Por Maivo Suárez
Camila lucirá por fin su crespa cabellera. Salieron tan temprano de la casa que su madre no alcanzó a hacerle las trenzas.
Cuando llegaron a la parroquia la gente estaba amontonada frente al portón y el señor Castillo junto a otros hombres metían cajas, bolsos, coches de bebés, canastos de picnic y mochilas en el portaequipaje del bus. Ahora el camino cruza el bosque y avanzan lento en dirección al río. ¿Y si llueve? No, su madre la tranquilizó: «Es sólo la neblina del amanecer». Camila se acostó tarde por los preparativos del paseo, está cansada, cierra los ojos, intenta dormir, pero le asusta la silueta brumosa de los árboles, parecen espectros vigilando la entrada a un portal. A ratos mira a su amiga Rocío que dormita a su lado con una mejilla pegada al vidrio de la ventanilla y la boca semiabierta. Rocío es morena y tiene unos inmensos ojos como un personaje de animé. El parcito, las llaman sus madres. Ambas tienen nueve años y parecida contextura: flacuchas, mínimas. Todos los días se van juntas al colegio con algo de brillo en los labios y un exceso de perfume.
Escuchan suaves ronquidos, casi todos duermen. Unos hombres en los primeros asientos conversan con el chofer y ríen tapándose la boca para acallar las carcajadas y no despertar a nadie.
—Camila, ¿quieres?
El olor a pan con queso la despierta de su modorra y Camila abre los ojos. Rocío le acerca el sandwich, le roza los labios y lo aleja. Ambas ríen, juegan un rato, hasta que Camila le saca el pan de las manos y Rocío en respuesta le hace una morisqueta y saca otro sandwich del bolso. Mastican sin apuro. Cuando se mete el último trozo de pan en la boca, Camila se sacude unas migas y se levanta un poco del asiento para mirar por el parabrisas del chofer. Pero el sol aún no se ve por ningún lado. Aburrida se levanta y camina por el pasillo buscando no sabe qué. Rocío se refriega contra la felpa del respaldo, divisa a su amiga que está parada unas filas más adelante conversando con alguien y va hasta allá. Alcanza a dar unos pasos, pero el bus se contonea al tomar una curva y la niña morena pierde el equilibrio. Una mujer la sostiene de los brazos, Rocío agradece, endereza el cuerpo y avanza lento apoyándose en los respaldos de los asientos. Juntas multiplican las risas y en cada nueva curva ondean sus cuerpos exagerando el movimiento y los chillidos.
—A ver, a ver, qué pasa señoritas. Unas niñas tan lindas haciendo tamaño desorden —dice cómplice el señor Castillo.
El señor Castillo es un miembro muy antiguo de la iglesia. Lidera las actividades desde mucho antes que el parcito coincidiera en el mismo grupo de catequesis y se hicieran amigas. Incluso antes de que el padre de Camila llenara una maleta con ropa y se fuera a la mierda con una colombiana que conoció en un tugurio de Estación Central; antes de que Camila usara la misma expresión «se fue a la mierda» para responder a sus amigas cuando le preguntaban ¿y tu papá?; y mucho antes de que los padres de Rocío pidieran un crédito en una financiera para pagar los gastos del funeral de la abuela; incluso antes de que la abuela de Rocío enfermara de cáncer y la niña morena de ojos inmensos preguntara ¿qué es morir? Sí, años antes de todos esos acontecimientos familiares el señor Castillo ya ayudaba al párroco a colocar hojas de palmeras en la entrada de la iglesia para los domingos de ramos, se casaba con una de las catequistas y se convertía en padre de cuatro hijos varones. Pero la real fama del señor Castillo se había gestado recién el año anterior, cuando participó en el concurso de televisión «¿Quien quiere ser millonario?»: estuvo a una respuesta de llevarse el premio. Él sonríe satisfecho y agrega que toda la culpa la tiene Cleopatra, cómo iba a saber él que se había convertido en reina del Antiguo Egipto con sólo diecisiete años. Se perdió unos suculentos millones, comentan en el barrio. Camila y su madre han visto la foto que se sacó con el famoso animador. Los dos hombres posan abrazados como viejos amigos. El portarretrato está sobre una mesita lateral del living del señor Castillo, rodeado de souvenirs de bautizos y primeras comuniones. Su fama televisiva y de buen lector (lleva siempre un libro bajo el brazo) lo distingue de los otros hombres: electricistas, vendedores, contadores de liceo o pequeños comerciantes. De brazos largos y caminar firme, a sus sesenta años es «un hombre interesante», como dice la madre de Camila, lo que es un verdadero elogio viniendo de ella.
