcritud en el uso del idioma, el desarrollo de la trama, coherencia de los personajes, consistencia histórica y temporal, voces narrativas, 1946 es un auténtico tesoro, tanto o más real que las riquezas que buscan sus personajes.

La nouvelle puede leerse con fluidez por cualquier lector, tal como se lee una novela de Jack London o nuestro propio Coloane, con ciertos ingredientes que refieren a Julio Verne cuando irrumpe la tecnología, mundo de origen de nuestro escritor, que no solo se remite a inventar mundos literarios, sino que desarrolla artificios de ciencia al servicio de la producción industrial. Muy aconsejable para jóvenes lectores, que hallarán una buena combinación de aventura, viaje, acción  y misterio, donde el aprendizaje se produce en diversas dimensiones y sin que se huela ninguna intención pedagógica, cuestión que el autor no ha pretendido de manera alguna. Hay quien dice que es el maestro es quien enseña sin percatarse de ello. Es lo que logran grandes autores que han cultivado el arte del viaje y la aventura, como Stevenson, Dickens, Salgari, London o Verne.

Ni puedo ni debo referirme a la rama de 1946, pues le arrebataría su encanto embriagador, su fresca fragancia, su falta de pretensiones y su misterio profundo. Bastantes confluencias positivas, como podrán apreciar. Solo puedo anticiparles que la leerán entretenidos y que les resultará difícil desprenderse del hilo de la aventura y de la tierna humanidad de sus personajes, brutales y frágiles, ambiciosos y frugales, inquisitivos y venales, totalmente vivos en su interior mundo de contradicciones.

Démosle así una afectuosa bienvenida a un autor nuevo, que da así un sólido paso en el terreno de la literatura chilena. Estoy cierto de que dará muchos otros pasos firmes en beneficio de la literatura y la imaginación de los lectores chilenos.