Por Cristian Montes Capó
Uno de los aspectos principales desarrollados en La lección de pintura remite a que el verdadero artista nace con un determinado talento y que, por lo mismo, no requiere una formación artística convencional. Necesita, únicamente, que se den las condiciones para que su talento natural se desarrolle y pueda cumplir con la misión para la cual fue destinado, esto es, crear belleza.
Esta manera de pensar la figura del artista se inserta en una antigua tradición de relatos que dieron origen a las posteriores biografías de artistas. Un ejemplo paradigmático al respecto y que inaugura la genealogía de este tipo de narraciones se encuentra en la Historia Natural de Plinio el Viejo, el que a su vez la extrajo del libro Vida de los escultores griegos, de Duris de Santos, historiador nacido alrededor del 340 a/c. Dicha narración describe las condiciones en que se produjo el despertar vocacional del escultor Lisipo, en época de Alejandro Magno. La anécdota señala que Lisipo desde niño trabajaba como calderero y que descubrió su vocación por una situación accidental. Rehusó tener maestro alguno pues, además de poseer un talento natural, consideraba que solo la Naturaleza era digna de imitarse y no la obra de otro artista. Significativo, al respecto, es el énfasis que se coloca, en el libro de Duris, en la formación autodidacta de los niños artistas.
El tema del talento descubierto en la niñez tuvo más adelante amplia acogida en las incipientes biografías o “historias de niñez” de los artistas que se escribieron en la Edad Media. Ejemplar, al respecto, es el relato –desprovisto de una base histórica comprobable- donde se cuenta de qué manera el célebre pintor Giotto se transformó en el discípulo preferido de Cimabue. Esta anécdota, generada por el interés de crear una genealogía de los grandes artistas, surge a partir del relato que Dante realiza en el canto XI del Purgatorio, de su libro La Divina Comedia. En dicha narración, se establece que Cimabue fue el tutor de Giotto, que se conocieron por una casualidad, que dicho acontecimiento ayudó a que el humilde pastor remontase en la escala social y que Giotto, desde niño, se revelara como un genio.
Posteriormente, a partir de esta supuesta historia de la juventud del Giotto, surgirán en el Renacimiento multiplicidad de relatos sobre la vida de los artistas, en los cuales son recurrentes los motivos de niños pastores que devienen artistas a muy temprana edad. El biógrafo Vasari señala, por ejemplo, que niños como el pastor Andrea del Castagno y el aprendiz de albañil Polidoro da Caravaggio se transforman, por acción del azar y de su talento natural, en niños artistas. Estos ejemplos, refuerzan la idea de que el talento del artista se descubre en su infancia. Deviene así “fórmula biográfica” que se despliega posteriormente en el motivo del niño prodigio, cuyas dotes pertenecen a la esfera de lo excepcional o milagroso. Estas biografías coinciden en la caracterización del niño como un ser predestinado a alcanzar la gloria futura, dado su natural talento.[1] Como afirman Ernst Kris y Otto Kurs, desde el Renacimiento “prevalece la opinión de que la creatividad artística no está determinada por el aprendizaje o la práctica, sino por una cualidad especial (…) Esta idea toma cuerpo en la expresión de que el artista nace artista.”[2]
En el caso de La lección de pintura, y al igual que los niños genios de las biografías de la antigüedad, el personaje Augusto también deberá, para lograr potenciar su talento, sortear obstáculos como ser hijo de madre soltera, ser pobre y vivir fuera de la capital, entre otros. Tales escollos podrán irse superando cuando aparezca en su vida el farmacéutico y amante del arte Carlos Aguiar, quien, además de contratar a la madre del niño como empleada de la farmacia, decide encargarse de la educación de éste.[3] Comienza a pavimentarse así el camino del genio y empiezan a darse las condiciones para que el talento del niño pueda desarrollarse en el futuro inmediato.
En una primera etapa, Augusto comienza a dibujar al pie de las cifras y frases de sus tareas escolares: “Al comienzo fueron simples puntos de colores, luego figuras ornamentales y finalmente dibujos que lo absorbían de tal modo que esta vez era Aguiar quien debía llamarlo” (191-192). Al poco tiempo reproduce, de memoria, una carreta alojada fuera de la droguería, y más adelante solicita copiar el cuadro de un alquimista que cuelga de una de las paredes. El resultado del ejercicio realizado trae consigo la consumación de una obra de arte, cuya diestra factura impresiona al farmacéutico por su madurez y perfección artística:
Lo que (Aguiar) tenía entre sus manos era una pequeña obra maestra, de una perfección técnica increíble. La limpia aplicación de los colores, el orden inteligente de su ejecución, las soluciones, la síntesis y economía de medios, eran dignas de un gran pintor”. –Dios santo, este niño es un genio exclamó con la boca abierta, mientas no atinaba sino a apoyarse contra el muro (193).
