Por Francisco Ramírez
“Si alguien le conoció desde la época del colegio… y le soportó fui yo… Creo tengo cosas que contarte”, me dice Antonio Cáceres por el teléfono.
Nos recibe en su departamento. Tiene “tiempo para hablar”, cuenta. Hay una amplia sonrisa en su rostro al recibirnos: parece como si hubiese esperado toda su vida para referir el fenómeno que vivió.
Mientras transcurre este diálogo no deja de tener en sus manos una guitarra: no interpreta nada, salvo unas notas. No hay un solo momento en que no deje de sonreír. Hasta podría intuirse cierta demencia. Le da lo mismo: todo parece darle lo mismo, pues no se inmuta por nada. Ni siquiera se percata de la agonía del fotógrafo que esperaría algún gesto más “espectacular” de su parte.
Hoy, por primera vez, Cáceres nos da luces de la creación del escritor Fabián Queiroz en los años de “Olvídame”, uno de los textos más extraños escritos en el país, según diversos críticos nacionales, y del cual se cumplen 20 años de su publicación. Su autor, como se recordará, fue encontrado muerto en las afueras del edificio que habitaba en el centro de Santiago. Era el 28 de marzo de 2021. A falta de pruebas que indicasen lo contrario, el caso fue rotulado como “suicidio”, y así se mantiene hasta el día de hoy… A la hora de su fallecimiento, el autor tenía 42 años y muchos pronosticaban que se convertiría en el nuevo “enfant terrible” de las letras chilenas.
—¿Cómo recuerda a Queiroz?
—Ante todo, como un gran amigo. Le extraño y mucho. Fue una época muy linda cuando salíamos y nos quedábamos conversando hasta altas horas de la madrugada. Extraño eso.
—¿Él pensaba lo mismo?
—Probablemente, no. Eso es no entender lo que fue. Daba la impresión de estar “de pasada”. Intentaba no aferrarse a nada. Tenía una completa incapacidad para hacerlo, imagino que por ciertas razones de su infancia y juventud que no voy a comentar. No era infrecuente que terminara sus historias justificándose con un “era un chiste. Sólo eso”, y te miraba con cara de perro callejero que no ha comido en tres días. Nunca pedía que le tomaran en serio. Nunca, en los más de 20 años en que le traté, lo pidió. Otra de sus muletillas era “olvídalo. Olvida lo que te dije. Ya no lo recuerdo”.
—¿Cómo se enfrentaba a eso?
—Con mucha paciencia. Había que tenerle una paciencia infinita, tremenda, no para entenderlo, sino que para escucharlo. Hubo veces en las que me arrepentí de juntarme con él y concluí que hacerlo había sido una pérdida de tiempo, pero tenías que ver esa cara de tristeza para entender de qué te hablo. Te juntabas con él por compasión. Era, literalmente, la cara de alguien –ángel o demonio- arrojado a la tierra. Nunca entendió lo que le sucedió. Todo pasaba por su cuerpo como una desgracia, una condena. Ya fuera le mordieran perros de la calle o le golpearan delincuentes: no se percataba de nada… Le gustaba la vida, pero al momento de enfrentarle… no estaba aquí. Se iba… Por mi parte, no fui un cable a tierra, pero sé que muchas veces en que junté con él se sentía tan sólo que agradecía profundamente mi gesto. Yo, le escuchaba…
Un hombre poco “serio”
—¿Se aburría usted?
—A menudo, sí. No hablaba, monologaba. Siempre me preguntaba por mi familia y mis hijos, pero eran lapsos muy, muy breves. ¿Le interesaba realmente eso? Nunca podías saber “qué” había en su cabeza: esa es la mejor manera de definirlo.
—¿Bebían al reunirse?
—Siempre. Bueno, casi la mayor de las veces. Y bastaba que mi amigo se tomara dos tragos de algo para que se perdiera. Se perdía, y mucho. Se iba a otro lugar, un espacio que no puedo describir, pues nunca me lo definió. Sólo había que ver esa mirada perdida para saberlo. Podía responderte, pero no “estaba aquí”.
—¿Qué hacía entonces?
