«Siempre me roban el reloj” de Aníbal Ricci.

Por Magdalena Becerra

“Siempre me roban el reloj”, es la nueva propuesta narrativa del escritor Aníbal Ricci, que presentada como la escritura biográfica del autor, interroga las unidades narrativas tradicionales y escudriña en las formas secretas del tiempo a la luz del oficio escritor.

Escritura que se vuelve sobre sí revelando sus procesos compositivos, que levanta principios escriturarios exhibiendo su funcionamiento en plena ejecución, que por este carácter metanarrativo, se  asemeja a una poética, un manifiesto, un decálogo de escritura, pero inserto en una crónica o diario de vida que contiene íntimas memorias. Desde su estructura encastrada, espacio de especularidades en la forma de un sueño dentro de otro sueño, “Siempre me roban el reloj”  propone un entramado discursivo que no deja de referir a su propia construcción relatora.

 Su limpieza expresiva,  la simpleza de su sintaxis, la utilización de un lenguaje cercano, abierto, coloquial, a veces confidencial, permiten entablar con el lector cierta complicidad que demanda a este, una participación activa en la construcción de la historia. En permanente digresión discursiva y desde una visión panorámica, el autor; narrador-personaje  nos  habla de sus memorias emotivas, sus miedos, ambiciones; de la coyuntura y  mundo actual. De créditos bancariosde “los rostros del tren subterráneo”, de los eventos de lanzamiento de sus libros “El rincón más lejano” y “Meditaciones de los Jueves” (2013), y la venta de sus ejemplares en tertulias de cerveza celebradas en las “Las Lanzas” y el “Café Dante”, de las medias caladas de una mujer desconocida en el paradero, “una misma mujer, pero mucho más acogedora”, de las almohadas del Home Center, de los dolorosos años de dictadura, de “la noche encendida de Plaza Italia”. De Gloria, Magdalena  y  “viajes a ninguna parte”. Del funeral de su tío Luis Carreño, que hace poco gozara con los goles del matador Salas y los triunfos de Sampaoli. Sobre una prostituta que no tiene donde vivir, cuyo hijo al cuidado de su abuela les dice madres a la dos: “Nadie comprende su trabajo, más bien el trabajo la eligió a ella”. Pero este recorrido biográfico también es explicado como búsqueda depurativa de sus desamores y antiguas disforias: “el amor verdadero se traducía en un artificio placentero que me situaba primero en la fila gastando dinero a cambio de sexo, pero al menos, no lo despilfarraba oyendo palabras que no merecía”; ablución de las sombras del pasado: “Siluetas extrañas que quedaron atrás y sus rumores ya no hacían daño”.

 El desarrollo de una fábula dinamizada en la tensión obra-vida,permite atisbar una alternancia holgamática marcada por los fragmentos que dibujan la vida real del autor y los que corresponden a la realidad de la obra artística, desde un espacio cero, desde el silencio interior de “la pirámide”, en “la espiral” que conecta la cabeza con el cuerpo,  cuya energía “proviene de todas las latitudes y de todos los continentes”. Desde  un momento primigenio que transporta al narrador  “al inconsciente colectivo escrito durante miles de años en todos los lugares del planeta”. “Energía que entra por los pulmones y fluye a través del sistema nervioso”, que se revela en el ritmo tántrico de la prosa y actúa como diapasón de la escritura automática, desde el biorritmo o marcapasos de un reloj interno, que constituye, gracias a “procesos psicológicos asociados con la maduración y la toma de conciencia”, el sustrato necesario para los procesos incubatorios de imaginación literaria, permitiendo descubrir “zonas del cerebro que antes estaban dormidas”. Escritura como huella psíquica del inconsciente en tanto lugar signado por la memoria, que facilita la elevación espiritual, la conexión con la “sabiduría acumulada en tiempo inmemoriales”.