Augusto empieza a cimentar una vida que será digna de inscribirse, según piensa su tutor, en la genealogía de los grandes artistas: “Y ante los ojillos ávidos de Aguiar volvieron a pasar las innumerables páginas de sus biografías de artistas, confundiéndose entre ellas la del pequeño Augusto. Tenía entre sus manos uno de esos talentos, pero esta vez vivo, nuevo” (194). El impulso por la pintura irá adquiriendo forma en el contacto mismo con los materiales y no en el aprendizaje formal. Vivencia el arte como una experiencia interior que busca ser traducida de la manera más nítida posible. Maestro y discípulo conviven en él en un proceso creativo a través del cual las cosas del mundo podrán alcanzar el espesor de la representación. En este sentido, su gesto innato reitera la condición que Karl Jaspers atribuye a Da Vinci, es decir, el poder convertir en realidad lo dado a los sentidos, puesto que las cosas adquieren estatuto de existencia solo cuando hay un ojo que pueda develarlas y una mano de artista para traducir lo observado.[4]
Una vez activado el dispositivo vocacional del niño, éste mostrará preferencias específicas por determinados temas y ambientes. Su concentración se dirigirá al mundo cotidiano de lugares y personajes sencillos, pues ahí ve desplegarse la plenitud de lo real:
“Augusto prefería trabajar fuera del alcance de Aguiar, y así solía encontrársele en los modestos boliches de su barrio, rodeado de campesinos, dibujando en un grasiento papel de envolver que apoyaba sobre la tapa de una barril (…) La quietud de la tarde, la intensidad que confiere a los ambientes la pobreza, tan justa ordenadora y coleccionista de objetos adecuados, era un deleite para el artista” (196)
El ideario estético intuitivamente desarrollado confirma que ser fiel a la realidad exige develar la compleja relación entre luz y sombra que se da en esos espacios:
“Presentía que en los lugares asépticos como el interior de la droguería era imposible encontrar sombras sugerentes, colores profundos y composiciones caprichosas, como allí junto a las papas y las frutas, que se destacaban nítidas del hollín y la pátina de los muros” (196-197)
El juego entre claridad y oscuridad y la oposición que se genera entre las frutas iluminadas, el hollín y la pátina de los muros funda una clave estética en la que se esboza un concepto de belleza. Son pertinentes aquí los planteamientos estéticos de Couve, que señalan que “la belleza convencional se ampara en contrarios (…) Ahí se produce el cortocircuito de la belleza. Todos los artistas se nutren de esta dualidad.”[5] La descripción realizada en la novela refuerza la idea de que la belleza radica siempre en lo cotidiano, en el instante de lo evanescente y en la forma como la luz se desplaza por los objetos que esperan dicho acontecimiento para adquirir corporeidad.
Otro hecho trascendental en el proceso de maduración del niño artista se produce cuando el farmacéutico decide enviarlo a la casa de sus parientes en Viña del Mar, los hermanos Arnaldo y Adelaida De Morais, para que estudie pintura en una academia. La directora, Doña Lucrecia Valdés, ya en la primera clase, quedará admirada ante las extraordinarias condiciones del niño, quien, sin poseer formación académica alguna, realiza un dibujo perfecto de una cabeza de Cicerón: “La construcción era perfecta, y el achurado del claroscuro tan transparente que tenía la calidad de la obra de un maestro” (213) Las circunstancias demuestran nuevamente que al niño no hay nada que enseñarle y que solo él puede ser su propio maestro.
Respecto a una eventual explicación del talento natural de Augusto y de su destino de artista, el texto sugiere dos posibles interpretaciones. La primera remite a una clave esotérica donde lo vivido puede entenderse como un proceso alquímico encarnado. Cabe recordar que el primer momento donde se advierte el talento natural de Augusto es en la copia que este realiza, por decisión personal e imperativamente, del cuadro de un alquimista que cuelga en la botica del farmacéutico:
“Se trataba del cuadro de un alquimista del siglo dieciocho, que pendía sobre el pupitre en donde trabajaba Elvira. Era éste el retrato de un hombre imponente vestido con justillo de raso, calzón corto, medias rojas y zapatos de tacón. En dos roscas terminaba la peluca del personaje, quien sostenía un matraz sobre una salamandra encendida” (183)
Se insinúa, entonces, que el niño ha comenzado una etapa de transformación que va desde un estado de precariedad inicial hacia un estado superior donde el talento podrá más adelante develar, en parte, la belleza.[6]
La otra variante interpretativa esbozada en el texto alude a la posibilidad de que sea una presencia sobrenatural la que esté protegiendo el desarrollo del niño artista. Es elocuente que su madre, una vez que le adjudica a Cristo el que su hijo haya encontrado quien lo ayude, mire “la plazoleta de la cruz vacía” y crea “ver la imagen de Cristo que las lluvias y el viento habían disuelto” (199) Esta segunda opción elevaría el talento natural a la categoría de un don, es decir, un regalo que la divinidad hace a determinados seres humanos.
