Por Rolando Rojo R.
Le vendan la vista con un pañuelo y sube a trastabillones los peldaños del sótano. El aire de la noche le acaricia el rostro congestionado. Lo empujan al interior del vehículo y alguien le ofrece cigarrillos. Sabe que lo van a matar y está dispuesto a resguardar sus decisiones hasta el último resuello.
Cuando la camioneta empieza a saltar en los baches del camino y un olor a potrero se filtra por las ventanillas del vehículo, comprende que han entrado a los suburbios. Imagina el día que está por nacer y que él no verá. Se pregunta cómo llegará la muerte a apoderarse de su cuerpo. Una llamarada fugaz y un golpe a la tierra con el peso de toda su historia. Distingue cinco voces, pero no logra descifrar los murmullos. A lo lejos, han empezado a ladrar los perros. Su cuerpo, insensible al dolor, se repliega contra el fondo del piso metálico.
Esa mañana, los hombres aparecieron sorpresivamente en el fondo de la calle, aunque él los vio con tiempo. Pudo retroceder, gritar, huir entre los vehículos que circulaban por la avenida. También escuchó el traqueteo del helicóptero sobre su cabeza. No pensó que venían por él. Los había imaginado atacando en la impunidad, amparados en las sombras de la noche, y no aquel lunes radiante de marzo, con algarabía de escolares en las puertas de los colegios. Se detuvo ante el escaparate de la librería y un golpe certero lo derribó de bruces.
-¡Guardia! –grita presionado contra el piso de la camioneta.
Una voz hostil le golpea el rostro. ¿Qué pasa, mierda?
-¡Entregue esto a mi mujer!- Con esfuerzo suelta la argolla del anular izquierdo.
Siente que le desprenden las amarras, le quitan la venda y lo trasladan a la cabina del vehículo. Las calles lucen desiertas y la tierra húmeda de las veredas absorbe la luz opaca de los focos. El sentenciado apoya la cara contra el vidrio y cierra los ojos.
El vozarrón hostil lo sobresalta.
-¡Baja!
Desciende con dificultad. Aspira el aire fresco de la noche. Abajo, muy distante, la ciudad palpita con reflejos cobrizos y una serpentina plateada la atraviesa de punta a cabo. Gira lentamente para contemplar el macizo andino que se alza a sus espaldas, pero choca contra un rostro moreno y duro.
-¿Hermoso, no? –lo interrogan en tono amistoso.
No responde. Se concentra en las crestas nevadas que se siluetean contra un cielo limpio. Sabe que es la última mirada al paisaje que da sentido a su sangre.
El rostro moreno le vuelca un aliento áspero en las narices.
-Es un país hermoso.- con el brazo extendido señala la amplitud del valle, la cadena de cerros que lo circunda y un cielo estrellado hasta la fatiga.- -Podrías vivir muchos años. Aún eres muy joven, muchacho.
Envuelto en un silencio de crisálida, el sentenciado contempla el palpitar cobrizo de la ciudad. Piensa en su mujer y en su hijo.
-Sólo tienes que colaborar. Incluso, con recompensa económica. ¿Te parece?
El carraspeo gangoso de la voz, lo golpea, esta vez, desde la espalda. Gira lentamente. Mira el fondo de los ojos que lo observan y el escupitajo sanguinolento ensucia el rostro agresivo.
-¡Perro fascista! –alcanza a gritar, antes que el golpe le hunda la cara en el barro.
Vuelven a vendarlo. Sabe que el tiempo terminó y no tienen sentido las protestas. Erguido en la inmensidad de la noche, piensa que sólo será un fogonazo y volverá al reino de la nada. Escenas olvidadas de la niñez reaparecen con sorprendente nitidez en la memoria: el olor del abrigo de su padre, cuando, en tardes de lluvia, iban al estadio a ver al equipo favorito; los cuentos que le contaba la madre en las noches de invierno y que a él, lo ponían profundamente triste; la casa de la abuela con el patio cubierto de parrones; el último cumpleaños del hijo celebrado clandestinamente. El viento agita sus vestimentas. Sólo tiene que disociarse del cuerpo, sentirse ajeno a sus huesos, neutralizar el miedo con recuerdos. A orillas del camino, los hombres parecen discutir los métodos.
La luna resbala presurosa sobre un banco de nubes. Le desprenden la venda y el tenue resplandor que asoma del oriente, evita el encandilamiento. Poco a poco, empieza a distinguir los matorrales del camino, el cielo que se destiñe sobre las cumbres lejanas. ¿Qué puede venir, sino el silencio? Buscarán en su carne, lo que está más allá de las envolturas. El sentenciado se refugia en un crepitar de recuerdos.
Cuando el bulto, oscurecido por el resuello de la noche, se desprende del grupo, el sentenciado lo espera tranquilo junto al boldo del camino. El agresor baja la pendiente arrastrando un crujido de ramas secas. Un fulgor de luna menguante riela en la mano derecha. Quedan frente a frente. Empiezan a danzar el ritual de la muerte, el baile mortal de los alacranes. El agresor achica los espacios. Acosa. El aleteo frenético de la nariz felina. La hoja del corvo centellea en el amanecer. Se abalanza sobre la víctima y se hunde en el vientre del silencio. Como bestia engañada, vuelve a la carga. El silbido de fuego corta el aire. De nuevo están frente a frente. Bamboleándose como péndulos. Jadeando al unísono. Aguijoneándose a gritos. El exterminador corta el espacio con un rumor de alas y una ráfaga de fuego incendia el costado de la víctima. El olor de la sangre espolea el instinto depredador. Se trenzan cuerpo a cuerpo, insulto a insulto, resuello a resuello. Ruedan por la tierra húmeda. El agresor espera a la víctima con la sonrisa de deber cumplido y el corvo se anilla en la garganta agredida como abrazo de serpiente.
El cuerpo sentenciado rueda con las manos sucias de hojas y de pelos. Los primeros rayos del amanecer penetran por la boca abierta al cielo. A lo lejos, han empezado a ladrar los perros.
En: Antología de poetas y narradores. Cien Años del partido Comunista.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.