Por Cecilia Aravena

Cuando me vio comprar el boleto, el hombre me saludó  levantando su sombrero y   quiso saber a qué me dedicaba, luego de contarle que comenzaría mi internado sonrió y se puso a hablar.

– Del valle, ése llenito de cototos que no deja a las vacas reposar cuando pastan, de ése lugar que usted verá desde la colina,  partido por ríos flacos, llenito de vericuetos, pues de allá hay que partir hacia la carretera y atravesar el pueblo del Buen Pastor.  Lueguito tome camino hacia la costa. Cuando sus ojos se llenen del color aleonado de la tierra seca y vea los cerros calvos como mi cabeza, sabrá que llegó a la zona del secano interior. Si decide desviarse de la calle pavimentada que lo llevaría a la ribera y en cambio se va por el camino sinuoso de pura tierra y piedras, bordeando los cerros,  se estará metiendo en los brazos del Camino Seco. Son cuarenta kilómetros, subiendo y bajando cuestas, con curvas cerradas como una herradura, en auto más de media hora, en micro cerca de una y a caballo puede ser el doble. Es bueno que aproveche que hay sol y el camino está calmoso. En invierno el agua corre fuerte por ése terreno  haciéndole llagas profundas que  no dejan pasar ningún vehículo. La lluvia baja por las faldas del cerro, barriendo hasta las  raíces de las huertas por eso después la tierra olvida que puede dar cosecha. Queda pobre y estéril y  sólo es abierta a los bosques de pino.

En  cambio en verano el sol  nos busca porque no tiene corteza que calentar entre tanto pino y polvareda, por eso tenemos la piel curtida y andamos medio agachados, esquivando el tamo que levantan los camiones de las forestales, tragándose  el camino veinte o más veces al día. Usted verá que puede darle vueltas al cerro y no encontrar  a nadie en días, apenas podrá ver una estela de polvo que se mueve como cola de animal herido tras las máquinas, y si se pone de frente y lejos del cerro, le parecerá que una víbora de humo va devorando la  loma mientras avanzan los camiones. El plano es tan estrecho que  apenas hay un centenar de casas de barro anaranjado en torno a una plaza, ¿será por eso que caminamos como de medio lado? En ése dominio vive la gente de Camino Seco, entre la heredad de las empresas forestales, los recuerdos de los ancianos de cuando había más cultivos y animales que troncos. Los muros de los cerros  se levantan en nuestros patios, prestándonos sus polleras para que apenas podamos asentarnos en el borde.

El hombre se interrumpió para mirar un bus que partía, se quedó mirándolo hasta que salió de nuestra vista y tragó saliva. Me pareció como si estuviera despidiendo a alguien, luego continuó.

-La gente permanece allí por siempre, tal vez sus pesares los dejaron atados a los árboles, o echaron raíces que se volvieron piedra. En la espesura del bosque el viento trae a los que se fueron lejos y los deja dibujados en las cortezas u ocultos en las raíces. Así todos se quedan, aún cuando los despedimos y recibimos cartas, los días que vivieron en Camino Seco siempre vuelven. Sobre todo en verano, allí parece que el vapor que sale de la tierra revive los tiempos remotos y dibuja sus formas. Lo saben las  mujeres jóvenes que han sido preñadas por los afuerinos durante la época de desmoche. Por eso no lloran su abandono, a pesar de andar  con sus niños en brazos y otros que apenas caminan agarrados a sus faldas recogiendo callampas a los pies de los pinos. Apenas los chiquillos son capaces de caminar dejan de ir a la escuela. ¿Sabe señor? Le voy a contar; mi madre fue una de esas mujeres, ella llegó con un prostíbulo del norte que se instaló durante la tala,  se llamaba Esmeralda y sus ojos le daban sentido a su nombre. Yo también saqué sus ojos, aunque creo que es porque se me metió el bosque en la cabeza.

En ese momento, miré con atención sus ojos.  Me pareció que contemplaba  un lago profundo y quieto. Sus ojos no tenían nada que ver con el resto de su aspecto. Parecían joyas fastuosas y desproporcionadas  en su rostro curtido y flaco. Su mirada era bosque y se podía sentir la espesura fresca al mirarlos. Luego, su voz grave y acompasada me trajo de vuelta al terminal de buses de Santiago.