—¿Qué iba a hacer? Escucharle. Nada más. No puedes ni imaginarte como era cuando se enfurecía. Era uno de aquellos seres a los que “todo” da lo mismo, por lo que la reacción de los demás le era indiferente… Supe de varias veces en las que llegó herido a casa en medio de esas borracheras demenciales que a veces se pegaba. Heridas que le duraban meses. Me llamaba por teléfono y decía: “tengo una tremenda costra en la frente. Y me duele la cabeza”. Al final, no me sorprendía. “¿Qué paso ahora?”. “No sé, Creo que me pegaron”. “¿Quién?” “No sé”. “¿No te acuerdas?”. “No. Sólo hoy, al verme al espejo lo he advertido”. ¿Qué podías hacer ante eso? ¿Y ante un ser, físicamente, tan débil? Pero estaba tan lleno de rabia que te sorprendía. Hubo momentos en que pensé me iba a arrancar los ojos con los dientes. Tenías que haber visto sus dientes… Su hambre… A veces, se rasguñaba la cara… Había una serie de indicios altamente neuróticos en su actitud. La mejor manera de desarmarlo era no dar la más mínima importancia a sus palabras. Como tenía tal susceptibilidad para el sufrimiento, despreciarlo era la mejor manera para contrarrestarlo. Él, lo agradecía. Se reía y ya. No había nada que detestara tanto como la gente que le tomaba “en serio”, como solía decir, con ese gesto de desprecio que le era tan propio. Si algo despreciaba era la “seriedad” como algo institucional… Yo, por lo general, le escuchaba, pero frecuentemente discutía sus dichos.
Poseído por la noche
No es difícil imaginar sus encuentros. Queiroz, enfebrecido por el alcohol y la angustia, hablando y hablando, preso de una locura creativa que no podía detener; Cáceres, mirándolo, sonriendo… Todo el tiempo sonriendo. ¿Cómo, seres tan diferentes, pudieron entenderse y tener una relación tan estrecha?
—¿Refería ideas extrañas en sus conversaciones?
—A menudo, sus asociaciones no tenían raigambre en la vida diaria. Pensaba con ideas, no hechos, ni menos aún “personas”. Tenía en mente espacios paralelos, alejados del presente. Era pasado o futuro, nunca un hoy. Recuerdo una vez en que me junte a las 6 de la tarde con él. No era sólo que estuviera borracho, que eso ya lo había visto. Fue “verlo” caminar ebrio lo que me aclaró todo: mi amigo no tenía los pies en la tierra. Así de simple. Caminaba sobre algodón, fuera de todo dolor…
—¿Drogas?
—No. No eran las drogas. Era otra cosa. Sé que no consumía alucinógenos ni estimulantes, lo que tampoco quita que tuviera una verdadera “farmacia” en su departamento. Antiácidos, paracetamol, antibióticos, antiinflamatorios: Se los tomaba a diario como pastillas de menta. Pero, drogas, en el sentido clásico, no, nada. Bebía bastante, pero eso para nadie es un misterio. Era así, y nada más. ¿Marihuana? Me dijo que nunca la compró y le creo. Por supuesto, en un grupo de buenos amigos podía fumar, pero no le gustaba mucho el efecto. Una vez me dijo: “No me gustan las drogas. No me dejan hablar. Me hunden en el mutismo más absoluto. Y yo, ante todo, quiero hablar”. Me llamó la atención tal declaración, conociendo lo tímido que era. Déjame decirte algo, de pasada, pues he pensado en ello. Su Literatura es la de un tímido que no puede comunicarse con la gente. Un intento de “comunicación”, de hablarle a alguien. Le vi muchas veces rodeado de gente sin que pudiera articular ni una palabra. Estamos hablando de un autismo severo. Mi amigo no podía hablar con desconocidos. Así de simple. Eso explica lo frenético de sus “escrituras nocturnas”: una suerte de “posesión” para poder tener un contacto con aquellos que duermen. Cuando veía que sus correos eran enviados a las 5 de la mañana, algo se encendía en mí. ¿Por qué hace esto? “Algo”, no sé qué le hundió en esa inmovilidad y ese autismo. Eso se fue desarrollando con los años. Cuando le conocí, no era así. De hecho, era un joven bastante sociable, o, al menos, muy simpático y llamativo para cierta gente. Con los años se fue convirtiendo en esa sombra que le dominó.