Mediante remociones de luz y sombra, como en los juegos barrocos del claro-oscuro, el narrador-personaje que medita la historia de su vida, se deslee de un espacio para reaparecer en otro punto de un itinerario invertido, en el agujero del gusano, desde la espuma cuántica;  transita entre el tiempo real y  el simbólico desde un espacio cero, infinito, en el centro de la pirámide , donde los tiempos de la humanidad se alinean y es posible extraer el necesario poder revelador y prescriptivo que demanda la escritura.

 Así,  en “la alegría de Sísifo”, con el objetivo de “mover la roca hacia una nueva cima (…) en la montaña imaginaria”, el narrador interroga un pasado remoto que encuentra cada noche en la misma mujer “que (le) hace escalar una y otra vez la montaña”, para sentir su energía vital y para, como señala: “volver a meterme en su útero”, principio generador de vida, eterna “Atenea”.   Búsqueda de la trascendencia en un  “número secreto”,  “código vital” cuyo significado aparece literalizado en  ciertas claves  que el narrador provee para interpretar el sentido de su biografía; códigos que sólo tienen ocurrencia en el sueño como realización oculta de su voracidad vital, deseo de trascender en/a la escritura materializado en las grandes construcciones arquetípicas que desafían el tiempo: “Tengo que respirar profundo nueve veces. Las tres primeras expanden mis pulmones y justo antes de dejar partir el tercer aire, vuelvo a estar dormido en la base de la pirámide”. Nueve es la insinuación del número capicual, código secreto que abre las puertas de la trascendencia, en la vida, en la escritura: Nueve es el signo del genio artístico y talento para la escritura, sentido humanitario, tendencia al romance y a lo emotivamente sentimental. El número de la persistencia, generosidad y capacidad de empuje. La lucha contra la dispersión. “Uno es cabeza, cero el aura y ocho el fluir de pensamientos. Uno, máquina de ideas y sentimientos, cero el vacío del espacio e infinitos los planetas del universo. Uno, cero y ocho conforman un código”. 

 Son la atención flotante,  la libre-asociación, el fluir del pensamiento,  los principios que sostienen el discurrir de los acontecimientos; sólo en la posible conmutabilidad de los signos se libera la conciencia del narrador, permitiéndose su acceso a planos secretos,  invisibles de la realidad: “el agua fluye por mi cuerpo y me desahogo de las normas sociales”, “No estoy alucinando; quiero que el mundo cambie de perspectiva. Respiro profundo tres veces y de inmediato me transformo en pájaro”. En el albur de las palabras, sigue en una caída libre la ruta por la que lo llevan  las posibilidades de escritura: “Es un camino arduo que se disfruta en cuanto van surgiendo las palabras. Uno deja reposar las frases, meditando a cerca de su sentido y en ese instante de silencio, surge el final perfecto”. Escritura introyectiva, a la que parecen corresponder los fantasmas y abismos de la vida del escritor, autor ficcionalizado que sólo adquiere identificación propia en la representación simbólica de su delirio: “Me acompañan unos hermosos caballos ajenos a mi presencia. Los perros se acercan pero no logran alejar mis sueños (…) Recordé el sueño antes de despertar. Mi madre hablaba en un lenguaje extraño en el que solo tenían sentido los alimentos. En vez de palabras cariñosas me ofrecía diversos platos de comida”.