—Me parece que a estas niñitas las vamos a amarrar a la parrilla del bus —dice el señor Castillo—, por desordenadas.
—Sí, sí, así tomamos sol y nos bronceamos.
—Y estrenamos nuestros bikinis.
—Pero es mejor que los estrenen en el río nadando como sirenas.
—Yo no nado.
—Yo estoy aprendiendo.
—¿Unas niñas tan inteligentes no saben nadar? Acá tienen un profesor, yo hoy las dejo nadando.
El parcito aplaude el ofrecimiento entre risas y vítores. El hombre, que se ha levantado de su asiento, está ahora de pie junto a las niñas, se sonríe y acerca sus dedos a la nuca de Camila, para acariciar esa mata de pelo ensortijado.
—Chicas, a sentarse, estamos llegando —grita desde el fondo del bus la madre de Rocío.
Las niñas avanzan por el pasillo de regreso a sus asientos y la mano desnuda del señor Castillo queda levemente arqueada, inmóvil, suspendida en el aire, como un animalejo encandilado por un reflector.
El bus estaciona cerca de la entrada principal del balneario. Una batahola de niños, bolsos y gritos avanza en una nube de polvo y empujones. El parcito se desarma, se arma y se vuelve a reunir a la orilla del río, mientras las madres improvisan mesas, colocan manteles y hacen aparecer termos, queques, panes de pascua, marraquetas, quesos, fetas de jamonada y tazones para preparar un suculento desayuno. Otras mujeres pelan papas y tomates. Los niños quieren ir al agua, los más grandes se escapan, las madres retienen a los más pequeños, que el desayuno primero, que no te saques la polera, que todavía no calienta tanto el sol, que igual échate bloqueador, que en la orilla del río nomás. A unos metros de allí los hombres apilan las bolsas de carbón, revisan el estado de las parrillas y discuten sobre la mejor técnica para hacer el fuego. Pero no todos.
El señor Castillo ocupa la mañana en organizar los juegos para los niños. Les enseña a buscar piedras de colores, a reconocer los árboles, a imitar el sonido de los pájaros, en un derroche de simpatía y ganas. Su esposa, una mujer mayor comparada con las otras mujeres, está sentada en una silla reposera lejos de la orilla y hojea un libro. El señor Castillo no pierde de vista a Camila y Rocío y entre cada clase magistral de ornitología se acerca a la orilla del río y les hace bromas, les pone sobrenombres, les tira del pelo, les muestra fotos de pájaros sacadas con su celular y les regala las mejores piedras rojas que encuentra. El sol aparece y desaparece tras el cielo nublado.
Almuerzan alrededor de las dos de la tarde y después de lavar platos y reacomodar los bultos las mujeres se relajan bajo los árboles, conversan y fuman. Algunas se ponen trajes de baño, se embadurnan en crema y toman ese sol que se asoma a intervalos. Sentadas en cuclillas, en bikini, Camila y Rocío escriben sus nombres sobre la gruesa arena con la punta de una rama.
—Juguemos a dibujar la primavera. ¿Quieres Camila?
—Y que somos artistas famosas. Las pintoras de flores.
—Sí, sí, dibujemos muchas flores. También soles y lunas.
Lejos de las niñas algunos hombres se han sacado las poleras y duermen la siesta mostrando sus inmensas barrigas, otros juegan a las cartas, los más jóvenes se bañan en el inmenso pozón que forma el río en uno de sus recodos, chapotean, se zambullen, emergen y compiten dando enérgicas braceadas. Pero no todos.
—¿Quien va a ser mi primera alumna? —dice el señor Castillo de pie al lado de las niñas.
