Guillermo Mondaca nació en Coquimbo, Chile, en 1991. Es licenciado en Letras y Ciencias del lenguaje con mención en Investigación por la Universidad Finis Terrae (Santiago de Chile). Ha publicado  Nocturna (Edit. Fuga, Santiago de Chile, 2013), su primer libro de poesía.

Letanía

Todo se repite. Suena

y se repite,

cortado

pero vibrando

como una cuerda demasiado

tersa que se parte.

Todo se repite:

la mano con que escribo,

la dirección en que crecen

mis uñas. Mi boca

arrancada del rostro

desoyera los ojos fríos de la calle

pisados por la piedra de la costumbre,

pero todo se repite, suena y se repite

cortado y vibrando

como un aleteo sin pájaro,

todo se repite, suena, se acumula

alrededor de la lengua por la noche,

su sal, que es la sangre del mar,

deja un sabor a plumas enterradas en medio de los ojos

pesando el aire del vuelo, porque lo único

que crece en el surco de lo mismo 

es una sangre aguada que se esparce por la calle,

río abajo su cadáver chorreante de duro yodo

como un navío de uñas extremado, 

una cabellera voluminosa de pájaros negros crece

y llena la calle de estrías

y la hace hundirse hacia

lo que desde adentro le nace,

y la convierte en un vórtice,

superposición sobre superposición

como el pelaje de una bestia quemándose con queroseno

durante semanas, semanas, semanas donde el sol

es apenas un espejo bajo turbias aguas de pedrería.

Amanecer roto a martillazos contra los dientes.

 

Un rastro se yergue y sigue el camino,

un destello se queda inmóvil hasta desprenderse de la luz,

y todo zigzaguea siguiendo el obseso del gusano, su baba

seminal, su silbido oblicuo, y las manos asgan otras manos,

sueltan el cuerpo que las deje caer,

Caer    Caer   Caer   porque mañana no existirá

más que en la acumulación de lo idéntico sobre lo idéntico, 

letanía, sumatoria innúmera, letanía

que sigue viviendo respirando comiendo soñando deseando

avanzando dejando atrás esperando y llegando

y pidiendo

y decidiendo

sobre el surco de lo mismo,

en la calle misma, calle

acumulada de lo mismo, vibrando

en el silbido de una cuerda

demasiado tersa que se parte,

en las estrías de una

sangre que es más agua que sangre

y así llaga y llega, enterrando rasgos

en el polvo de las malezas, en las venas

filosas de la cal, polvo, erial, panderetas

levantadas con dura tiza o bien

con el polvo de los huesos de una flor,

la calle, la extensa y única calle

donde como un cadáver río abajo

nos desnacemos de la muerte.

 

Las olas 

 

Hay un límite como un desdentado repliegue

donde aglomeraciones de pisadas se parten 

y donde lo reverso

se yergue flameando un sudor oscuro.

 

Allí la tinta de los ojos

cerrados se ha derramado, nada se ve 

sino lo confuso entrando en lo confuso

como dos bestias que mordiéndose son arrojadas al fuego, a veces

se ve un pelaje sin cuerpo, engrifado,

cruzando a nado los maderos, a veces,

el gemido del cielo como un relámpago de harina

entrando en su propio reflejo impreciso, porque el mar

está sonando está sonando está sonando está sonando

su salpicadura de vidrio contra los vidrios de las habitaciones

de este puerto opaco sin geometría; 

su saciedad de ortigas blancas que se parten

al contacto de la piedra está sonando,

aguas adentro de aguas de ceniza donde el fuego se humilla,

el mar

está sonándose entre sus ritmados jadeos de orillas en desorden,

como ojos de espermas acuchillados,

está haciéndose 

sonar su profundidad de carne al descubierto, brillosa

como la arrancada piel de un animal

sagrado sangrando el sacrificio,

 

y entonces

nadie puede dormir sin sudar un licor oscuro,

ni puede evitar que entre las pestañas pese su temperatura

el óleo del insomnio:

 

Entran erecciones en lo profundo del mar, entran

largas penetraciones desde las piezas

hasta el mar, desde este opaco puerto sin geometría, y allí

pescadores azules, en la madrugada, se arrojan al sonido,

buscan el humo del deseo, la humillación del fuego,

el polen sudoroso de las impregnaciones sucedidas,

el llamado ante el cual la música se vuelve un mutismo

de tristes trapos terrosos,

porque el mar los envuelve con sus múltiples lenguas salobres

y en su siseo suena la sucesión

de cuerpos que se quiebran como duras espigas

sobre otros cuerpos:

 

azules buzos se arrojan en busca de sus ojos,

azules buzos adoptando la forma del semen

navegan por la expansión del tacto,

azules buzos envueltos en circunciso pelaje suave

se desuellan hasta los huesos consumirse

en sal

o polen,

se arrojan en busca de sus ojos fundidos

con el tiempo del sol entre las aguas.

