Por Martín Faunes Amigo

Se llamaba Nancy, algunos la llamaban “la loca”, y claro, algo de eso seguramente tenía o quizá mucho. Hago notar sin embargo que yo jamás me referí a ella con ningún epíteto, mucho menos con uno tan peyorativo como ése. Trabajaba como empleada de la señora Berta, la vecina de la casa del lado. Pedí permiso para ir a verla, pero mi madre, si bien no se opuso, pareció no entender por qué era que yo insistía en ir donde ella. Distinto al caso de mi padre que si bien no me autorizó precisamente, al menos noté en su mirada mucho de anuencia. La Serena no era entonces la ciudad inmensa que hoy es y yo era perfectamente capaz de caminar hasta el hospital sin compañía así que fui.

Era simpática la Nancy, una tarde el tipo que traía los balones de gas, al bajarse del camión le dijo así nomás, sin ninguna sutileza “préstame los agarraderos para sujetarme”. La Nancy se acercó e irguió bien sus pechos que el hombre no los usó justamente de afirmadero. Claro, hizo como que se afirmaba de ellos pero lo que en realidad hizo fue una suerte de caricia en cada uno mientras se los apretaba un poco. La Nancy sólo sonrió, yo que estaba sentado en mi pelota de fútbol esperando que salieran el Coqui y el Chato para que chuteáramos un poco, hice como si nada hubiera visto y nada dije, obvio, por respeto. Yo siempre fui un muchacho respetuoso.

Por esos días aún no me operaban de amígdalas y el clima de La Serena me había hecho pésimo. Tenía entonces frecuentes amigdalitis que me obligaban a permanecer en cama. La verdad es que las crisis eran siempre de noche y mi madre tenía que ponerme paños fríos para bajarme la fiebre, pero ya por la mañana me sentía bastante bien. Ella de todas maneras insistía en que me quedara en cama y antes de irse a la escuela donde trabajaba de maestra se despedía diciéndome “la Nancy del lado le va estar echando miradas por si necesitara algo y después le va a traer almuerzo”.

Y ahí quedaba yo contento porque me dejaban varias revistas “El Peneca” prestadas por las niñas de la esquina, y alguno de los libros de tapas amarillas de la colección “Robin Hood”. Pero lo mejor de todo: quedaba para mí la radio Telefunken de mi padre que me enchufaban en el velador y nadie me iba a venir con que cambiara de emisora. Nadie, claro, excepto la Nancy, pero ella no importaba porque tenía los mismos gustos míos orientados al radioteatro, así que me traía un huevo a la copa y se tendía a mi lado a escuchar “Las manos de mi madre” de Arturo Moya Grau, y después unos programas de tangos y boleros.

Voy a dormir un ratito contigo me decía y tras virarse de lado cerraba los ojos y caía en sueño ipso facto. Aclaro que nunca supe si ese dormir suyo era verdadero. Entonces era cuando empezaba lo bueno porque como el muchacho respetuoso que era, simulaba estar leyendo pero en realidad discretamente metía la mano bajo su delantal así sutil, tratando de que ella no se diera cuenta. Pero se daba cuenta. A veces sonreía y otras me decía así como desde un sueño “ya pues, sosiéguese el malcriado” o “ya vas a empezar otra vez, malcriado”. Es que así me llamaba ella “el malcriado”, pero a mí nunca me importó aquel sobrenombre, sólo retiraba un poco la mano no obstante algo después insistía tratando de ser más cauteloso. Siempre era igual, cauteloso, respetuoso, malcriado.

Al rato la Nancy decía tener frío y se sacaba los zapatos para meterse conmigo bajo las sábanas. Hacía como que se le quedaba arriba el delantal, y otra vez, se viraba de lado como antes, pero esta vez de piernas casi desnudas, aunque claro, bajo las sábanas.

La parte mejor venía entonces. La Nancy se dormía otra vez y yo tenía la oportunidad entonces de explorar por la parte de arriba de sus piernas, muy arriba, y poco a poco iba perdiendo la sutileza. Metía la cabeza bajo las sábanas y palpaba con los dedos buscando roturas en sus calzones o al menos recovecos, siempre los había. Hoy añoro esos calzones rotos harto más ricos que ésos que cocinaba la tía Lucha en Santiago.

