Por Patricio J. Gómez Garcés
“Nada me importaba saber qué era el mundo.
Sólo quería saber cómo vivir.”
-Ernest Hemingway
Dicen los vivos, sin manera alguna de comprobarlo, que al morir, los fotogramas de nuestro pasado acuden a los ojos, como pidiendo una segunda oportunidad. No lo sé de cierto, pero dado a romantizar aquello que de otro modo me sería incomprensible, me gusta pensar que mientras atenazaba con firmeza entre los muslos su escopeta de doble cañón, colocaba las plateadas cuencas bajo su barbilla y acariciaba, como un amante, el gatillo; Hemingway recordó. Se vio a sí mismo en Cuba, navegando con Gregorio Fuentes, el capitán de Pilar cazando alemanes en la costa; se descubrió conversando con Martha Gellhorn, y dándose cuenta que era por ella por quien doblaban las campanas; se perpetuó en un tren, leyendo el suicido telegrafiado de su padre; se escuchó llorando como un gato frente al mar y bajo la lluvia, volviéndose después, con el rostro sereno, como si nada hubiese pasado; se encontró a sí mismo de pie, en un lugar limpio y bien iluminado, absorto en las palabras de su psiquiatra, la máquina de escribir. Al final, me gusta imaginar que Ernest Hemingway se calzó los guantes de box –rojo escarlata–, y desafió a la ‘gran señora’: se puso en guardia, listo para el enfrentamiento final. O que, desnudo y solo, se plantó al tren embravecido de su memoria, listo para arrollar o ser arrollado. Sin medias tintas, sin optimismos vanos.
Me gusta imaginar esto porque hay campanas que tañen para siempre. Y Ernest Miller Hemingway era una campana que conoció la realidad, y en lugar de dejarse deslumbrar por ella, golpeó la página en blanco como una incansable puerta, porque sabía que no existe otra manera de entrar a la sala de estar del mundo que escribiendo.
Este perenne tañer, ensordece al lector cuando se adentra en una historia de Hemingway. En sus relatos no pasa nada, hay diálogos sobre nubes que parecen blanquísimos elefantes, o discusiones sobre la soledad de un taburete vacío en un bar de oro; y sin embargo, pasa todo. Como los fotogramas del final de una vida, como un tren que corta el paisaje con su trajín; uno lo ve todo desde los ojos de Papá Hemingway. Al cerrar un libro, uno se siente valiente, con ganas de salir a la calle y gritarle al viento y a la noche: “¡No tengo miedo! ¡Te espero!” Por otro lado, si uno fue bendecido con el oficio más solitario del mundo, siente que ha salido de una cátedra sobre cómo contar una historia.
Papá fue mucho más que un hombre. Más que un personaje. Los periodistas lo llevan a su esquina, como manera de defenderse. “¡Tuvimos a Hemingway!”, gritan. Los académicos lo ensalzan, orgullosísimos. Los escritores lo siguen, con los brazos hacia arriba, como quien sigue a un profeta. Los veteranos lo consideran su viejo amigo, y ladean una sonrisa porque al menos existe alguien que conoce lo que es andar con los ojos enrojecidos por la pólvora, o el vaho de la muerte. Los pescadores, cuando viajan en mar abierto, repiten las palabras de Santiago, sus largos monólogos, y sienten que se les inflama el pecho y que nada puede derrotarlos.
Hemingway es atemporal. Todos llevamos algo de él dentro: su rectitud, su valentía, su pasión por la vida. Todos llevamos oculto en las letras más pequeñas del contrato de nacer, “Ernest” como segundo nombre. Hay campanas que tañen para siempre.
Y hay fogonazos que nunca se apagan, detenidos en el aire como luciérnagas. El disparo que mató a Ernest Hemingway –o el Hemingway que mató al disparo– nunca acaba, sigue rugiendo. Pocos días han sido privilegiados con albergar bajo su manto a un hombre realmente apasionado: enamorado de las negatividades de la vida, de sus estallidos matinales, y sus atardeceres de telón.
Quiero creer que el 2 de julio de 1961, el viejo Hemingway ladeó una sonrisa al ver que el telón del día ascendía proyectando resplandores anaranjados, mientras la Muerte aparecía a sus espaldas, vestida de mujer, con un largo abrigo beige, una boina gris calada a la francesa y una polaroid al cuello. Me gusta confortarme en el hecho de que al final, y mientras alzaba el torso en un último suspiro para mantener firme el arma, Ernest Hemingway supo que toda su vida había valido la pena por ese instante de amanecer. Él que siempre había sido un aprendiz de la vida y un provocador de la muerte, aprendió que el verdadero viaje, apenas estaba comenzando. No había mejor punto final que un disparo.
Todo esto, indulgente lector, no es más que un híbrido de fe e imaginación. No lo sé de cierto, y ojalá nunca sepa realmente qué desfiló por la mirada del viejo aquella mañana. De ese modo, cada vez que acaricie los lomos ajados de mi biblioteca personal, y me encuentre con un Hemingway, escucharé una campana tañer. Muy lentamente, como jugando a ser murmullo o despedida.
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Patricio J. Gómez Garcés
Mexicano; nacido el 20 de enero de 1995. Ha publicado en algunas revistas literarias como La Pluma del Ganso, Absurdo y Danludens. Ganador del Concurso Nacional de Cuento Preuniversitario Juan Rulfo, de la Universidad Iberoamericana, con el cuento ‘Como sonríen los filibusteros’. Ha dirigido talleres de poesía, editado y recopilado publicaciones literarias, y ha participado en diversas lecturas de poesía y concursos literarios a nivel nacional. Ama el Jazz, la Literatura y el cine. Fuma porque le gusta suspirar azul y roba libros porque las joyerías y los bancos ya son lugares muy comunes. Escribe y escribe, porque no encuentra otra manera de concebir el mundo.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…