el hombre que atrapaba mujeresPertenezco a esa especie de escritor  módico e imperceptible cuya única aspiración consiste en publicar un libro __ pagado de mi propio bolsillo, por supuesto __ cada tres, cinco  o màs años para repartir entre unos pocos amigos y resignados parientes. Ahora me apresto a dar a la imprenta un pequeño volumen de relatos.

Estos ejercicios, para ser franco, no me disgustan del todo, pese a estar transidos por un deletéreo aire de melancolía e inevitable curso de blanda derrota que casi siempre siguen los protagonistas, por llamarlos de alguna manera ,aunque suene exagerado. Tampoco puedo hacer nada con ese tono de lamento asordinado que rezuman las páginas que cometo.

 

__ Tu libro no me gustó  __  me dijo una vez uno de mis tíos a propósito de mi

primer libro.

 

__  A mi tampoco __  le contesté.

 En esa ocasión no me molestó en absoluto la opinión de mi tío. Lo sorprendente (lo fastidioso) hubiera sido lo contrario. Pero sí me impresionó el gesto de disgusto con que mi tío me dijo que mi libro no le había gustado. Sin embargo, ese primer libro increíblemente tuvo buena crítica. Me causó risa cuando vi mi fotografía ilustrando la generosísima reseña publicada en un importante suplemento cultural de los domingos. No obstante esa reseña y algún eco en un diario del interior no pasó mucho tiempo hasta que mi libro se hundió definitivamente en el mar de los libros muertos antes de nacer.

Nunca me hice ninguna ilusión al respecto. Ni siquiera con ese primer libro. Quizás porque empecé a publicar a una edad en que los entusiasmos y vanidades comienzan a licuarse a la misma velocidad con que se solidifican el desencanto y el escepticismo. El día que el editor me mostró un ejemplar de mi primer libro recién salido de la imprenta, verdaderamente un lindo objeto, me sentí invenciblemente triste y avergonzado. “Tirar la plata en esto”, fue lo primero que pensé. Es que jamás me consideré un escritor. Creo ser un buen lector y como tal saber a quien le cabe enteramente la palabra  escritor. En todo  caso me veo como alguien que cada tanto junta unas páginas y unos pesos para armar un libro y arrojarlo a lo desconocido, especie de sucedáneo del barrilete que trataba de remontar cuando era chico. En el fondo no sabría decir por qué escribo y por qué insisto en esta extraña e inútil actividad. Tal vez lo hago por mero aburrimiento, porque no tengo otra cosa que hacer o porque considero que escribir es una escuela de carácter o una caja de sorpresas ya que en el transcurso de la escritura hay momentos milagrosos en los que uno ya no tiene las riendas y el caballo de la imaginación rumbea hacia lo impensado.

Lo que no deja de intrigarme es el éxito de algunos escritores. No es que me provoquen celos, envidia o me hagan sentir injustamente relegado, pero me irrita que tipos incapaces de escribir una sola buena frase o de agitar por un instante al lector con una imagen o idea tengan tanta prensa y tantos libros vendidos. El único y verdadero  éxito de un escritor es salir indemne de los embates del tiempo, el crítico más justo, inteligente y despiadado. Por supuesto que de muchacho acaricié la fantasía de la gloria literaria. Ahora, la sola idea del ruido del éxito me provoca pavor. La fama para un escritor nunca debe llegar antes de poner el último punto final a su obra, que es casi decir lo mismo que su vida. El espectáculo de los escritores que se sobreviven imprudentemente es muy penoso. A esta altura de mi “carrera de escritor” no pienso   en otro destino para mis libros que  el de una maciza indiferencia. De este previsible destino deriva gran parte de mi placer cada vez que emprendo un nuevo libro, como un Sísifo dichoso a la hora de ir a buscar la piedra de su página en blanco. Piedra que empieza a moverse muy lentamente con la ayuda de una frase que puedo leer en algún volumen ocasional o irrumpir en un sueño, bajo la ducha, durante un viaje en subte o cuando la directora de la biblioteca en la que trabajo me explica la última de sus notables ideas como traer del fondo una mesa de tres cuadras de largo para colocarla en una salita del tamaño de un pañuelo. Si la frase se me pega y repica durante días o semanas es que ahí hay algo que merece  ser arrastrado hasta la cima de la  colina.