ENTRE EL IMAGINARIO REALISTA Y LA TRADUCCION DE LA REALIDAD
Un segundo ámbito de significación desplegado en La lección de pintura tiene que ver con la concepción artística que se desprende de las preferencias de Augusto. Estas comienzan a perfilarse en la visita que junto al farmacéutico realizan al Museo de Bellas Artes. Su gusto por la perfección de las formas clásicas lo hacen fijarse “en aquellos pintores de principios del siglo diecinueve, Monvoisin, Word, Searle y Rugendas”. En cambio Aguiar reacciona negativamente ante ese tipo de pintura, revelando así su enconado prejuicio: “¡Aquello es pintura neoclásica, literatura, porquería, basura! ¡Escuela enemiga de los pintores románticos e impresionistas. Artistas libres, sanos, de la luz y del paisaje” (199). El farmacéutico Aguiar, representa según Couve “todo lo engorroso y debatido asunto del movimiento post-realista, el impresionista, la decadencia de las artes plásticas, la aceptación de aquellos modelos fáciles que el público exaltará más que el resultado de los maestros de siglos anteriores (…) Aguiar es la ruptura con el realismo, el neoclasicismo e incluso el romanticismo”.[7] Sin embargo, a pesar de la actitud de su tutor, Augusto no cambiará un ápice su parecer sobre el tipo de arte que lo seduce.
Fundamental también es el episodio donde, en una de las clases de la profesora Valdés, se desentiende del ruido ambiente para concentrarse en la pintura que admira: “Haciendo oídos sordos a sus cuentos, buscaba afanosamente la perfección formal de los pintores neoclásicos que tanto lo seducían” (217). A pesar de las acusaciones de anacronismo que la profesora le imputa, Augusto irá perfilando definitivamente sus preferencias. Así como queda “embelesado” ante un libro de Ingres que De Morais le obsequia, rechaza de manera espontánea las expresiones vanguardistas que realizan algunos alumnos de la escuela de arte:
“Augusto, mientras tanto, que valiéndose de un paño apoyado en un tiento efectuaba un delicado esfumado para lograr volumen, no dejaba de preocuparse por un chico (…) que depositando la tela en el suelo, chorreaba sobre ella pintura con un jarro, para luego expandirla por la superficie con un rodillo” (216)
La tensión entre estas dos modalidades artísticas representadas en la novela -una ligada a la tradición y otra encandilada con la pulsión vanguardista- tiene una vinculación extratextual con la posición del autor respecto al tema. Como pintor, Adolfo Couve, en su intento por dignificar los objetos y en su rescate de la pintura de caballete, entre otros aspectos, no congenió con las propuestas estéticas que desde finales de los setenta impresionaban a los artistas de su generación. Pintores como Jorge Tacla; Samy Benmayor, Carlos Maturana, Francisco Smythe y Omar Gatica, privilegiaron formatos monumentales caracterizados por una pincelada más agresiva y un marcado acento expresionista que optaba por la mancha vigorosa, los generosos empastes, el chorreo, los colores intensos y telas llenas de sátira y erotismo. (Campaña, 78-79). El texto de Couve denuncia así cierta tendencia del arte contemporáneo que programadamente rechaza cualquier atisbo de tradición. En este sentido, el discurso de las ideas de la novela entra en diálogo con la posición de Umberto Eco, quien, afirmaba, también en la década de los setenta, que “el artista contemporáneo, en el momento en que empieza una obra, pone en duda todas las nociones recibidas acerca del modo de hacer arte, y determina de qué forma ha de actuar, como si el mundo empezase en él.”[8]
De lo anterior se desprende que el concepto de arte privilegiado en La lección de pintura remite a un foco de irradiación estética como es el neoclasicismo y, en términos más amplios, al imaginario realista. Según Couve, es recién con Cezanne que la pintura vuelve a recuperar su esencia al retornar a la bidimensionalidad, aboliendo la perspectiva y cuidando, al mismo tiempo, no entrar en competencia documental con la fotografía y el cine. Respecto al realismo literario, el autor considera que el período romántico se caracterizó por la desilusión generalizada que significó la derrota de la epopeya expansionista. Como consecuencia de ello muchos escritores, debatiéndose entre el arribismo y la insatisfacción, generaron una literatura amorfa y carente de valor formal. En oposición a esta tendencia, otro grupo de escritores, tales como Stendhal, Constant, Renan, Merimé, Michelet, entre otros, “realizaron inconscientemente una literatura rigurosa, que fue apuntando a la escuela realista donde este arte de la palabra encontraba los estrictos informadores que requería la crisis”. En un nivel de elaboración artística mayor, Balzac actuará como un puente hacia la consumación realista impulsada finalmente por Flaubert. Este último será quien salve a la literatura de caer en los peligros a los que la podía inducir la fotografía y posteriormente el cine. Con él la literatura vuelve a su esencia al buscar la adecuación entre lenguaje y contenido, desterrando todo lenguaje coloquial y privilegiando la descripción por sobre la explicación. En este proyecto narrativo realista “el autor se mantiene al margen, no se emiten juicios, los personajes se moverán (…) en la medida que el lenguaje en sus posibilidades también lo permita”.