Y como parecía dormir profundo me aventuraba a introducir un dedo, se lo dejaba ahí quietecito y ella, así dormida como estaba, comenzaba a apretarlo y a soltarlo, y después a apretarlo muy fuerte humedeciéndolo mientras yo con el pijama abajo me apretaba contra sus piernas. Ése era claramente el mejor momento, se terminaba cuando la Nancy parecía despertar y me decía “mira, tienes todo mojado, estás grandecito como para que no alcances a ir al baño, te voy a tener que cambiar las sábanas”. Se levantaba entonces así como molesta y daba un tirón como para sacar las sábanas y al verme ahí desnudo sonreía diciendo “guarda eso, cabro cochino” y agregaba lógicamente su “malcriado”.

Siempre ocurría así, insisto. Volvía a la media hora muy sonriente con su delantal perfecto. Traía una bandeja con platos de arroz con huevo para mí y para ella, o arroz con machas que habían quedado del día anterior. Después de cambiarme las sábanas almorzábamos juntos, un bello recuerdo.

“Fue rico dormir contigo porque estaba muy cansada” decía, aunque a mí no me parecía cansada para nada. Después me pedía buscar en la radio “algo de Lucho Gatica o Raúl Show Moreno”. Empezaba entonces con una perorata que yo como todo lo de ella, ya la conocía de memoria “no le debes contar a nadie que dormí contigo, no tanto porque haya dormido en tu cama sino porque una no se puede andar durmiendo durante las horas de trabajo, y si lo llegara a saber la señora Berta me pone de patitas en la calle”.

Su perorata se interrumpía sólo si tocaban algún rock por la radio, porque entonces me sacaba de la cama y me obligaba a bailar con ella. “A bailar pavuncio” decía. Nos reíamos hasta quedar botados por el suelo. Partía después diciéndome de la puerta que los únicos hombres que valían la pena eran los que sabían guardar secretos y que vendría a cuidarme al día siguiente, pero sólo si no se lo contaba a nadie.

No hubo necesidad de que viniera a cuidarme porque finalmente me operaron en Santiago. Ya no volvería a enfermarme. Volví después de la convalecencia. Fue cuando lo supe, mis amigos me lo dijeron “a la Nancy la tienen en el hospital, está grave”. Por eso quise ir al hospital, las enfermeras no me permitieron verla, “se está muriendo chiquillo, si no eres pariente tienes que irte”. No me fui. Deambulé ahí por los pasillos, reflexioné sobre ese evento que lo sabía ciertamente inevitable pero a la edad que tenía entonces me parecía un fantasma muy lejano. Escuché conversaciones. La señora Berta le explicaba a una mujer bastante humilde que lloraba “alcanzó a decir que habían sido por lo menos seis hombres” y nombró un callejón por ahí que yo no conocía.

Es cierto que ella me pidió que jamás contara eso suyo que era también mío, ha pasado sin embargo  tanto tiempo. Se me ocurre que el suficiente como para romper mi promesa y poder contarlo.

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Martín Faunes Amigo es escritor, profesor universitario, magíster en psicología social, posee en pos título en Cine y Drama de la Pontificia Universidad Católica donde fue alumno de Antonio Skármeta. Con una carrera literaria bastante premiada, ha publicado Ráfagas de versos y bytes, 1990; Tranvía equivocado, 1992; Lo duro y lo hermoso al finalizar el Siglo XX, 1994; Fantasmas en la red, 2003; la novela Viajera de los  nombres supuestos, EDEBE, 2002; y Un lápiz de pasta marca BIC, 2013. Sus cuentos aparecen en las más diversas antologías en Chile y el extranjero, siendo las últimas La maleta de Úrsula, publicación de Alfaguara donde del autor se publicó el cuento El amor tigre, de dos cabezas; Compañero Presidente, antología chileno-italiana de la editorial italiana Feltrinelli -segunda más importante de Italia-, donde fue traducido al italiano por el escritor y catedrático Danilo Manera, y se entrega en paquete en Europa junto al DVD La memoria obstinada, de Patricio Guzmán; y Chile: Historias que debemos contar, de Monte Ávila, Venezuela. Además, sus premiados cuentos Urracas y zorzales y El hombre del abrigo amarillento y la mujer que lo amaba, han sido traducidos ya a más de cinco idiomas, incluyendo el ruso. En el ámbito de la literatura infantil y juvenil, ha publicado Cuentos para leer y sonreír, EDEBE 2003. En el ámbito de la memoria histórica, dirige el colectivo Las historias que podemos contar, con quienes ha producido tres libros a modo de saga y mantiene un espacio web con más de quinientas historias.