 

Es la fiebre del mar, la permanencia del océano

en sus cuatro párpados abiertos desde lo oscuro que suena,

su licor hecho de aroma,

su límite que como un desdentado repliegue

se alimenta en las estrías de la nada

golpeando su tejido, golpeando, ritmando

los sucesos de los cuerpos.

 

II 

Por eso ahora busco el tapiado hocico del viaje

en que la luz huele su sangre sin color,

por eso busco un propósito de humo acumulado

en las ventanas de bares con olor a vinagre, huellas

de barro en las tablas, busco, por eso, falsas señas,

el sentido del transcurso y no el camino, 

las especias con que hipnotizar la muerte,

la sangre del caballo hundiéndose entre la leche negra, busco

el obseso, por sobre todo, el obseso de ciertas cifras,

como el silencio;

el viaje, por sobre todo, el viaje,

el reloj enterrado atrás de la pared gruesa del tiempo,

busco el sentido del transcurso

entre las ondulaciones verdes de las orquídeas del océano,

que sus redondos puñales entren en mis ojos,

y que como un esqueleto de arena me desnazca

al contacto de las aguas,

porque hoy me lo ha dicho la escritura

amoratada de los labios del vino,

su menstruación oscura, me lo ha dicho

el óxido de ciertas perillas

que nada cierran ni ocultan, las flores que crecen

en los hombros de las arquitecturas del delirio.

 

Y bajando por los cerros, entonces, desde los cerros, calle abajo,

veo a los viajeros seguir el olor a sexo húmedo de las algas,

ese aroma que los hace abandonar

a sus esposas tristes y sucios y pequeños hijos,

el polvo del patio donde crecen los codos cortados

de la nada, los hace abandonar

el sentido de lo prometido y ahondarse

en la negra leche del océano:

somos los embozados del viaje,

los que nos creció el esqueleto en todas las direcciones posibles

de la flor y, así, entre el espacio de la sangre y la carne

nos fuimos hundiendo como semillas de nosotros mismos,

abastecidos de falsos presagios y joyas de oropel,

abastecidos por el húmedo humo sexual de las algas

que nos hace soñar con largos ríos de sal y el ritmo

de las olas entrando unas sobre otras y otras sobre unas

hacia adentro de lo afuera hacia afuera de lo adentro otras sobre unas, ensortijados

en los anillos del mar, las olas clavando

orillas en mitad de lo profundo, haciendo el presagio de lo no venido,

caballo relinchando en círculos hasta deshacerse en espuma negra,

condición del océano, tatuaje seminal del obseso, escribanos

de las olas, navegantes,

navegantes,

veremos un día en nuestras manos

nada más que la sal quemada del tiempo, 

el tapiado hocico del viaje en que la luz huele su sangre sin color,

y sin embargo seguiremos hundiéndonos por las noches

como buzos azules en busca de sus ojos,

desollándonos hasta que los huesos se consuman

en sal

o polen.

 

La playa sola

 

Déjame mentirte un poco

en este océano de polvo quemado

en que nos empezamos a ir,

entre estas dunas fundidas déjame mentirte,

cortarte el rostro de risa –como esas aves

que a veces cortan las mejillas del cielo-,

o para que veas las escaleras enterradas en el aire,

peldaños de arena enterrados en el aire, más adentro

de este océano de polvo quemante donde la mentira

es lo único que nos dejan las olas

como un débil tejido de sueños de infancia,

porque ya han partido los pescadores azules

en busca de sus ojos extraviados en lo profundo del mar,

quedamos sólo los cobardes, los ciegos,

las tristes esposas y los sucios y pequeños hijos,

prostitutas enfermas, de piel desgajada como cal,

prostitutas de ojos largos como brazos hambrientos;

y colegialas que se masturban

entre sábanas de piedra. Entonces, en estas olas

que muerden el límite de su regreso

con una baba de humo duro, en este

quemante polvo de mar, déjame mentirte un poco, así

te puedo tocar mientras sueñas

con aquellas aves que en el vuelo se incendian

–y que a veces cortan las mejillas del cielo–, así

te puedo ver esculpida por el peso de mis dedos sin sombra,

como aquel dios remoto y durmiente te forjó

en el éxtasis imposible de la materia.

