La luz del día desaparece. Cada cual dentro del castillo busca su cubil. La servidumbre de menor rango aún tiene que cruzar el patio de arena en busca de sacos de maíz y legumbres.

Cientos de velas arden desenmascarando rostros y más rostros. En la cocina hay mucho movimiento, es una hora crucial, la de la cena. Al conde le gusta disfrutar de sus posesiones con vinos y manjares, a la luz de temblorosas antorchas, rodeado de sus huéspedes, y hoy es un día especial ya que le ha ido de maravillas en la caza.

Han soltado a los perros preferidos del señor y se oyen sus uñas que castañean en la piedra del suelo del castillo. Corren y respiran acezantes con sus lenguas fláccidas en busca de los rincones acostumbrados: unos sobre el descanso final de la escalera, otros cerca del fuego de la chimenea del comedor, esperando sobras.Pero hoy la cena está retrasada porque la perra del conde está pariendo. Sí, la perra, comentan algunos invitados mirando con poco disimulo a la «querida» del anfitrión. Es una mujer pequeña, de rostro anguloso y ojos verdes, con mirada de zorro. Todos deben tratarla con respeto pues sería imperdonable perder las simpatías de un hombre al que últimamente le ha ido tan bien y goza de una buena opinión del rey.

 El estofado está listo, y los vinos, tibios. El conde ha olvidado el hambre, el protocolo y hasta a su querida. De rodillas observa cómo, con mucha dificultad, del vientre de su perra galgo, late vida, otras vidas. Permanece absorto mientras la galgo se retuerce gimiendo despacio. ¡Que le den agua a beber! ¡Que traigan paños húmedos, que los invitados no lo esperen y comiencen a cenar, que por qué el primer cachorro no sale de una buena vez!

 La mujer de ojos de zorro toma las riendas como si fuera la condesa, acompaña a los invitados y pronto el aroma de los guisos y la fragancia de los vinos sobre la mesa servida, diluyen la imagen del conde lejos de ella.

 Un criado sostiene la antorcha. La perra gime, el conde se moja en sudor. Lejos, las risas suenan patéticas ¡Se desangra! -grita el conde- ¡Haz algo, estúpido! ¡No hay nada que hacer, mi señor! El eco de la risa de la mujer de ojos de zorro, llega hasta el sótano. La perra galgo ha muerto, la que su padre le regaló cuando tenía apenas trece años, la que lamía sus manos cuando otros lo reprochaban o lo ignoraban, la compañera en las horas en que no soportaba los requerimientos de ningún ser humano, sólo le bastaba la figura esbelta de la galgo, retozando al lado de sus pies mientras temía a sus enemigos.

 No ha quedado descendencia, los cachorros también han muerto. El conde vuelve en sí porque comienza a sentir un peso sobre el pecho que no soporta. ¡Quémala! -le ordena al criado- y regresa al comedor ensangrentado y sudoroso pues esta tragedia también debe ser la de sus invitados. Sin el menor cuidado, reaparece y se desploma sobre el respaldo del sitial. Todo se silencia. Es evidente lo que ha sucedido. Sin embargo, la esperanza es lo último que se pierde. Poco a poco los cubiertos vuelven a sonar. La mujer de ojos de zorro se levanta, enjuga la frente de su amante y, luego que el conde se empina un trago de vino de una sola vez, ella le rellena la copa. En ese instante un criado vestido con un traje de paño azulino y grandes olas de organdí y encaje que se mueven sobre los bordes de sus manos serviles, trae un mensaje de la comadrona. Los invitados yerguen sus cuellos y se reacomodan sobre sus sillas para escuchar bien las palabras del tímido siervo: » mi señor, debo comunicarle que la señora condesa ha dado a luz a una niña y parece todo ir bien». Los invitados ofrecen un brindis, el conde lo acepta.

 La mujer de ojos de zorro ha quedado tras la sombra del conde, más pequeña y angulosa que nunca.

 

 BOSQUES NOCTURNOS

 El verbo nos hizo una sola estrella

 El verbo carcomió una idea

 Mundos mudos

 Caí yo otra vez

 Me diste tu frente

 Estuve en la cornisa de un bar

 espantapájaros tomaban vodka

 El sonido de un saxo hacía pólvora el alcohol

 en gargantas esponjosas.

 Las mujeres olían a hombre

 bocas rojas y cinturas con ombligos profundos

 Todos quieren un pedazo de pan pero nadie amasa

 Vuelvo mi nuca y se me cruzan tus ojos vacíos entre la nebulosa mirada

 mezcla de humo y crueldad

 Nada es bueno, nada es malo

 Y cortas mis cuerdas vocales

 Todo tu poder me calla

 Sonidos de novelas

 Ruidosos poemas

 La rudeza de un verso con sentido, titilando

 

Hay hombres que me observan con hambre

 obesos de frustraciones

 Me ofreces todos los razonamientos

 todos los delirios de las conclusiones

 

 Hay pechos que se pudren

 como las hojas bajo la tierra húmeda

 Me regalas tu cráneo

 escupes la imagen de Hamlet

 como si toda tu humanidad se hubiese

 quedado en la calavera

 

 Es una noche de confesiones

 mi oído es carnoso

 tus dientes lo muerden y arrancan carne

 

Soledad Molina Pössel, dicta desde hace diez años talleres literarios, es gestora de una nueva concepción de Taller- Academia:» VIAJETURA».

Su experiencia como alumna de Jaime Collyer, Marta Blanco, Gonzalo Contreras y Ana María Güiraldes, la llevó a impartir talleres en los colegios Villa María Academy, Inmaculada Concepción de Vitacura UC y en el centro cultural » La vía», entre otros.
Ha participado en cursos en la Universidad Adolfo Ibáñez sobre literatura Universal, también sobre literatura y poesía Rusa, en la Universidad de Santiago, con la cientista política Olga Ulianova. .
Publicó su primer libro el año 2005.