—¿Sombra?
—Algo le pasó. No sé qué. Nunca se lo pregunté, pero, en cierto momento, se hundió en la introspección. ¿Quién era yo para cuestionarlo? ¿Él, acaso, me cuestionaba? Algo sucedió. Algo grave le pasó. No sé qué fue. Y no quiero hablar de eso.
Temas de los que no se habla
—¿Intercambiaban opiniones en torno a literatura y libros?
—Poco, muy poco. A mí no me interesaba el asunto, y a él tampoco, a decir verdad. Así de simple: otras cosas le apasionaban, pero era bastante difícil decir qué. Al menos, cuando nos juntábamos, ese aspecto estaba ausente. Pero una vez hablamos de Shakespeare y Goethe…
—¿Sí?
—El amor y el suicidio. Mi amigo estaba pensando en eso, pero era un mal momento, claro, como todos podemos pasarlo. Él defendió a Shakespeare, argumentando su verborrea para escribir todas las formas posible de “I love you”, de maneras lindas y poéticas. Le gustaba mucho Shakespeare, no alcanzo a entender por qué. En cambio, Goethe… Que un hombre se suicidara por el amor de una mujer no le entraba en la cabeza… supongo que porque justamente estaba pensando en esa opción en aquellos mismos instantes. El genio del alemán no tenía discusión, pero el tema le irritaba. Ni siquiera recuerdo porqué sacamos ese tema: de borrachos que estábamos, supongo. A mí, “Werther” me parecía muy maravilloso… con mi esposa e hijos, toda una estructura perfectamente constituida. Pero que mi amigo comulgara con eso… Werther le irritaba, pues había logrado éxito en su misión de acabar con su vida. Por aquellos días, el (des)amor le tenía bastante mal.
—¿Pensaba en el suicidio?
Exactamente. Sí, lo hacía. Pero era incapaz de hacerlo. Amaba demasiado la vida. Aunque sus sentimientos eran bastante intensos, incluyendo, claro, la desesperación.
—¿Le habló sobre eso?
—Poco. Es más: si le preguntabas del tema y le sugerías que se matara de una vez por todas te miraba con esos ojos llenos de furia que a veces sacaba. Te miraba unos 10 segundos antes de hablar, sentías el rechinar de sus dientes, antes del típico: “De este tema, no se habla. ¿Entendido? Ni una sola palabra. Se acabó el tema” ¿Qué iba a hacer? Se estaba muriendo de dolor.
—¿No intentó darle un consejo?
—¿Consejos? ¿A él? ¡Jajá! Me sacaste la primera risa de la entrevista. ¿Consejos? ¿A él? Pareces no entender al ser que tenía ante mí. Nunca conocí a nadie tan negativo como él. ¿A él iba a darle yo “consejos”?
—A pesar de ello ¿nunca se distanciaron?
—Nunca. Había que aprender a tratarlo y ya. Yo no me juntaba con el “escritor”, si no que con mi amigo. Era un ser sumamente extraño, pero tenía algo a su favor.
—¿Qué?
—Nunca te traicionaba. Él prefería que lo mataran –literalmente- a traicionarte. Siempre que yo podría tener un problema, decía: “Échame a mí la culpa. Yo me las arreglaré después”. Eso no lo hacía por nadie, sólo por unos pocos que le tomaban en cuenta. Por el resto de los seres humanos no estaba dispuesto a hacer nada. Una vez me dijo: “Que estos hijos de puta se mueran. Todos. Todos. Todos. No me interesa en lo más mínimo la raza humana. Que todos se mueran. Que se pudran”. Pero por los cercanos, era capaz de inmolarse. Nunca fue necesario, pero creo que tal vez lo hubiese hecho. Con las mandíbulas apretadas, el corazón ardiendo de furia…
Pasados múltiples
—¿Le habló de sus proyectos o ambiciones en el mundo de las letras?