 

Entonces, aunque para ti todo esto no sea

más que las cicatrices dejadas por el fuego en la luz,

su delgado tejido de lenguas sibilantes, o una manera de huir

de los días que se aplastan entre los muros la cabeza,

en un puerto opaco y sin geometría, déjame

mentirte, déjame mentirte un poco, deja recorrerte

como te recorrió el agua que en ti devino en sangre

ojos pies hombros sudorosos de alas que no nacen,

y quema el mediodía con el queroseno de tu líquido

de piernas abiertas hasta quebrarte los huesos del sonido quebrándose;

incendia estas amarillas dunas como césped fundido,

entierra tu cabeza a través de ellas, entiérrala mientras te quemas

los ojos a medida que se hunde y mientras las piernas

suenan abiertas de huesos que se separan sonando,

hunde tu cabeza con la boca siempre rota en las dunas,

traga su olor ardiendo, su altura chorreada hasta

que la boca separe su origen del rostro y se hunda por separado, mi

desmembrada, dos alas en diferentes cielos, y así

entrar tú afuera hacia mí adentro tuyo, y dejar que pase,

que el tiempo de irnos pase, el tiempo de conocernos pase,

el tiempo de olvidarnos pase, y todo lo desperdiciemos en esto

de mentir y de tocar,

y soñar y vivir,

irremediablemente, porque nos encontramos

 

como dos gotas en medio de un mar quemado.

Alta mar

 

Pienso en tus manos, en el peso de sombra

que dejan en el aire,

una mancha que se abre por dentro. Pienso

tu nariz volviendo tibia la respiración del viento,

una mañana a través del cemento oscurecido de húmedo

y esas hojas aplastadas por otros pasos, pienso

en ese puerto desdentado de escalas, mordedura

al cielo, alta, altamente pisada por la altura, los cerros

vertebrales. Y alta

mar, te pienso,

con los ojos duros de las aves

en la textura del recuerdo, y por más que me hunda

y aparezca y me aparezca

el oscuro cuello de tus cabellos como un  tallo negro,

y me aparezca y desaparezcas, por más, no

hay, no

encuentro, no veo

la ola de tu dirección, solamente

alta mar, el mar, su sal saldando la sed, entiendo

a la piedra, entonces, entiendo a la piedra negra y horadada,

su espalda respirante de tiempo sin pálpito,

aire duro de negro, carbón quemado por el humo de los tumbos,

porque el mar es puro humo en alta mar, arriba y abajo

es humo y un fuego que empieza en los ojos,

respirante.

 

Así tengo tus manos, el peso de sombra que dejan en el aire,

la mancha de tu nombre volviendo asquerosa la comida,

el agua, la piel tocada por mis manos, haciendo

que lo restante a esa mancha, a ese peso de sombra,

no sea más que el desperdicio de las olas,

la distancia pudriéndose en el tiempo

adentro de un cuerpo enterrado.

Textura de la huella

Al fondo de estos ojos el mar sube a mirarse

 

TODO PARECE UN JUEGO

HASTA QUE APARECE LA MEMORIA

Al fondo del pecho los pájaros se dejan caer

hasta chocar contra el mar endurecido de la sangre

se dejan caer              ya

me vuelvo el humo del frío en tu boca

ya me vuelvo la piel del viento

al despedazarse la cara contra el mar

Los anillos se deshacen en mi pecho

negros             anillos

con voces persiguiendo el sonido ruedan

 

como botellas silenciosas por las sábanas

 

ruedan            párpados circuncisos

escaleras abajo

Al fondo de estos ojos se ve el mar

Se ve el mar a través del rostro de un pájaro

 

como un suelo de botellas quebradas

por donde camina de rodillas el sol
Solamente  hay que anunciar

el olvido en puertas ajenas (Esas puertas

donde las llegadas no nos pertenecen:

sólo las partidas, sombras de nosotros mismos)

 

Huelen a aluminio quemado bajo la lengua

Las palabras huelen a aluminio quemado bajo la lengua

mordeduras del sonido salivazos del silencio Al fondo

de estos ojos el mar sube a mirarse:

 

EL OJO ES LA CICATRIZ DE LA IMAGEN.