Por Diamela Eltit

 Quizás una de las novelas más arriesgadas y complejas del espectro literario chileno la constituya “Patas de Perro” (1965) de Carlos Droguett.

El autor nacional le imprimió a la escritura la velocidad necesaria para conseguir una coherencia entre su sujeto narrativo-Bobby, el niño-perro- y una letra cuando no descentrada al menos tan “acezante” como un animal sediento que ha utilizado en demasía sus patas. Droguett escenificó de manera tensa lo diverso y su impacto en los escenarios sociales. Trazó la diferencia como estigma debido a la dominación ejercida por el conjunto de los poderes fácticos.

El libro ”Patas de Perro” exploró de manera pormenorizada la trama social y consignó a la familia como un espacio punitivo ante la singularidad de uno de sus miembros. Mostró en cuánto los sectores populares resultan cooptados por las ordenanzas emanadas por las elites. Y después, exploró la escuela como sitio preferencial para implantar lo homogéneo mediante el ejercicio de la violencia constante para normalizar el cuerpo “otro” del protagonista niño-perro de la novela. Escenificó el castigo encabezado por el profesor (ocupante de un degradado escalafón profesional según la mirada descalificadora de la hegemonía) un profesor que, a pesar de su categoría de oprimido, no cesó de humillar, exponer y perseguir sin tregua la particularidad de Bobby. Más adelante, la policía se iba a esmerar en una vigilancia activa hacia un cuerpo que rompía los cánones.

Una de las características más valiosas de este texto radica en la “posición” de Bobby, su protagonista, porque el niño-perro, más allá de sus incontables penurias, percibió su particularidad como un atributo –ser niño y perro a la vez– la experimentó como la forma compleja de una nueva animalidad signada por la mixtura, un ser lúcido, inclasificable, en permanente fuga ante las categorías disciplinarias.

Pero Bobby resultó imposible. Se erigió como el mero destello de un deseo emancipador que no encontró un espacio en la sociedad local. Finalmente tuvo que irse, salir a la intemperie a ladrarle su ficción nómada a la noche perra.

Pienso que esta novela dotada de una estética y una poética poderosa es, en cierto modo, intemporal. Lo es en la medida que mostró los límites y las limitaciones de un conjunto social ajeno a sí mismo. Ya Michel Foucault lo indicó con claridad meridiana. Señaló cómo la disciplina se multiplicaba. Demostró que el sujeto disciplinado, disciplina a su vez a los otros de manera automática. La disciplina en tanto arma normalizadora mantiene las ordenanzas. Y así el control disciplinar se suma a las múltiples máquinas de vigilancia para sostener la estabilidad de lo que se podría denominar como “un estado de cosas” o una realidad inamovible salvo que la hegemonía estime necesario emprender algún movimiento de cambio.

El Chile actual simula hoy que ladra indócil un tipo de rebeldía. Sin embargo, no se puede desconocer la impresionante domesticación de la sociedad debido a los más de cuarenta años del control rígido por parte del capital. Día a día se perciben sus efectos. Si la riqueza al alcance de la mano es el sustento ideológico del liberalismo, esta premisa ha sido intensificada por el escenario ultra neoliberal que nos rige. El “yo” establecido como soporte ante a la posibilidad de un “otro”, la glorificación de lo privado en desmedro de lo público, la obligación de un pago incesante frente a cualquier atisbo de gratuidad (que genera las peores sospechas), el lucro como sede de los incalculables privilegios de un 1%, ha invadido todo el espectro social.

Pero, en definitiva, los grandes anestésicos con los que se consigue apaciguar situaciones sociales son las máscaras y los simulacros que inoculan “efectos de verdad” (como diría Pierre Bourdieu) para atenuar la gran soledad que atraviesa a los cuerpos. Solo por ejemplificar habría que pensar en Facebook como una gran máquina tecnológica que produce “efectos de yo” mediante una construcción seriada que muestra las mejores caras de sus incontables usuarios atrapadas en un homogéneo sitio multitudinario. Rostros (de cartón-piedra) que, en último término, se amontonan idénticos para incrementar el precio de la compañía en la bolsa de valores.

El Facebook es otra forma masiva y disciplinaria de domesticación pedagógica. Su formato seriado (tal como un supermercado) vende al usuario como un producto más o, dicho de otra manera, vende un anhelo imposible en ese formato: la singularidad. Desde luego, el Facebook, instrumento light de dominación, no es significativo, es un síntoma, pero muestra de qué manera los puntales del neoliberalismo han penetrado las sociedades. Precisamente el “self” y su mundo “selfie” se precipita como caricatura neoliberal y como evidencia de la explosión extrema de la imposibilidad de “yo” en sociedades fundadas en la acumulación de riqueza donde los sujetos operan como simples multitudes rentables.

Lo interesante de la proliferación alucinante de lo “selfie” es que se constituye como cementerio del yo en tanto centro estático y no dinámico del acontecer. Un mero signo numérico.

El arte y la literatura en particular no están fuera de estos flujos. En ese sentido se podría hablar incluso de una “literatura selfie” que puebla con mayor o menor eficacia los sistemas literarios al punto de la saturación. Pero Bobby, el niño-perro, no cabe en lo selfie porque desafía los disciplinamientos. Su irregularidad, la potencia de su ladrido, lo empujan a un nomadismo eterno esperando los signos siempre tardíos de un devenir que solo será posible sin fines de lucro. Sin fines de lucro para que relumbre el niño-perro o, por qué no, la niña-perra.

 

Columna publicada en The Clinic

Agosto, 2014