-Ella quedó encinta y tuvo que permanecer en el pueblo hasta parir, luego prefirió ser ella la abandonada a dejar a su chiquillo. Por esos lares no recuerdo haber visto a alguna mujer sin críos, propios o encargados. Nadie curioseaba nada, allá se habla poco, ¿para qué?  Decíamos que entre los cerros del secano y los árboles de los gringos estaba secuestrada nuestra voz. Las forestales eran las señoras de la zona, nosotros los allegados con predios cada vez más pequeños donde apenas alcanzaba para tener nuestras huertas y apagar el hambre.

Ahora la tierra ya no sirve para nada.- decían  los más viejos y apagaban la sed con agua ardiente. Con esa sentencia quedaban nuestros días contados porque todos éramos tierra y no podíamos ser otra cosa.  ¿Y cómo puede seguir la vida si uno ya no sirve para nada?. Sin sentido, así seguimos habitando ése lugar, olvidados de todo.  Allá se bebe mucho, yo creo que más de lo que se come. Es que es lo único que se puede hacer después  que el sol se pone. Durante el día uno se hace de algún trabajo, tratando de sacarle algún brote a esa tierra seca o buscando callampas a los pies de los árboles. Los de las forestales no se molestan si nos ven en sus predios, más bien se compadecen  que vivamos de los bosques. Dicen que somos fantasmas.

Se puso a reír, y su sonrisa de diente por medio me pareció que rejuvenecía su rostro, carraspeó un poco y comenzó a dar vueltas a su sombrero de fieltro negro, pasando sus manos por la orilla como si quisiera estirarlo. Antes que yo alcanzara a decir algo, él continuó. 

-Cuando murió Mercedes creí que no la vería más, pero ésa misma semana, el domingo apareció a la hora de la cena. Manuel me dijo, te voy a estar esperando en el bosque, subida en una rama alta desde donde pueda ver  la cima y los dos colores, luego se puso a reír, como reía cuando era joven y nos enamoramos.  Ya verá usted que allí sólo hay dos colores, el café de la tierra y el verde oscuro de los pinos. El cielo se pierde, entre el polvo que flota y el verdor de los árboles. Por eso no nos atrevemos a partir porque no sabemos ver de otros colores.

Cuando enfermé del corazón me trajeron a la capital, pero uno de estos días voy a volver al pueblo de Camino Seco, porque allá pertenezco y en ése lugar tengo enterrada a mi mujer, alguna vez tiene que terminar el tratamiento. Vengo todos los días al terminal y miro a los buses llegar y partir.  Escuche, es muy bueno que vaya un médico para allá  ¡Y tan joven que se ve usted! ¡Oiga, arrímese bajo techo, que el calor sofoca! ¿Cuánto tiempo más cree que esperará?, por lo menos una hora. Por eso venga a platicar un ratito, así se le hará más ameno el plantón. ¿No encuentra usted que uno vive esperando?  Igual es mejor esperar algo, que perder de vista para siempre la esperanza. Allá a dónde usted quiere ir, se perdió hace mucho. Convídeme usted un cigarrillo de ésos, gracias. Esta es la hora de la siesta, ésa que es para matar el tiempo y despertar cuando el calor se ha ido. Parece que nosotros allá en Camino Seco estamos siempre en siesta y no logramos despertar sin el calor y el polvo envolviéndonos. 

El hombre siguió divagando un buen rato más y se quedó dormido con las manos abandonadas entre las piernas y el mentón enterrado en el pecho. Recogí su viejo sombrero del suelo, le sacudí la tierra y lo puse al lado de su asiento, antes de tomar el interprovincial hacia Talca para encaminarme hacia Camino Seco.

 

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Cecilia Aravena nació en Santiago; la cuarta de seis hermanos. Es Asistente Social, Magíster en Ciencias Sociales y trabaja en el ministerio de Desarrollo Social hace 21 años. Antes trabajó en la Vicaría de la Solidaridad, durante los años duros de la dictadura. Le gusta escribir poesía y desde que está en el taller literario de Poli Délano, se atreve a escribir cuentos. Su pareja, Eduardo Contreras también escribe. Tiene dos hijos, Camila y Cristóbal. Su fascinación por el mundo rural proviene de su cariño por la Región del Maule donde vivió 13 años.