Rocío suelta la rama y se levanta rápido con un brazo en alto como si estuviera en la sala de clases. Con el impulso salpica una lluvia de arena que cae sobre el pelo crespo. Camila se sacude. Los tres sonríen. El señor Castillo toma con delicadeza los dedos morenos de la niña y caminan juntos hacia el río. Se detienen a unos metros antes de llegar al pozón, no es fácil caminar con los pies desnudos sobre las piedras. La acerca más hasta él y avanzan casi pegados. Cuando el agua llega hasta las tetillas de la niña, él la toma entre sus brazos y la hace flotar de espaldas. Sus gruesos dedos rozan los hombros, los muslos, los codos, las rodillas huesudas y mientras la balancea en el agua se acerca a la cara y le habla pausado, la tranquiliza, le explica que lo primero es no sentir miedo, relájate, es solo un juego, no pasa nada, es divertido, tienes que disfrutarlo, eso, muy bien, cierre los ojos nomás, vamos, sin miedo, déjese llevar, mi amor, eso, así, muy bien.
El agua torpe arrastra los dedos del señor Castillo que chocan en la piel morena de Rocío, dedos llevados por el viento, por la corriente del agua, dedos sin velas, sin timones, dedos-barquitos de papel que merodean bahías. Dedos que se enredan en los pliegues, en los bordes del bikini. Dedos que rozan, se alejan, se acercan, presionan suave.
—Tengo frío, me quiero salir.
—A ver si puedes flotar paradita. Yo te sostengo por las axilas. Así, ves qué fácil. No tengas miedo, yo te sostengo.
Sentada bajo unos coihues la madre de Camila conversa con la madre de Rocío. A ratos miran a los hombres bañarse, a los niños, el río, el paisaje y encienden otro cigarrillo.
— ¡Eh, Castillo, hácete esta, mira! —grita uno de los hombres desde el medio del pozón. Luego se zambulle y las piernas emergen rectas hacia el cielo por unos segundos y se hunden en el agua en la misma posición.
—No molesten, estoy de profesor —contesta Castillo.
Rocío está con el agua hasta la barbilla. Detrás de ella Castillo la sostiene por las axilas con sus fuertes y grandes manos. Ella mueve las piernas flacuchas buscando hacer pie, le asusta estar suspendida. Bajo el agua los dedos del hombre aprietan suave el tórax de la niña, siente las frágiles costillas que se levantan en cada inspiración de Rocío, es tan delgado ese cuerpo que hasta podría juntar la punta de los dedos si apretara ambas manos un poco más. Castillo avanza llevándola de las axilas. El pozón queda atrás y ahora están contra la corriente del río. Sumergida hasta la barbilla ella insiste en patalear para ganarle a la fuerza del agua, pero la corriente la empuja, la arrastra y como una oscura alga a la deriva su pequeño cuerpo se enreda entre las blancas piernas del hombre, roza su piel, se resbala, se atasca en promontorios, se balancea. Ella intenta despegarse, pero la fuerza del agua la regresa una y otra vez.
Sentada en la orilla, Camila le hace señas con las manos a su amiga. Sólo quiere ir al agua con el señor Castillo y meterse en lo más hondo, como lo ha hecho Rocío. Mira al cielo, escudriña el color y la forma de las nubes, teme que una lluvia estropee su paseo. Revisa las piedras rojas una por una, se acomoda unos rizos que le caen en la cara, hunde la punta de los pies en la arena húmeda, cambia las piedras de lugar, hasta que al fin escucha su nombre, levanta la cabeza y ve a Rocío y al señor Castillo caminar hacia ella. Es su turno. Se para feliz, aletea con ambos brazos, le grita algo a Rocío y mientras avanza hasta el agua unos niños pasan corriendo sobre sus dibujos y las pisadas destrozan todas las flores y varias lunas.
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Maivo Suárez (1964), profesional de las ciencias sociales, diplomada en Edición y Publicaciones de la Universidad Católica. Ha participado en diversos talleres literarios. En 2013 su cuento Ariel, obtiene el Primer Lugar del Concurso de Cuentos Policiales, organizado por la PDI. En el año 2014 el cuento “Las Pintoras de Flores” obtiene el Primer lugar del Concurso de Cuentos de la Municipalidad de La Pintana. También ha sido finalista de Santiago en 100 palabras. Algunos de sus cuentos cortos se encuentran publicados en Sangría.cl y Revista Zánganos.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…