“Denme una frase y moveré el mundo”, me entusiasmo cuando la encuentro o, mejor dicho, cuando la frase me encuentra a mí. No otra cosa necesitó Jesús para cambiar la historia. Frases asombrosas, frases sueltas que flotan a la deriva de los siglos, la punta del iceberg de un genio literario. Sin la belleza  tremenda de lo que dijo (¿ escribió?) Jesús la cruz no hubiese sido nada, ni siquiera necesaria. Toda la literatura occidental es una variación, una negación, un comentario o una nota al pie de lo que dijo o dicen que dijo Jesús, el mejor escritor. Los Evangelios son el intento torpe de armar una historia o, tal vez, otra historia con esos fragmentos. Son como un cuento de Hemingway escrito sin querer: lo que verdaderamente ocurrió con todo aquello no se dice y   uno tiene que sospecharlo, imaginarlo. (1) Claro que uno no pretende cambiar el mundo con una frase ; apenas aspirar a cambiar (atenuar) el volumen del tedio y la tristeza.

Cada vez que termino un libro dejo posar por un tiempo las heces del manuscrito en un cajón hasta que me convenzo (me resigno) de que ya nada puede mejorarlo y de que hay que sacárselo de encima de una buena o mala vez para poder pasar a otra cosa. Es entonces que voy a ver a mi editor, un hombre extraordinariamente parecido al general Lamadrid ; un hombre culto, agradable, que modula una voz  muy baja en la que por momentos chasquea un sorprendente sonido metálico, algo así como un lejano girar de llaves en el fondo de un palacio. A veces pienso que en esa voz se cifra el destino inane de lo que escribo: un susurro que reverbera en un vasto recinto vacío. Nunca se me ocurrió cambiar de editor. ¿Para qué? Voy a visitarlo un par de veces al año para cobrar cincuenta o cien pesos como máximo por la venta de tres o cuatro libros. Siempre me hace un cheque con una pluma muy elegante que empuña con mucha ceremonia, como si fuera a estampar una cifra de varios ceros.

La editorial está en el último piso de una espléndida casa de departamentos antigua ubicada detrás del Congreso. En el largo pasillo que conduce al despacho del editor hay un imponente retrato de Henry James que piensa de modo intenso y tristísimo. Cada vez que voy a la editorial me digo: “Voy a ver a Henry James”. Quizás no cambio de editor por el solo hecho de ver ese retrato ; quizás escribo y me atrevo a publicar nada más que para ver ese retrato. Es el escritor al que siempre vuelvo después de algunas breves temporadas de infidelidades, al que siempre leo y releo, el que me ha hecho ver como ninguno lo importante, lo grave, sagrada, intrincada, peligrosa y salvaje que es la vida, la bestia en la jungla siempre al acecho ; el escritor que me cautiva por su constelación de temas (la gran relación entre hombres y mujeres, los muertos, los fantasmas, la pátina del tiempo, las vidas no vividas, la horrible lucidez de los buenos al saberse traicionados, el Mal y sus agentes tejiendo la tela de araña de su encanto y simpatía, la paciencia, la renuncia, la locura por el arte) y esa manera de contar, tan exasperantemente elíptica, tan lenta, tan larga,  merodeadora y cargada de algas, de excrecencias, desde la primera frase con la que abre una historia, como si la viniera contando desde lejos, desde tan atrás, el iceberg de Hemingway, pero no debajo del texto sino antes de empezarlo ; esa primera frase o primer párrafo o primeras páginas escritas como al acaso, oscuras , incomprensibles, como los fragmentos de conversaciones que escuchaba de chico, cuando me mandaban a la cama y me hacía el dormido y después de un rato me arriesgaba a levantarme para pescar algo de lo que hablaban los mayores, eso que nunca entendía pero de algún modo intuía importante , y eso para mí es Henry James, en fin, la literatura, la fascinación de un niño agazapado en mitad de la noche para escuchar lo que dicen los adultos, el misterio de la vida, el misterio de ese niño escondido detrás de una puerta tratando de  captar el sentido de esas frases sueltas y adormiladas.