[9] En el prólogo a Cuarteto de la infancia, Couve reitera su profunda adhesión a la escuela realista, pues ve ahí la exactitud y precisión a la cual aspira su prosa en el intento por rozar la belleza. Su credo estético se define, justamente, por lo que encuentra en sus maestros del pasado, es decir, “la búsqueda de lo universal, la economía de medios, el culto por la provincia y (…) ese humor que se mofa de situaciones y personajes cotidianos encerrando al mismo tiempo un profundo amor por ellos.”[10]
Los principios realistas a los cuales suscribe Couve son incorporados plenamente en la composición de La lección de pintura, especialmente en lo relativo a las estrategias narrativo-descriptivas utilizadas. Se observa, en este sentido, cómo trabaja, al igual que “la escuela realista francesa del XIX, con la técnica del milieu, mediante la cual, por medio de la descripción de los espacios físicos exteriores se revelan, simbólica y/o metafóricamente, aspectos de la interioridad de los personajes.”[11] Otro procedimiento realista utilizado es el particular distanciamiento entre la figura del narrador y lo narrado, estrategia enunciativa que se sostiene en el principio de que “el narcisismo del yo debe desaparecer en beneficio tanto de la transparencia como de la opacidad del lenguaje”.[12]
ARTE Y VIDA COMO NARRATIVA EXISTENCIAL
El tercer núcleo de significación relevante en La lección de pintura tiene que ver con la dimensión existencial que alcanza la escritura al vincular el arte con la vida. En vez de una lección de pintura, puesto que el saber artístico ya lo trae consigo, lo que ha adquirido el niño es una lección de vida. El arte le ha permitido develar una faceta de la naturaleza humana en cuanto a la oposición entre apariencia y realidad. Este es el caso de Arnaldo De Morais, “coleccionista de objetos raros, para satisfacer su retorcida imaginación”, quien dice a la vez estar consagrado a Dios. El narrador subraya la capacidad del niño para percibir la inautenticidad de su interlocutor: “Así, mientras explicaba al joven su renuncia, veía éste lujuria, soberbia, pecados horribles en el brillo de esos ojos que querían mostrar beatitud y abandono de sí mismo” (207) Por su parte, su hermana ciega Adelaida, vive confinada en el segundo piso de la casa sin contactos con el mundo exterior. Alrededor de ellos todo parece contaminado por “un olor malsano”, (214), por la decadencia y por la presencia de la muerte. Elocuente es la sorpresa del niño ante una de las paredes de la casa donde se observa una “colección de cadáveres fotografiados y mascarillas de muertos que pendían de los muros. Las fotografías eran en su mayoría de niños y ancianos, de espaldas sobre el lecho, rodeados de coronas y guirnaldas y flores que no lograban quitar el patetismo a esos difuntos dormidos” (208-209)[13]
Dentro de esta galería de personajes sombríos la profesora de pintura es percibida también como un ser abrumado por la necesidad de aparentar. El niño se da perfectamente cuenta de que ella representa siempre un personaje y nunca ofrece su auténtico rostro:
“Su origen humilde la había hecho siempre sobreactuar ente las personas acomodadas, que desgraciadamente sabía eran quienes volcaban sobre la cabeza de los pobres el cuerno de la fortuna.” (222)
Los momentos finales de la aventura condensan la lección de vida recibida. Al despedirse de la profesora, en la estación de trenes, Augusto valora un instante de autenticidad que la profesora deja traslucir. Surge en él, por primera vez, “una admiración no sustentada en los valores artísticos, sino en otros más profundos y valederos.” (224). Adquiere, al mismo tiempo, conciencia de lo doloroso que debe ser vivir en “un disimulo perpetuo” (224). En cambio De Morais, con su actuar “circunspecto, más preocupado de parecer correcto de lo que era en realidad” no parece tener derecho a la empatía:
“Pensó que al menos a ella le quedaba el consuelo de las ensoñaciones, en cambio él no tenía otro destino que convertirse para siempre en los ojos a través de los que veía su hermana “(225)
El niño descubre, en definitiva, que un artista nace artista y que su destino estará marcado por una responsabilidad ineludible: “Pensó que el corazón de un artista era inconfundible y que con aquella cualidad se nacía, siendo hasta secundaria la realización deficiente o acertada de sus obras” (224). El corazón de un artista es, entonces, el que puede develar la complejidad humana en su contradicción entre apariencia y realidad, entre la autenticidad y la inautenticidad. Dicha lección la ha podido extraer de la trama vital de seres anónimos, insignificantes socialmente, que no poseen incidencia en el entramado social. Se observa aquí el intento por rescatar la pequeñez de la naturaleza humana a través de personajes a los que la vida parece superarlos. Sin embargo, esta especie de patetismo en sordina se liga, como ocurre en toda la narrativa de Couve, a una particular compasión y ternura por los personajes, siempre de alguna manera perdedores, que habitan sus mundos ficcionales. Entre ellos se despliega la belleza y se potencia la mirada realista. Según palabras del autor:
“El realismo se conmueve con las personas anónimas, una espalda, los zapatos de una persona. A mí me gustan los perdedores, no me gusta el éxito, me gusta el dolor humano. El realismo es lo menos elitista que hay, por ese amor por lo cotidiano, por los personajes perdidos; eso me interesa a mí, encuentro que hay mucha intensidad en lo marginal. Todo eso colinda con la belleza. La belleza se da siempre por el lado de lo áspero, yo sé por donde va. La belleza no va por lo lindo.”[14]
En La lección de pintura se advierte una equilibrada ecuación entre la búsqueda de la belleza, los personajes y escenarios escogidos y una lección moral extraída de la vida. La toma de conciencia respecto a su condición de artista y de ser humano le permite a Augusto confirmar la impronta existencial del creador y el costo que por ello debe necesariamente pagar:
“Y al arrancar el tren sintió desprecio por su propia persona, le pareció halagada sobremanera, y conoció por primera vez la soledad que aguarda en este mundo a los más afortunados.” (225)
El momento conclusivo de la novela enfatiza la idea de la predestinación y entra en consonancia con el postulado de Couve que enfatiza: “El arte no es algo que se escoge. Es un destino. Y se nace artista.”[15] Poder captar lo engañoso del mundo, tener un talento, crear belleza y estar condenado a aquello genera las condiciones de la soledad como destino. Este sentimiento, que es a la vez una elección, insinúa tres posibilidades de interpretación. La primera de ellas remite a la idea de la soledad como un sentimiento doloroso, producto del tipo de vinculación que el niño artista seguirá desarrollando con sus congéneres. Como puede apreciarse en el transcurso de la historia, tanto su mentor como el mundo del arte lo intentarán cambiar, pues él no sigue las corrientes artísticas vigentes, sino que se inserta naturalmente en la tradición realista. Según Couve, como señala en su tesis de licenciatura: “Al niño el mundo artístico le será hostil y lo intentará desviar de su contacto con la naturaleza, su experiencia con los maestros antiguos.”[16]
Una segunda vía de interpretación de la soledad como destino se refiere a la opción que debe tomarse para lograr cumplir el mandato para el cual se ha nacido. El niño deberá asumir la soledad como la condición que le permitirá crear libre de las presiones antes mencionadas. Gravita aquí el ideal rilkeano que entiende la soledad como el estado natural de quien nace destinado al arte. En la ya clásica carta dirigida a Franz Xaver Kappuz, Rilke plantea que: “Las obras de arte viven en medio de una soledad infinita y a nada son menos accesibles como a la crítica. Solo el amor alcanza a comprenderlas y hacerlas suyas: solo el amor puede ser justo con ellas.”[17] El artista, por lo mismo, no puede depender del elogio o la suspicacia de la crítica, sino únicamente ser fiel a su instinto estético; debe crear en la plenitud de la soledad y volcarse hacia su interior, pues allí encontrará el móvil que lo impele a crear.[18]
Por último, una tercera forma de entender esta opción por la soledad del artista –y en el caso de La lección de pintura de un artista superdotado- es a través de la tensión existente entre la figura del genio y la percepción que de él se tiene en la sociedad contemporánea. Según Peter Sloterdijk,[19] la pasión política burguesa que se impone en nuestra época de masificación es la deslegitimación de cualquier diferencia y la inexistencia de toda forma de nobleza e igualdad. Desde esta perspectiva, cualquier diferencia antropológica es ilegítima, puesto que todos los seres humanos nacen de la misma manera. Sloterdijk afirma que a partir del siglo XVIII comienza a tomar cuerpo una antropología, (en tanto ciencia universal de una naturaleza única) que paulatinamente irá derogando los atisbos de nobleza y espiritualidad, cancelando así cualquier supuesta diferencia esencial entre los hombres. La figura del genio parece atentar en contra de esta tendencia a negar toda diferencia. El genio se convierte en sinónimo de algo escandaloso, eliminándose así la aristocracia del talento. Esta forma de repudio tendría como origen el rechazo de la burguesía a la nobleza, en cuanto ésta se apoyaba en el supuesto talento y genio “natural” de la aristocracia. En definitiva, la figura del genio en la actualidad parece ser una incomodidad social, puesto que “para quien lo posee, solo es una trampa; para el que no, solo constituye una contrariedad” (86).