—Casi nunca. No tocaba ese tema. Pero quiero detenerme. Es muy raro. Estoy seguro de que vi diálogos nuestros en sus textos, pero es imposible los recordara debido al alto nivel de borrachera que teníamos. Él estaba casi inconsciente, pero dos meses después veía un escrito suyo en el que reproducía textualmente -palabra por palabra- lo que habíamos hablado. En ese momento, él ni siquiera sabía su nombre y si le hubieses preguntado su número de celular… no lo sabría. Pero era capaz de recordar eso. Tenía una capacidad muy extraordinaria para recordar hechos pasados que cualquiera hubiese olvidado… En cierta ocasión, me contó que sufría recurrentes “flashbacks” que remitían a su pasado, cercano o lejano. Que no podía situarse en el presente y sus visiones futuras estaban siempre permeadas por este pasado que no dejaba de repetirse, una y otra vez. Me comentó que había vuelto a ver “El Efecto Mariposa” y su conclusión fue: “Eso, exactamente eso, es lo que me está sucediendo. Quisiera solucionar mis culpas, pero cada cosa que hago lo hecha todo más a perder”. Cuando traje alguna de las imágenes de esa película a mi mente, me dio bastante tristeza. ¿Cómo alguien podía estar viviendo aquello? Era una historia terrible, y que sólo estaba bien para pasar el rato en casa y tener “emociones fuertes”, pero ¿qué alguien las sufriera?
—¿Incidió eso en sus escritos?
—Creo que es evidente. Creo que cada uno de esos textos está inundado de un pasado doloroso. Eso explica su dolor por aquellos días. Estaba ausente del mundo, era un muerto en vida. Estaba lleno de dolor. Y dos meses después, a partir de una idea trivial, ahí tenías uno de sus nuevos textos. La lógica me indica que veía la realidad “desde otra parte”, pero no podría definirla.
—¿Quiere decirme que podía escribir de “cualquier” cosa?
—Sí, pero a él le interesaba lo que todos desechan, materiales agónicos o simplemente muertos. Cualquier frase sin relevancia. Algo, como por ejemplo, “el día de mañana será mejor que el de hoy”, una de esas ideas estúpidas que uno lanza al azar, la recordaría meses después y elaboraría un “texto” –como le gustaba llamar a lo que hacía- sobre eso. Pero había que pedirle escribir sobre un tema “serio”, como las células madre, por dar sólo una idea. No podía “concentrarse” en eso. Una vez, me dijo: “Quisiera escribir acerca de la nada… y que esa nada fuera nada”. Por supuesto, ni le respondí. En otra oportunidad, se quedó mirando el sol y salió con: “Me gustaría quemarme ahí”. No fue sino hasta que vi sus escritos que pude entender un poco de que hablaba. Jamás hubiese deseado estar en sus zapatos: debió sufrir mucho. Una cabeza asaltada por ideas a cada minuto debió ser un infierno. Era cosa de verlo entrar a una habitación. Podías tener un “Picasso” original, pero él se fijaría en que había una ampolleta quemada en la lámpara del techo y se comenzaría a preguntar “porqué” estaba así… Tres meses después, recibías un correo que te hablaba de cómo Dios había “apagado” esa ampolleta para que no se viera una trizadura en el muro de la cocina… Pero del cuadro, nada: no existía. Al principio, esa búsqueda pudo ser atractiva para él; con el tiempo, creo, le fue inevitablemente ardua.
“Ojalá te guste”
—¿Aquella búsqueda de temas poco usuales o desestimados jugo un rol relevante en su obra?
—Indudablemente. Le hablo de una mente sumamente extraña, inclasificable. Además, fue capaz de redactar algunas historias, cuentos, llámelo como quiera, que aún hoy los ves y dices: “¿Qué es esto? ¡QUÉ es esto!”. Nunca se lo pregunté, pero creo era feliz al construir esas extrañas estructuras. Era su manera de insertarse en el mundo.
—¿Le comentó su idea de reunir sus escritos en un libro, como terminó sucediendo?
—Por supuesto, pero nunca podías creerle. Siempre había algo de broma en lo que decía.
—¿Nunca le creyó?