A veces me sorprendo a mí mismo pensándome como el remoto reflejo de un gran escritor. La última, débil y degradada emanación de esa fuente de luz que sería intuida por un hipotético lector como en El acercamiento a Almotasim, el cuento hindú de Borges donde se presiente, se adivina a través de B la  remotísima existencia de Z. El que escribe quiere colaborar en humildísimo modo con el proceso que genera una de esas divinidades, proporcionar con su actividad la mejor prueba de su veneración. El que escribe en algún momento es premiado con el sentimiento de que su labor __ inútil, pobre y oscura __ mantiene viva la fuente sagrada.

“¿Y ahora qué?” , no dejo de preguntarme desde ayer, después de dejarle al editor mi última bagatela. Siempre es lo mismo después de terminar un libro: no sólo el vacío sino el terror de que no me venga más nada para escribir. Hemingway se pegó un tiro porque no le venía, pero dejando atrás cuentos como los que escribió así cualquiera puede darse el lujo de volarse la cabeza. A Jesús tampoco le vino más y ya nada le importó. Más que Dios lo abandonaron las palabras. “¿Y ahora qué?”, me pregunto contemplando desde mi balcón el débil latido de las primeras estrellas de este día que se acaba y me acuerdo de un personaje de Conrad que en medio de la noche malaya, sentado en su veranda, enciende un cigarro y contempla la bracita de un volcán lejano, tan solitario como él. Si hubiera terminado de escribir una novela con un personaje así hubiera saltado por el balcón sin dudarlo, ya está, todo está consumado, cumplí, me fui. Pero como no es el caso hay que seguir insistiendo hasta poder llegar a escribir (a creer que podemos escribir) algo remotamente cercano a una novela como esa, a cualquier página de esas. Suicidarme porque no me viene sería el colmo de la infatuación, para no hablar de los gastos de traslado de un cuerpo reventado y el manguereo del pavimento y el papelerío a causa de ese imbécil. Aunque bien podría saltar para tener al menos la experiencia de la caída, algo como para empezar de nuevo, esos segundos hasta el suelo en los que, según dicen, cabe toda una vida, insólito tiempo dentro del tiempo, tiempo transfinito, tiempo de Alicia  cayendo por la conejera. (2)  Después de todo, venga o no venga, uno se termina muriendo (suicidando) de sí mismo. A la larga o a la corta el cuerpo no soporta más a la persona que lo habita, esa  maldita entidad que roe los muros de su celda para huir vaya a saber dónde y  quizás sea por esto que uno escribe, para escapar, para autocolapsarse, para generar su propio agujero negro con la esperanza de aparecer en otro lado, en otro tiempo, en otro cuerpo ; para volver (si vuelve) y mostrar la flor o, al menos, su dibujo, el simulacro de eso que vimos, imaginamos o soñamos y hay que conformarse con ese  pobre cenotafio que erigimos en un pliegue del desierto, porque eso es escribir, aunque ya todo esté dicho y sea inútil y por eso mismo es preferible seguir haciéndolo, Bartleby al revés, aunque allá en el fondo aguarde quieto, mudo, inmutable como un dios, el bendito, el final,  el terrible olvido.

 

Notas

 