LA AUTONOMIA ARTISTICA COMO DISPOSITIVO DE TRASCENDENCIA
Lo planteado por Sloterdijk permite trasladar la mirada desde el espacio inmanente de La lección de pintura a la figura del autor y al contexto en que el escribió la novela. Se puede postular aquí que así como el niño de la novela intuye la necesidad del recogimiento para la libertad creativa, también el artista Adolfo Couve considera fundamental la soledad de la obra de arte. Como puede apreciarse en sus entrevistas y en sus escritos sobre arte, Couve piensa que toda obra poderosa requiere de la soledad para su trascendencia, entendiendo por ello su desconexión programada con los determinantes sociales y procesos históricos contingentes. Solo de esta manera, como ocurre con las grandes creaciones artísticas, la obra podrá ser universal y trascender a su tiempo. La proclama sobre el arte por arte que el autor profesa se sostiene en que “El arte debe estar por encima de lo utilitario. La importancia de la belleza radica en su inutilidad.” (Campaña 110).[20] Rechaza así el arte que considera panfletario y didáctico y privilegia, en cambio, uno que, como el neoclásico, desarrolla un mundo autónomo y autosuficiente. Como afirma en el prólogo a Cuarteto de la infancia: “La desconfianza en la revolución y la pervivencia del Imperio requirieron de testimonios convincentes como el de David e Ingres, o sea una escuela, la neoclásica, quizás un tanto escenográfica pero cargada de poesía, ingenuidad y afán de organizar un mundo autónomo, un arte por el arte, no contaminado ni expuesto a situaciones que, por muy justas y justificables, debilitan tan dramática ensoñación: la de permanecer en el tiempo.”[21]
LA LECCION DE PINTURA: UNA PARTICULAR FORMA DE RESISTENCIA
Desde el punto de vista de las expectativas de lectura movilizadas en la década del 70, llama la atención que en plena época dictatorial un autor chileno escribiese novelas cuyo diálogo con el contexto de producción y con lo que Bajtin llama “el mundo parlante”, pareciera estar ausente.[22] Igualmente, su posición respecto al arte y la sociedad no parece aceptable en un contexto de dictadura y represión como el que se vivía en Chile a finales de los 70.[23] Según José Promis, en el período dictatorial gran parte de la literatura chilena fue de carácter contestatario y entró en abierta disputa con el discurso oficial. A pesar de ello, igualmente pueden observarse interactuando dos discursos novelescos opuestos: los de la “novela acomodada” y los de la “novela contestataria”. Respecto a la primera, tanto la visión de mundo que se ofrece como las estrategias narrativas no hacen más que confirmar la ideología del régimen militar. La novela contestataria, por su parte, tensiona el discurso oficial y deja al descubierto los antivalores predominantes. Promis coincide con quienes apuntan a las diferencias que se generaron entre los escritores que se quedaron en Chile y los que se fueron al exilio. Así como los del exterior privilegiaron la temática en torno a los años de la Unidad Popular y sus consecuencias, la novela del interior soslayó la presencia de la historia, trabajó argumentos ahistóricos y se concentró en episodios de la infancia o en historias incontaminadas por el mundo exterior.[24] Similar es la posición de Skármeta al señalar que “los escritores que quedaron dentro tenían que adecuar la voz a un lenguaje más metafórico, más encerrado, más secreto, más irrealista, más timorato, más pedantesco y más excéntrico.”[25] Por su parte, Manuel Jofré plantea que “las pocas novelas que se publicaban entre el 73 al 80 eran vistas como excesivamente autónomas, muy descontextualizadas, en cierto grado escapistas o imposibilitadas de aludir a la circunstancia nacional sin riesgo. Las novelas del 73 al 80 tienden a no referirse explícitamente a la historia inmediata de Chile. Presentan mundos cerrados, volcados hacia el pasado o hacia la infancia, que tienden a no referirse explícitamente a la historia.”[26]
Esta última cita pareciera describir con bastante exactitud los soportes de representación de la narrativa de Couve, aunque no ilumina mayormente las razones de existencia de los mismos. El universo narrativo del autor no es susceptible de clasificar fácilmente en las categorías que los críticos recién citados lúcidamente señalan. El hecho de que su narrativa no denuncie explícitamente lo que estaba sucediendo en Chile en tiempos de la dictadura no significa que su obra pueda catalogarse como “novela acomodada” o como producto literario que refuerce los condicionantes ideológicos del régimen militar. Al interior del mapa cultural que se desarrollaba en el país a fines de los 70, la narrativa de Couve tensiona el discurso de las ideas de la época justamente en su imposibilidad de clasificación. La asimilación de los códigos del realismo francés y la concepción de mundo que de ellos emerge es la forma con que su obra contribuye a la compleja escenificación del tiempo histórico. Como el mismo autor señala:
Los que nos quedamos en Chile después del golpe tuvimos que hacer obras muy bien hechas y pensadas para que resistieran una situación que era mucho más fuerte que la literatura. Una situación extrema como la que nos tocó pesa y exige mucho en cuanto a la estrictez de la forma, porque al estar en un caos lo que se busca desesperadamente es la estructura.[27]
