juan mihovilPor Julián Bastías Rebolledo

Curioso recurso literario, pero  eficaz: como con una cámara de cine, Mihovilovich persigue a su personaje entre ruinas y bosques desolados…

Hace ya un buen tiempo que deseaba escribir algo respecto de la obra en general de mi amigo Juan Mihovilovich y al hacerlo sobre El asombro, su último libro, no sé qué tan buena idea pudiera ser, especialmente por no sentirme muy capaz, dado que no soy un buen lector de literatura latinoamericana contemporánea.  Fuera del honor de participar en hacer reconocer su obra, pienso que podría comprender mejor como nutre su creatividad.  Siempre me lo pregunté,  ya que lo visité en su casa de Curepto en varias ocasiones y lo vi  leyendo, cocinando, jugando con los perros, atendiendo sus amigos y familiares, pero no lo veía escribir.

 Un día le consulté si escribía en el día, en la noche o se aislaba el fin de semana;  me respondió que escribía todo el tiempo, retenía en su cabeza lo que observaba y las ideas que le venían, o a veces tomaba pequeñas notas para implementarlas en otra ocasión, tomando el tiempo necesario para concentrarse y desarrollarlas cuando e impulso interno ya era insoslayable.

Mi «asombro», el mío, ha sido, luego de leer y releer su libro, el haber encontrado desestructurado y por tierra la perfecta descripción de todo lo que había visto en pie y bien ordenado: su casa, su entrada, su salón, el camino al juzgado, los paseos que hacíamos, los puentes, el mar y sus alrededores, etc.

Leyendo acá, en Francia, los clásicos europeos del siglo XIX como Maupassant, Flaubert, o los de principios del siglo XX como Proust  o el escritor americano y comentarista de la literatura europea Henry James, fui aprendiendo que la originalidad era relativa; la mayor parte de sus obras provenía de su entorno familiar-social.  Me costó tiempo entender todo eso. Actualmente los asiduos lectores e intérpretes de Borges afirman que él pensaba que la originalidad sería una superstición relativamente moderna, y que a él no le importaba de donde venía la inspiración.  En cuanto a Juan  Mihovilovich, leyendo su libro El Asombro, los que conocemos parte de su obra, de sus ideas, de su vida, podríamos formular que esta última sería una síntesis muy bien lograda de tantos años de producción literaria, y de amar apasionadamente la vida, la realidad, la verdad.  Para poder ligar tanta  multiplicidad seguramente que ésta novela tuvo que concebirla tan densa como un poema.  Y a pesar de lo dicho anteriormente, pareciera que la hubiera realizado durante un día o una sola noche de inspiración. 

Curioso recurso literario, pero  eficaz: como con una cámara de cine, Mihovilovich persigue a su personaje entre ruinas y bosques desolados; aunque no siempre afirmaríamos que es el escritor quien dirige la cámara;   por momentos pareciera que el personaje denominado «hombre» es quien atrae obstinadamente las decisiones  estéticas del autor. No es la obstinación de imponer su voluntad, que pareciera no tenerla, sino que sus ansiedades, sus angustias de sobrevivir a toda costa, el no saber si sueña o existe, y otras contradicciones incomprensibles que le obsesionan.  Los lectores, contagiándonos con lo fantástico y misterioso de la obra,  podríamos llegar a sentir que también el escritor seria llevado por fuerzas invisibles como su personaje que avanza hacia el mar sin saber por qué.  A medida que las páginas van quedando atrás el querer saber es menos importante para el «hombre» y el autor. Hay algo de tenebroso que se va imponiendo,  puesto que lo irracional va estructurando una nueva realidad.  El lector, intrigado, busca saber y se resiste a lo ilógico de las situaciones, pero no de nuestras emociones; ellas se dejan llevar, como el «hombre» y su perro.  Así, nuestro deseo de anticipar, como el de todo lector,  es perturbado y desconcertado hábilmente por Mihovilovich.

El talento no se queda en «manejar» nuestros afectos y pulsiones; va  hacia lo ético, sin interpelarnos abiertamente.  Cuando menos lo esperamos, el autor nos muestra que somos todos el «hombre”,  o lo hace sentir implícitamente.  Nos incita, subrepticiamente, a asumir nuestra condición humana.  ¿Sabemos siempre hacia dónde vamos en nuestras vidas? ¿Hasta donde somos libres y de donde provienen las fuerzas que no controlamos?  No nos han faltado oportunidades para entrar en aquella sabiduría sugerida por el autor, pero las circunstancias e ilusiones superficiales nos impidieron profundizarla.

Los personajes, «hombre» y el «perro labrador”, si no llevan nombres, podrían anunciar  a los últimos representantes de sus especies respectivas.  Y también, quizás por la misma razón, la ausencia de la mujer.  Podemos suponerlo.  No podemos sino elucubrar. Cada cual interpreta  a su manera los  misterios insertos en situaciones extrañas y frases inefables, que permanentemente nos deja esta novela.

 En casi toda la obra de Mihovilovich  se puede apreciar su talento para describir su fuero interno en relación dialéctica con el entorno. De ahí que la calidad de sus introspecciones no se describe como profundidades personales  aisladas. En ese sentido, este  novelista supera la dicotomía,  psicología del individuo y lo social, como lo formula Castoriadis: “el sujeto efectivo es aquel penetrado de parte a parte por el mundo y por los otros; el individuo hace entrar la calle en lo que podría creerse su alcoba.” En El asombro,  la introspección y la realidad reinante  llegan a confundirse simbióticamente, eliminándose mutuamente como entidades, neutralizando en el individuo su sentimiento de existir. El «hombre» en su desesperación no acude a Dios, lo nombra una vez, pero sin creer. ¿Cómo creer en un ser superior si el mismo duda de existir? Su individualidad va diluyéndose en un panteísmo y cosmología cada vez más omnipresente, se va despersonalizando. 

Aunque podría suponerse una catástrofe planetaria, no es asimilable  a un nuevo diluvio, porque no está la entidad de Dios, con quien lo humano no se entendió. Aquí no se trata de salvar a la humanidad.  Aunque no está bien explicitado, el proyecto que aquí se insinúa,  ignorando su origen, sería el de la extinción humana, renaciendo como ser viviente “un otro.”  Habría que fundirse en las fuerzas de la naturaleza, dejando el paso a nuestra animalidad,  sin mal ni culpabilidad. Pareciera que para el autor, si hubiese esperanza, ella estaría más allá de la propia humanidad. Ya es demasiado tarde para ella. Probablemente, ya tuvo su oportunidad.

Quizás ese sea uno de los principales legados de esta enigmática nouvelle.

 (París, agosto de 2014)

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El asombro, de Juan Mihovilovich

Simplemente Editores. 2013, 103 páginas.