 ( 1)     La única certeza que tenemos sobre Jesús después de dos mil años es que no hay certeza alguna. De nadie sobre el que se haya escrito tanto se sabe tan poco. Harold Bloom  dice  que “Jesús : una biografía” es siempre un oxymoron (Jesús y Yahvé, los nombres divinos, p.22). Los Evangelios son fuente de fe, no de verdad histórica. Hacia fines del siglo tercero Porfirio escribe que “los evangelistas son inventores, no historiadores de los acontecimientos en torno a Jesús (Contra los cristianos, p.15). Hasta ahora no existe ningún manuscrito original del Nuevo Testamento, sólo copias de copias que, a su vez, eran copias de otras copias a las que se sumaron añadidos, modificaciones, torsiones, mutaciones y mutilaciones. Según Lessing , antes de la redacción de los Evangelios circuló en Palestina un texto en arameo conocido como “Evangelio de los nazarenos”. Eichorn y Chwolsohn postulan una fuente aramea primitiva compuesta y escrita por uno de los apóstoles bajo la atenta mirada de los otros. De esa fuente derivarían los   sinópticos. Para Schleiermacher no hubo un único documento primitivo sino muchos textos breves que contenían  episodios o discursos separados ; estos documentos fueron utilizados para la composición de los Evangelios, lo que señala el prefacio de Lucas. Gieseler supone que están basados en una única fuente oral. ( Según Papías,obispo de Hierápolis, un supuesto presbítero le dijo que al principio hubo oposición a que la palabra del     Señor fuera fijada mediante la escritura. Esos primeros seguidores confiaban más en el viento como transmisor ;como si escribir en cualquier soporte fuera tan efímero como escribir en la arena ; como si el hecho de escribir falseara la palabra viva y permanente .) Estas presuntas fuentes originales  manuscritas u orales sólo habrían tenido el urgente y desesperado fin de preservar las palabras de Jesús. . Tal vez esto explique el hecho de que en ninguno de los Evangelios, supuestamente escritos por testigos oculares, haya una sola descripción física  de Jesús. Resulta muy extraño que en la escena del prendimiento en el Monte de los Olivos, Judas lo haya tenido que besar para señalarlo a las autoridades. ¿Cómo es posible que no se supiera el aspecto físico de un hombre público que era considerado peligroso?  Pablo, al interrogar a los que lo conocieron encontró que cada testigo daba una imagen diferente y hasta opuesta de Jesús. En ninguna de sus cartas arriesga una descripción. Se sabe que las  Epístolas de Pablo son los documentos más cercanos conocidos  al tiempo en que vivió y murió Jesús. Nada  más que veinte años separan la Primera Epístola a los Tesalonicenses de la muerte de Jesús. Demasiado poco tiempo como para haber perdido el recuerdo de la imagen de un hombre que causó tanta impresión. Algunos autores se aferran a esta omisión como prueba de que Jesús nunca existió. Pensar que Jesús es una invención de una corporación de redactores es tan fantástico como la multiplicación de los panes, la resurrección de Lázaro o la invención de  Tlön.Tampoco hay certeza sobre las verdaderas palabras que pronunció Jesús. Los mismos Evangelios presentan dichos de Jesús que se contradicen y nos muestran a un Jesús que suele enojarse porque sus discípulos no lo comprenden. Entonces, ¿qué fiablilidad podemos tener en unos escritos que dicen albergar el mensaje del Maestro transmitido por unos seguidores que no lo entendían o, lo que es más grave, lo entendían mal ?  ¿Un cuento contado por idiotas lleno de temblor y estupor? Ni hablar de los testimonios paganos (Flavio Josefo, Tácito, Suetonio, Plinio el joven) :  vagos, endebles, el eco lejano de algo que oscuramente sucedió en una remota provincia del Imperio, cuando no meras interpolaciones tardías de copistas cristianos. Las fuentes hebreas (Talmud, Midrash, Toldot Ieshu) son recopilaciones hechas en el siglo segundo de leyendas folklóricas, verdadero florilegio del escarnio que nos hablan de un Jesús bastardo  que habría robado del Templo el Nombre del Inefable con el fin de hechizar y resucitar muertos y que terminó sus días colgado de un repollo de modo infamante. Llama la atención que Justo de Tiberíades, historiador galileo y contemporáneo de Jesús, no lo mencione en su Historia de los reyes  judíos que va desde Moisés hasta Herodes Agripa II. Tampoco dice nada Filón de Alejandría, otro  contemporáneo de Jesús que sí menciona a Pilatos.  A fines del siglo xviii  H.S.Reimarus inicia la reconstrucción de los hechos de Jesús y de lo que pudo haber sucedido. A mediados del siglo xx se aceptó que tal reconstrucción era imposible y se comenzó a reconstruir la palabra de Jesús (ipsissima vox ), a tratar de rescatarla de tanta maleza escrita. Desde Reimarus hasta John Meier, J. D. Crossan, E. P. Sanders y Geza Vermes, por nombrar sólo algunos de los últimos  “reconstructores “se han sucedido infinidad de versiones de Jesús de Nazareth. Hay un Jesús extático (Noack), un Jesús paranoico (Binet-Sangle), un Jesús superhombre (Weidel), un Jesús mítico  (J.G.Frazer, J.M.Robertson), un Jesús herodiano (Graves), un Jesús mitológico-astral (Zimmermann),un Jesús zelote (Brandon), un Jesús esenio (Bahrdt, Venturini), un Jesús fariseo  (Meyer), un Jesús mago (Morthon Smith), un Jesús homosexual (Van Tilborg) , un Jesús administrador de drogas (H.E.Paulus), un Jesús modernista y filósofo (Harnack), un fanático tranquilo aborrecedor del mundo (Von Hartmann), un Jesús decadente  (Nietzche), un Jesús anarquista (Tolstoi), un Jesús enemigo de la cultura (Naumann), un Jesús socialista (Kautsky), un Jesús ario, enérgicamente alemán y antisemita (Houston Stuart Chamberlain), un Jesús inexistente(Kalthoff, Smith, Drews), un campesino cínico (Crossan), un Jesús traidor (Borges), un Jesús peronista avant la lettre (Duport), un Jesús borgeano (Navarro Barros), etcétera.