La producción literaria de Couve, entonces, da cuenta, desde su particular especificidad, de uno de los ángulos en que el espacio cultural de esos años se debatía entre contradicciones y disputas en el plano de lo simbólico. Su defensa de la autonomía estética se traduce en el fortalecimiento del arte como un ámbito específico de valor. En este sentido, poder entender el genotexto ahistórico de la narrativa de Couve requiere hacer dialogar los presupuestos estéticos del autor con algunas perspectivas teóricas acerca de la novela que privilegian su autonomía estética. Es el caso, especialmente, de la teoría de Ortega y Gasset respecto a la novela y la función de la literatura.[28] Esta teoría sostiene que la obra literaria debe crear un mundo que permita al lector insertarse plenamente en la realidad que la obra va configurando. La calidad de una novela será medida, según este principio, por su capacidad de introducir al lector en el ámbito de la ficción. Con tal fin el autor deberá producir el aislamiento del lector de su vida cotidiana, aprisionándolo en el horizonte imaginario de la novela. Su principal herramienta para conseguir este fin es la descripción, procedimiento con el cual creará una realidad alternativa a la realidad exterior.[i] Por último, la obra literaria no buscará trascender y no deberá ser leída ni como panfleto, ni estudio sociológico, ni prédica moral. Al igual que Couve, Ortega considera que “el hermetismo no es sino la forma especial que adopta en la novela el imperativo genérico del arte: la intrascendencia”[ii]
La postura de Couve respecto al arte y la función del artista coincide también con la filosofía de la escritura que profesa Georges Bataille. A diferencia de la posición de Sartre en Tiempos modernos, Bataille considera que la literatura rechaza toda forma de utilidad, pues “es la expresión del hombre –de la parte esencial del hombre- y lo esencial en el hombre no es reductible a la utilidad”.[iii] La función del escritor sería entonces revelar a la soledad de todos la parte intangible que nada ni nadie podrá someter. El único compromiso del escritor es con esa libertad interior que ninguna fórmula puede definir. Todo lo contrario, lo único que puede dar cuenta de esa libertad es la emoción y la poesía de obras desgarradoras. En el caso de Couve, este imperativo de libertad, del escritor y del lector, tiene como fin el lograr percibir un esbozo de la inasible belleza.
La narrativa de Couve es difícil de situar al interior de alguna tendencia de la narrativa chilena, ya sea en lo pertinente a la visión de mundo, la poética implícita, las técnicas narrativas utilizadas, etc. Lo inactual de sus historias, los argumentos que discurren en línea recta, su esfuerzo por lograr una descripción perfecta y plástica de la imagen, la eliminación de lo accesorio, la búsqueda incesante del equilibrio entre forma y fondo y su preocupación por alcanzar la belleza a través de la escritura, hacen de su obra una expresión divergente de las propuestas narrativas actuales. Como puede apreciarse en La lección de pintura, tanto el arte como la belleza son el destino que el artista debe cumplir aún a su pesar. La literatura deviene así en experiencia de conocimiento que sobrepasa lo artístico para rozar una realidad inefable que se desea traducir. En ese intento, la práctica de la escritura se encomienda a sí misma la labor de buscar trascender la contingencia. La teoría del arte por el arte y el anclaje en el realismo, más allá de un eventual anacronismo antojadizo o una práctica esteticista, significan para Couve una forma de fe y una posibilidad cierta de creer firmemente en algo.
[1] Ernst Kris y Otto Kurtz, La leyenda del artista, Madrid: Cátedra, 1995, pp. 31-47.
[2] Ibid, p.56.
[3] La idea de que un artista necesita un contexto para poder desarrollar su talento es coextensiva a la condición humana en general. Al respecto, C.S. Lewis plantea que: “Una criatura sin un medio ambiente adecuado no tendría la posibilidad alguna de efectuar una elección; es por eso que la libertad, al igual que la conciencia de sí mismo (…) requiere para el yo la presencia de algo diferente al yo”, C. S. Lewis, El problema del dolor, Santiago: Editorial Universitaria, 1991, p. 30.
[4] Kart Jaspers, Leonardo como filósofo, Buenos Aires: Sur, 1960, p.6.
[5] Adolfo Couve, Revista de Libros de El Mercurio (24 de octubre de 1993).
[6] Hay que destacar que el universo de los colores es fundamental para entender las fases del proceso alquimista como un desarrollo químico de transmutación. Como advierte Carl Gustav Jung: “Habría cuatro fases caracterizadas por colores de pintura ya mencionados por Heráclito, a saber: ennegrecimiento, emblanquecimiento, amarilleamiento y enrojecimiento.”, Carl Gustav Jung, Psicología y alquimia, Barcelona: Plaza & Janés editores, 1989, pp.213-214.
[7] Adolfo Couve, “La lección de pintura: consideraciones en torno a una crisis”, en Adolfo Couve. Escritos sobre arte, Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2005, pp.22-23.
[8] Umberto Eco, La definición de arte, Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1972. p. 235.
[9] Adolfo Couve, “El oficio del escritor en la sociedad contemporánea”, en Juntémonos en Chile: Congreso internacional de escritores– Sociedad de escritores, 1992, Santiago: Editorial Mosquito, 1994, p.141.