En parmente estado de fuga, la intuición contemplativa del narrador conduce al lector a espacios inciertos, a “navegar por aguas turbias”,  a internarse en pasajes oscuros cómo los de la noche en “La plaza Italia”, instancias definidas por la bebida alcohólica, en la psicosis de Kofnakof,  cuando el tiempo se edita, se dilata, se elide; se bloquean fragmentos mnémicos por la excesiva ingesta de alcohol, el narrador se pierde en el tiempo de su personaje y el correlato realidad-sueño, vida y escritura  eclosionan en la memoria; se percibe la incertidumbre óntica del personaje , se asoma la locura : “Estoy en medio de restoranes lujosos del patio bellavista, no tengo dinero para el desayuno, pediría prestado en las mesas pero lo comensales aún no han llegado ¿estaré alucinando?”. Flâneur de la bohemia santiaguina, abismado por las sinuosas formas que adquiriere la noche, acude al encuentro liberador de las sombras, donde le asisten personajes de míseras existencias, “seres difusos que circulan sin rumbo”, en un punto en que la diégesis del relato se funde con el tiempo real de la historia, como en las “fantasías de cronenberg” o en el encuentro intertextual con Bukowski “-Tengo cuarenta años/-debes llenarte de Vacío y dejar de temer/-quiero besar tu pubis esta noche/-otro whisky?”. “Abro los ojos y una mujer con medias caladas está sentada a mi lado. La presiento como un cuerpo acogedor. La tomo de la mano y le digo que me invite un trago en la Plaza Italia (…) sólo queda una diminuta prenda de color negro y desnudar su pubis magnético sin idioma”. En este vínculo crono- tópico, el reloj, objeto mágico en la tradición oriental, aparece como un secreto regulador del pulso de los acontecimientos; reloj sin-crónico que absorbe el tiempo del relato en una circularidad ritual, como en el mito del eterno retorno, pero que paraliza su curso frente a la imposible marcación inversa de los hechos consumados, hechos que el narrador-personaje experimenta principalmente en sus desbordes etílicos, cuando día y noche se confunden,  cuando se apaga la conciencia, se enciende el sueñoy “siempre [le] roban los relojes”; cuando el tiempo se detiene y el  Missing of times secristaliza en la representación de una escena única y eterna, tenaz en la memoria  e imposible en su recuento. Así, los momentos infinitos, puertas inveteradas de acceso al  tiempo universal, se expresan en la subjetivación del goce, en la paradójica experimentación de la evanescencia, la fruición liberadora del placer: “Un instante exquisito, fugaz. Abrimos una botella de, un sauvignon blanc. Para no ser los esclavos martirizados del tiempo –como dice Baudelaire- embriáguense, embriáguense, sin cesar”. Finalmente, eso es el flâneur: “un permanente ir tras la huella entre la sorpresa y el shock, inerme ante el azar, vulnerable al asalto” (76) [1]. “Riesgo y peligro para que nuestro andar adquiera valor”. “Pompeyo en palabras de Plutarco, descubría que “vivir no es necesario, navegar, sí” (…) Jugarse por entero en un juego de dados”.

En el delirium tremens, cuando lamente deja de grabar el tiempo  en el black out de la conciencia,  los acontecimientos siguen una cardinalidad regresiva y la fábula se torna insostenible; el tiempo fluye sin avatares hacia su incierto devenir, el “futuro que cambia tras cada decisión” se expande en el efecto mariposa, y la vivencia velada, confusión y olvido, dotan la historia de una fractalidad que obliga al lector a reponer  las textualidades ennegrecidas por  esa temporalidad en suspenso;  a leer las posibilidades del tiempo desde el efecto dominó o como un cuadrado sator; cuando el narrador-personaje aterriza “en un asiento al lado de unos traficantes que apenas se hacen entender”, “en medio de restoranes lujosos” con sólo ochocientos pesos o en un paradero de buses donde espera, mareado, que el frío lo despierte de madrugada. Pero esta amnesia lacunar, justificada en el perfil de un personaje bizarro, temerario, borden line, es reintegrada a la meditación reflexiva del narrador como conciencia desdoblada del personaje,  -en una posición intermedia entre el autor y su bifrontismo con el personaje-,  desde un espacio de mediación entre ambos al momento del balance, del juicio moral: “Esta hora es como una respiración que vuelve tan segura como su desdicha, es la hora de la conciencia”. Es así también como el autor, en la voz de su personaje, caracteriza a otros personajes de la historia narrativa desde adentro: “El mozo trae la cuenta y la mujer la deposita en mis manos. Le digo que no me queda dinero y se enfurece. Se vuelve una mujer histérica, presumo un personaje del teatro del absurdo”; gracias a la tematización de los procesos constructivos de los personajes, revela los principios generadores de su invención y su sentido: “Pensamientos y emociones construyen los personajes, los imagino desde sus primeros adjetivos, escancias indivisibles que llevan a cabo mis otras vidas (…) Escribo vivencias de los rostros del tren subterráneo y me dejo llevar por personajes que explican aspectos ocultos de mi inconsciente”.