 

 Cada época produce o inventa su Jesús. Cada generación, cada hombre, tiene el Jesús que se le parece, el Jesús que se merece. Quizás para encontrarlo no haya que salir a buscarlo, a cantarle piedra libre. Quizás la piedra seamos nosotros mismos. Contar lo que sucedió no es lo mismo que  lo sucedido. En todo caso, la narración de lo sucedido es otro suceso.  Tal vez el cristianismo sea más la historia de una narración, de sus imprevisibles  y alarmantes lecturas , que la del misterioso e inasible hombre que la provocó.

 

(2)  En su  Autobiografía, Charles Darwin recuerda que una vez al volver de la escuela, absorto como siempre en sus pensamientos, cayó desde lo alto de unas viejas fortificaciones convertidas en camino público sin parapeto a uno de sus lados. La altura desde la que cayó era sólo de siete u ocho pies, pero el número de pensamientos que pasaron por su mente durante la cortísima caída fue enorme, lo que resultaba incompatible con la afirmación de los fisiólogos de la época de que cada  pensamiento requiere un espacio de tiempo bastante apreciable. No hace falta una caída para experimentar esta discordia. El trayecto en tren, pongamos por caso, desde Colegiales hasta Retiro insume diez minutos según el reloj ; pero si durante el viaje nos abandonamos a una serie imparable de recuerdos y asociaciones  al entrar a Retiro y ser interrumpidos brutalmente por la voz del guarda y la gente que ya se agolpa en las puertas tendremos la abrumadora sensación de que lo que vivimos en esa zona de la memoria duró mucho más que siete minutos: horas, días, tal vez años. El joven, brillante y malogrado Guyau abordó el problema  desde  un punto de vista psicológico en su obra  La génesis de la idea del tiempo. Según Guyau ,el tiempo se origina  en el modo como experimentamos las sensaciones. La lentitud o velocidad del paso del tiempo son experiencias subjetivas que sólo se explican en relación con los deseos o intereses. Una hora de Mozart no dura lo mismo que una hora de martillazos del maldito vecino de al lado. Sin el deseo, la imaginación, la voluntad y la memoria no experimentaríamos el tiempo. Del tiempo subjetivo de Guyau a pensar en el tiempo como un sentido más hay un paso. Podríamos hablar de una fisiología del tiempo como la del gusto o la del oído y de individuos que tienen el sentido del tiempo más desarrollado que otros . Así como Mozart tenía oído absoluto, Einstein probablemente haya tenido tiempo absoluto. Del mismo modo que no existen sentidos platónicos, esto es, más allá de quienes perciben, tampoco el tiempo tendría entidad real sin alguien que lo experimentara.Poco después de la muerte de Guyau, Bergson publicó  Los datos inmediatos de la conciencia, en donde postula un tiempo psicológico (la dureé) en oposición al tiempo matemático (el del reloj) que se identifica falsamente como “tiempo”,  cuando es de carácter más bien espacial que verdaderamente temporal. Sin acontecimiento,  sin voluntad, sin deseo, sin esperanza, sin miedo , no hay tiempo. Cuando dormimos, al no haber acontecimientos fuera de nuestro sueño  el tiempo del reloj parece detenerse. Por eso el asombro  al despertar y comprobar que las horas que pasamos en esa misteriosa isla a la que nos arrojó nuestro sueño no duraron más que un par de minutos según el insomne e inimaginativo reloj.

 

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Darío Falú nació en Buenos Aires en 1955. Bibliotecario de profesión, ha trabajado en varias bibliotecas de esta ciudad. Actualmente dirige la Biblioteca Manuel Gálvez, en la que Borges sitúa al personaje de su cuento El Sur. Falú ha publicado Gente de biblioteca y otras especies ; Los papeles de Gardel ; El hombre que atrapaba mujeres.