[10] Adolfo Couve, Prólogo a Cuarteto de la infancia, p. 7.
[11] Roberto Aedo: “Apuntes para una visión de (latino) América: a propósito de las dos “Comedias” de Adolfo Couve”, en Espacios de Transculturación en América Latina, Santiago: LOM Ediciones, 2005, p. 243.
[12] Guillermo Machuca, “La belleza es poca cosa”, en Adolfo Couve. Escritos sobre arte, p.17.
[13] Al igual que otros personajes de Couve, los hermanos Morais parecen tener en latencia un potencial descalabro existencial. Al respecto, Adriana Valdés señala que “Existe en las narraciones de Couve un trasfondo misterioso de incomodidad: como si el desastre fuera inminente, siempre; como si los personajes fueran en cualquier momento a salir de las perspectivas y los marcos de referencia, como si detrás de cada bibelot acechara una posible monstruosidad.” Adriana Valdés, “Un duende y una novela: sobre una obra de Adolfo Couve”, en Composición de lugar, Santiago: Editorial Universitaria, 1996, pp.183-184.
[14] Entrevista realizada en el programa “La belleza del pensar”, de ARTV, el 13 de noviembre de 2003.
[15] Adolfo Couve, Revista Libros de El Mercurio, 1989.
[16] Adolfo Couve, en Adolfo Couve: una lección de pintura, de Claudia Campaña, Santiago: Editorial Eco, 2002, p.71.
[17] Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, Madrid: Alianza Editorial, 2006, p. 26.
[18] Según Rilke, la gloria y la búsqueda de fama atentan contra el verdadero arte. En su libro sobre Rodin afirma que “la gloria, finalmente, no es más que la suma de todos los malentendidos que se forman alrededor de un artista”, Rainer Maria Rilke, Rodin, Barcelona: Ediciones de Nuevo Arte Thor, p.11.
[19] Peter Sloterdijk, El desprecio de las masas, Valencia: Pre-textos, 2005.
[20] Según Claudia Campaña todos los años, en la primera clase, Couve repetía a sus alumnos que un artista no podía tener más compromisos que con su arte, Ver Claudia Campaña, Adolfo Couve: una lección de pintura, op.cit., p.110.
[21] Adolfo Couve, Prólogo a Cuarteto de la infancia, op.cit, p.8.
[22] Para Bajtin el mundo creador del texto está compuesto por el autor, los lectores y –de manera contundente- por la realidad reflejada en la novela. Ver Mijail M. Bajtin, Problemas literarios y Estéticos, La Habana: Editorial Arte y literatura, 1986, p. 463.
[23] Cabe destacar, sin embargo que estas características de su narrativa y su posición ante el arte y la figura del artista no responde a una postura reaccionaria en el plano ideológico. Es conocida la adhesión de Couve al gobierno de Allende y su intención, una vez egresado de la escuela de Bellas Artes, de integrar las filas del partido comunista. A pesar de no hacerlo, dado que sus amigos lo convencieron de que un aristócrata en el partido sería un sinsentido, se relacionó amistosamente con Allende, quien aceptaba su opción por el no compromiso partidista y por un arte libre de las contingencias inmediatas.
[24] José Promis, La novela chilena del último siglo, Santiago: Editorial la Noria, 1993, pp. 217-221.
[25] En Michael J. Lazzara, Los años de silencio. Conversaciones con narradores que escribieron bajo dictadura, Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2002.
[26] Manuel Jofré, “La novela chilena: 1965-1988, en Chile: 1968-1988, Los ensayistas, Georgia Series on Hispanic Thought, 1987 / 1988, N.22-23.
[27] Adolfo Couve, Revista Libros de El Mercurio (24 de octubre de 1993).
[28] José Ortega y Gasset, “Ideas sobre la novela”, en Meditaciones de El Quijote, Madrid: Revista de Occidente, 1963.
[i] Los postulados de Couve comulgan íntimamente con los de Ortega, respecto al procedimiento de la descripción como medio para crear una realidad alternativa: “No hay nada más maravilloso que describir! Si describo la grandeza de Dios, con el lenguaje adecuado, estoy orando, esa es mi mística. Yo creo que a Dios lo que más le gusta es que le admiren su Creación.” Y más adelante: “la descripción es lo que más me interesa en la vida. Es mi manera de rezar. No soy beato ni católico. Los artistas tenemos otras iglesias.”, Adolfo Couve, Revista Libros de El Mercurio (24 de octubre de 1993).
[ii] José Ortega Y Gasset, Ideas sobre la novela, p. 181.
[iii] Georges Bataille, La felicidad, el erotismo y la literatura, Buenos Aires: Adriana Hidalgo editores, p.18.
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* Cristian Montes Capó, profesor de literatura, Universidad de Chile.
Es asombroso descubrir cómo se articulan las ideas y pasiones en torno a la poesía habiendo tanta distancia geográfica -nunca…