Su  body longílineo  avanza envuelto en un traje de lino blanco. Lleva en sus pies, sandalias color oro terciopelo.

Las chalas combinan a la perfección en medio de la atmósfera desértica. Y mientras la brisa golpea su cuello, pasa lentamente los dedos de la mano derecha por la propia frente mácula. Teresa quiere recoger cuidadosamente ese fino sudor que la desespera, aquel que riza su cabello. Aterrada de ser vista, en un momento casi inadvertido, pasa el índice, el medio y el anular bordeando su melena, retirando el incipiente sudor que rápidamente deposita en el pañuelo guardado en el bolsillo de su antiguo, pero durable bolso universitario.

Ramiro tiene nerviosa a Teresa Orrego Benítez, oriunda de  San Vicente de Tagua Tagua, quien cambió los verdes sureños por la sudorosa capital. Aquella oficinista que  un día de verano como cualquier otro, recuerda las suaves bocanadas refrescantes que soplaban en la plaza del pueblo. Nostálgica, la eficiente trabajadora  posa  hoy  la visión en las callejuelas todavía angostas,  y sigue caminando a pesar de la fuerte temperatura. Sus pasos decididos cruzan las aceras capitalinas, pues el cambio de ruidos del campo por los de la urbe contemporánea, no han sido una permuta  favorable para Teresa. Santiago en pleno enero de un inolvidable siglo tecnológico ofrece 38°C y más.

El cuerpo de Teresa sigue mojado. Tiene hinchados los pies y los tobillos, pero ni siquiera puede detenerse a considerar  aquel detalle, pues avanza sin pausa para llegar a la hora. Pasa una calle, otra y un par más hasta que- de pronto- se da cuenta de que: “es necesario cambiar la ruta y tomar un atajo.”

Cuando los filetes de las sandalias se le entierran en los dedos meñiques, se arrepiente de ser tan femenina, pero justo en ese instante llega a la calle California. Avanza rápidamente. Abre el bolso de cuero, saca el espejo y se arregla otra vez asegurándose de entregar una  sonrisa veraz.

A 300 metros del sitio con sesgo francés, lleva el  ceño extraviado. Inmersa en  la bruma caliente del  atardecer,  percibe que solo hay una mesa disponible. La toma y observa expresiones distantes entre los presentes, pues ve en cada gesto -al igual que en las caras de los peatones que cruzara en la calle Lyon momentos atrás- el  mismo vacío de almas que desconoce.

Teresa Orrego sabe de esperas. Por eso cuando todavía faltan algunos minutos para la cita anhelada, capta cielos más anaranjados. A su alrededor, en cada mesa, hombres y mujeres parlotean animadamente. Y mientras su mente revive divertidas situaciones pasadas,  nace una sugerente expresión en su retrato.  Esboza una sonrisa y, al instante, lanza una inadvertida carcajada. Nadie la nota. Cada uno de los compañeros de destino vive su propio mundo. Ella, entretenida y sin importarle la demora de Ramiro, deja avanzar el tiempo.  Ahora, el sol se apaga con letargo, recordándole los olvidados trenes regionales al momento de partir…  Pasada una hora y perdida en las remembranzas, pestañea nuevamente para levantarse y recorrer el local, pero quedan pocas, muy pocas personas.  Entonces, verifica la ausencia de Ramiro lanzando un último vistazo, y decide marcharse.

Cruza una calle. Otra y más. La deliciosa dulcería de afamados macarrones multicolores queda atrás. Completa el trayecto como si estuviera huyendo con los ojos fijos en los caminantes que le anteceden como faros. No quiere volver atrás. A los pocos minutos, se detiene, sin dudar,  entre desenfrenados autos capitalinos que parecen negarle el paso.

Se impone el gris nocturno, pero Teresa sigue impávida. Allí, en medio de los metales con ruedas, presa de su impaciencia espera cruzar sin mayor demora. Los conductores callan a pesar del repentino cambio de luces del semáforo.  No le profieren palabrotas ni gestos recriminatorios. Ninguna amenaza ni un solo insulto. En cambio, fijan su limitada atención inerte. Esa única observación que permite a los voraces conductores llegar al final de la jornada laboral, se ancla en la sombra que dejó el cuerpo móvil, cuyas más bellas palabras quedaron, por ahora, huérfanas.