Por Elsa Fernández-Santos

Los dibujos inéditos de la poeta se reúnen por primera vez en un libro.

A la fascinación mitómana que rodea a la figura de la poeta suicida Sylvia Plath y su cruel reflejo en el marido infiel y poeta laureado Ted Hughes se suma ahora una faceta poco conocida de la autora de Ariel: el dibujo. Los inéditos, conservados hasta su muerte en 1998 por Hughes, fueron sacados a la luz por sus herederos en 2011 y reunidos después en el libro Dibujos, que publica en España Nórdica. Apuntes en tinta o carboncillo que demuestran cómo la mano de Plath no se limitaba a la escritura sino que era también una delicada y talentosa artista.

Los dibujos de Plath son bocetos que recogen instantes de su vida cotidiana, esquejes de un mismo brote creativo que ilustraban las páginas de sus cartas, postales o diarios. Unas vacas en Grantchester Meadows, unos barcos pesqueros en Benidorm o los tejados de París, en una carta a su madre la poeta describe arrebatada su felicidad tomando apuntes del paisaje español ante su atento esposo: “Ted quiere que haga más y más…”. La carta, fechada en 1956, durante la luna de miel de la pareja, está acompañada por un retrato de belleza conmovedora: la cabeza de él, su portentoso perfil, idealizado por la mujer que evocó la sombra del padre (del hombre) ausente en Papaíto o El coloso (“Se necesita algo más que un rayo / para crear tanta ruina”).

El suicidio de Plath en 1967 sembró de hostilidad la vida del siempre callado Hughes. “Una persona que muere a los 30 años en pleno desconcierto de una separación, permanece fija en ese desconcierto”, escribió Janet Malcolm en La mujer en silencio. De algún modo, estos dibujos ahondan en esa extrañeza: muestran la calma que precedió a la tormenta.

Frieda Hughes, hija de la pareja, recuerda en el prólogo del libro que su madre (que también vivió la maternidad como un conflicto) estudió arte desde niña y que en secreto ambicionaba que sus poemas se publicaran junto a sus dibujos. “Fue un elemento importante en su vida. Cuando era adolescente, recibió clases particulares de arte de una tal miss Hazelton, y, ya adulta, escribió en su diario que tenía sueños de grandeza y esperaba que el New Yorker utilizase sus ilustraciones junto a su obra escrita”.

“Los dibujos de este libro”, continúa Frieda, “son la colección que mi padre nos regaló a mi hermano y a mí antes de fallecer… Aunque los repartió entre los dos, mi hermano me pidió que los guardase todos yo y los conservase hasta que, cuando tuviéramos tiempo suficiente, pudiéramos organizar una exposición.. Pero la vida se interpuso, y pasaron los años, y luego, trágicamente, el 16 de marzo de 2009, mi hermano también se suicidó”. Los dibujos, añade, no se exhibieron hasta noviembre de 2011, con motivo de su venta en Londres.

La hija, hoy única superviviente de este fatal naufragio, recuerda que Plath a menudo reconocía que era Hughes quien la empujaba a crear, “cuando se bloqueaba o sentía que había perdido el rumbo”. Y cita también a su padre, quien en sus Cartas de cumpleaños —el brutal poemario que Hughes publicó antes de morir, su turbador diálogo con su mujer, la muerte y la culpa, los versos que rompían su aplastante silencio de décadas— incluye Dibujar, poema dedicado a Sylvia y sus bocetos: “Dibujar te serenaba. / Tu infernal pluma / era como un hierro candente. Los objetos / sufrían con su nueva apariencia, torturados / hasta alcanzar la nueva posición. Mientras dibujabas / me sentía relajado, tranquilo (…) Seguías tenazmente dibujando, atrapando detalles / hasta que lograste apresar toda la escena. / Ahí está. Rescataste para siempre / nuestra mañana del olvido”.

 ***

En: Babelia