Por Miguel de Loyola

En El héroe discreto, Mario Vargas Llosa atrapa al lector mediante una historia que reúne las características del thriller de los últimos tiempos. Personajes claramente estereotipados, configuran una madeja de intrigas tendientes a mantener vivo el estado de atención del lector. Aquel  estado, por cierto, extraviado en centros de mayor poder atencional, cuando las nuevas generaciones viven pegadas al teléfono móvil, la computadora, la música,  las imágenes, los juegos electrónicos,  y a otros tantos puntos de interés.

Sin embargo, la maestría del Premio Nobel peruano consigue su objetivo, a pesar de arrancar también más de algún bostezo en los viejos lectores, porque al principio la historia carece de verosimilitud suficiente para mantener la tensión. La ironía descarnada y la distancia afectiva del narrador, aleja en vez de atraer a los lectores acostumbrados a la moderación y al libre desplazamiento de los protagonistas perfilados en las grandes novelas de Vargas Llosa.

Sin duda, en esta novela, los personajes adquieren las características de los títeres, de los autómatas escogidos para producir un efecto determinado. Los buenos, son buenos buenos, y los malos son malos malos, no hay matices, no hay seres de carne y hueso, sólo estereotipos creados y recreados para ejercer una función concreta dentro de la ficción. Así, uno de los protagonistas, Felicito Yanaqué, pasa ante la vista del lector -las más de las veces- como un perfecto imbécil, a pesar de sus virtudes; para no hablar de los mellizos, hijos del ricachón Ismael Carrera, los cuales son denominados por su entorno como hienas; apelativo rotundo que demuele, en vez de  configurar la personalidad -supuestamente malvada- de los personajes. En ese sentido, la novela peca de la morosidad convincente para recrear la naturaleza ignominiosa de dichos personajes, a pesar de las cuatrocientas páginas que alcanza el relato.

El thriller es hoy el género narrativo en boga, y acaso sea el destino final de la novela de nuestro tiempo. Es sin duda la corriente principal, y me temo que no sólo por un asunto meramente comercial, sino también intelectual, por la necesidad de los tiempos de entretener a las grandes masas ociosas, generadas a partir de la llamada posmodernidad y del neoliberalismo imperante,  que permite a muchos seres de las más diversas clases, vivir holgadamente en el mundo entero. En consecuencia, hay un mercado muy amplio que abastecer, y las grandes editoriales no pierden su tiempo. Y el escritor, inmerso en  un mundo de esas características, y buscador incansable de posible lectores, los encuentra por montones en el thriller. El resultado son estas obras tipo ladrillo, por la cantidad de páginas de más que contienen, las que circulan hoy en el mundo entero, destacadas siempre en primer plano en las grandes librerías, y publicitadas en los medios de comunicación masivos. Y las que, no obstante, permiten capturar todavía aquel esquivo interés de las nuevas generaciones por la lectura de textos. Allí radica, sin duda, su mayor mérito, y su función: mantener el interés por la lectura y la sobrevivencia del libro.

«Contar una historia muy bien contada» es la tarea que se impone Vargas Llosa en todos sus libros. En la mayoría lo consigue, aunque algunos sean mejores que otros, no sólo por el cómo, sino también por el qué. En las grandes novelas el lector apenas se da cuenta del cómo, pero advierte claramente el qué. En las otras, ocurre precisamente lo contrario, y tropieza en cada párrafo con el mecanismo mal disimulado de la creación.

El héroe discreto, es también una parodia que por momentos alcanza un nivel muy interesante de crítica a los asuntos puntuales que hace referencia, pero el grado caricaturesco de los personajes, no la hace del todo  convincente, a pesar de la enorme profundidad de opiniones como la siguiente:

«la función del periodismo en este tiempo, o, por lo menos en esta sociedad, no es informar, sino hacer desaparecer toda forma de discernimiento entre la mentira y la verdad, sustituir la realidad por una ficción en la que se manifiesta la oceánica masa de complejos, frustraciones, odios y traumas de un público roído por el resentimiento y la envidia.  Otra prueba de que los pequeños espacios de civilización nunca prevalecerán sobre la inconmensurable barbarie.»  

Este párrafo parece anunciar alguna clave. Explica muy bien lo que está pasando en el quehacer periodístico, con el manejo de la información, pero también apunta -entre líneas- hacia el quehacer de la novela, en cuanto a espacio de civilización que, muy por el contrario, esperamos, prevalecerá -como lo ha hecho hasta aquí- ante la inconmensurable barbarie.

 

Miguel de Loyola – El Quisco – Febrero del 2014