El epígrafe introductorio del libro, la cita de Edgar Allan Poe: “Todo lo que vemos o imaginamos es solamente un sueño dentro de un sueño”, es de algún modo un guiño al lector que no sólo resalta el carácter onírico de la obra, sino  su  complejidad compositiva, misse en abyme similar a la caja dematrioska, escritura metatextual que posee infinitos interiores tal como en un teseracto o hipercubo,  órgano geométrico desfasado en el tiempo, que por su condición anacrónica, impide atisbar los puntos que tocan el universo si no es en cuarta dimensión o en secuencias fragmentaria, en un atajo cósmico, capaz de atravesar el horizonte de sucesos y situarse simultáneamente en diferentes planos temporales  y niveles de acción. Especularidad que se revela en la construcción de los personajes como reflejos fractales del inconsciente del autor; espejos que se corresponden bilateralmente, diseminadas las identidades y  multiplicadas al infinito.  Una  teoría del caos según la que las  leyes de compensación del mundo serían las mismas que rigen el texto,  donde el sujeto que escribe no es la causa ni el origen de la cadena significante, sino su efecto, lo que se desprende del azar de los sintagmas respecto de un significado que se difiere y dilaciona continuamente. De este modo se rompe la verosimilitud del relato, se quiebra el pacto de lectura y se produce un giro significativo en la experiencia de los lectores, como refiere Umberto Eco al logro de un texto: “Un texto sólo resulta ganador y ‘bien hecho’ en la medida en que funciona como una máquina que apunta a crearle dificultades al lector […] incita al lector a rellenar el texto con informaciones que contradicen a la fábula y lo obliga a cooperar en la construcción de una historia que no sostiene” (34) [2]. Se pone en crisis el concepto de autobiografía, pareciendo ser el propio narrador el que relata las posibilidades e imposibilidades del texto en la vida del escritor. Contada la historia personal, la de Aníbal Ricci,  para que otro la escriba, se  desarrolla un  narrador-personaje tratando de interpretar, de leer y de escribir a su autor. Podría ser por ello que en la descripción metaliteraria no se habla de autobiografía.

“Siempre me roban el reloj” es una altruista reflexión sobre el oficio escritor, quehacer vital que también se vive en profunda soledad: “Cuando dejo de escribir solo deseo caminar no quiero un celular, que me indique la hora y menos responder llamadas”, esfuerzo, el de escribir, que absorbe la energía vital pero que, paradójicamente, constituye  la única posibilidad de reponerla, como señala el autor: “cada libro es un maestro que me deja vacío, sin ideas ni emociones, en un limbo que vuelvo a enfrentar, con el único objetivo de mover la roca hacia arriba”, saltando hacia el futuro, esperando ser “ invadido por un silencio interior”  para  “comprender el mundo desde una nueva perspectiva”.

“Siempre me roban el reloj”, es  un esfuerzo sincero por “escribir una mejor biografía desde el actuar”, en el cotejo crítico de una vida que aspira a la trascendencia. Meditación existencial sobre la “Evolución y expansión de la conciencia” y el oficio escritor, en esta nouvelle o novela breve es posible advertir diferentes entradas temporales que conducen al espacio de la memoria, desde el sueño. Desde el silencio, “de donde surge el final perfecto”.


[1] Malatesta, Julián. La imagen poética. Escuela de Estudios Literarios, Colombia, Ed. Univalle, 2007

 

[2] Eco, Umberto (1990): Lector in fábula. Barcelona: Lumen.