—No mucho. Como te dije, no le gustaba que le tomaran en “serio”. Pero hubo un punto de inflexión: cuando comenzó a mandarme sus textos por correo. No sé porque lo hizo. Supongo que por lo sólo que se sentía. Pues no era yo el mejor juez literario para sus “experimentos”. Comenzó a bombardearme. Sus mensajes eran muy, muy breves. “Esto es lo último que he escrito. Ojalá te guste”. “Escribí esto hoy. A ver si puedes darle una mirada”. Eso comenzó a suceder con tanta regularidad que comencé a borrar sus mensajes, sin leerlos. No me arrepiento. Por aquellos días, quería vivir tranquilo y he aquí que este señor me enviaba unas cosas que harían persignarse a Satanás. No había nada que tuviera cierta “normalidad”… Los primeros días, claro, le contesté. Después cuando vi que él no quería un lector, si no que un “receptor” se acabó el diálogo. Espero que no se haya enojado: nunca hablamos del tema. No era necesario.
—¿Eliminó correos con sus escritos?
—Sí.
—¿No cree que debió leerlos?
—No. Él no lo necesitaba. Guardaba los originales y estaba seguro de lo que quería escribir: se “tenía confianza”, como se dice. Estaba en el éxtasis de su locura creativa. Eso nunca se repitió: escribió su mejor obra en aquellos años, del 2014 al 2017: lo que hizo después nunca fue tan bueno-. Sólo necesitaba “enviar” sus escritos. Fuera yo o el editor del mejor suplemento literario del mundo, eso le daba lo mismo. Él no quería que lo leyeran o tener “opiniones”; buscaba que alguien supiera que “estaba vivo”. Sus textos eran tremendamente inconexos y muchas veces intuí que eran producto de borracheras atroces, indescriptibles: intoxicaciones, para decirlo claramente. Punto final y correo…. Los enviaba sin la más mínima corrección de forma o fondo. Imagínese mi nivel de horror.
La “desaparición” final del mundo
—Esos correos ¿contenían datos nuevos para comprender al autor?
—Nada. Sus mensajes eran mínimos. Los textos literarios son casi los mismos que terminó publicando. Una vez, me faltó el respeto y trató despectivamente: “Lee esto, a ver qué te parece”. Yo era su amigo y le quería. No merecía ese trato. Pero él estaba siendo consumido por sus ideas y el mundo –y todos- había desaparecido. Se metió en su literatura y que los demás se pudrieran. Se peleó o dejó de hablar con mucha gente. Se aisló. Ojalá algún día comprendiera su error. Lo cierto es que nunca volvimos a hablar de eso. Fuimos envejeciendo y ya… Más valioso es lo que le escuché en algunas de nuestras escapadas a bares.
—¿Qué?
—Han pasado más 20 años, pero aún recuerdo algo que siempre decía…
Cáceres toma su guitarra y comienza a interpretar unas notas sin sentido. Se le ve triste. Algo despierta en su interior. La entrevista está pronto a concluir.
—¿A qué se refiere?
—Algo le pasó. Lo perdí. Todos lo perdimos. Se fue… Como escritor y, más importante, como humano. Buscó desaparecer y lo hizo. No puedo ni imaginar que pasó por su cabeza. Sencillamente, pensó que era lo mejor, y lo respeté. Un día me dijo: “Yo no estoy acá. Me voy a ir”. Lo reiteró todas las veces que pudo: “Ya no estoy aquí”. Una vez me hartó: “¡Y donde mierda estás entonces!”. “En otra parte… AQUÍ, no estoy”. Ahí lo perdí. Para siempre.
—Muchas gracias por recibirnos.
—¿Se acabó la entrevista? ¿Ya? ¿Tan pronto? ¿No tiene otras preguntas? ¿De verdad? No, está bien. Gracias a usted.
***
Del autor: Francisco Ramírez, periodista nacional, 38 años. El cuento anterior forma parte del volumen (inédito) “Encrucijada” (2014), serie de textos de distinto formato y época reunidos por el autor. Anteriormente, participó del poemario de tres autores “Cuatro Bares Públicos”, impreso en Lom Ediciones (2000).
Profesionalmente, se ha desempeñado en diversos medios escritos del país, entre ellos, La Nación, El Periodista y El Mostrador, de manera estable o como colaborador. Igualmente, fue redactor de estilo de la cadena rusa de televisión “RT en español” durante 3 años, en los que fue autor de un blog personal sobre su experiencia en ese país: “Una odisea en Rusia”. También ha escrito de manera free lance para la web de la radio “La voz de Rusia” y “RBTH en español”. Ha reunido parte de su labor profesional en el blog “Escritosperiodisticosframirez.blogspot.com”.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.