Por Diego Muñoz Valenzuela

Retrocedo en el tiempo y visualizo una escena más que absurda para los parámetros de nuestros tiempos: una vieja micro a medio desarmar, despintada y rechinante, repartiendo su humareda por la ciudad de Santiago.

Subo por la pisadera corroída, pago con ínfimas monedas el importe a un chofer de eterno mal carácter, que tras cortarlo con rabia, me arroja el boleto como si fuera una dosis de napalm. Sigo las instrucciones que gruñe y, obediente, emprendo el camino. Se trata de “avanzar por el pasillo atrás”. Porto un archivador con mis cuadernos y visto el uniforme de la enseñanza media, con el desbarajuste de rigor: el cabello desordenado, infringiendo el límite del cuello de la camisa; el nudo de la corbata añil no solo suelto sino que, por añadidura, comprimido y chueco.

Sobre la superficie bamboleante de la micro prehistórica sueño con otro mundo, tal como en aquel momento hace buena parte de mi generación. Medito acerca de las dificultades para lograrlo, que son  muchas, demasiadas. Cuando llego al final del pasillo, veo, acomodado en la última corrida de asientos, a un obrero, inconfundible por su bolso, los gastados bototos de seguridad y las ropas salpicadas de manchas y raspaduras. Está leyendo. Curioso irrefrenable, me acerco para investigar de qué libro se trata. Me asombra descubrir que se trata de LA METAMORFOSIS de Kafka. La edición de Quimantú de 1972.  Falta un año para que la locura y el terror se desaten sobre nuestro país. El obrero lee, atrapado por el mundo extraño, enrarecido, de la novela. Yo concluyo que una transformación gigantesca está en marcha. En ese hombre germinaba algo nuevo, poderoso, cuyos efectos eran imprevisibles. Había que abortar ese embrión. Así lo dispusieron esas fuerzas invisibles y poderosas. Kafkianas. Así culminó, pulverizado, el sueño de varias generaciones.

Existen momentos de anemia intelectual en los cuales es posible entramparse -a pesar de que ejerzo una autovigilancia extrema- y ocurre que a  veces caigo, usualmente impulsado por un interlocutor majadero. Así me he visto arrastrado hasta una encrucijada donde se me conmina a escoger a un solo escritor predilecto. Debo confesar que he experimentado más de una vez la tentación de señalar a Franz Kafka. No creo en los rankings, no creo en las listas cortas de iluminados, sí en las listas extensas y heterogéneas. Sin embargo, no podría excluir de ninguna lista, por más corta que ella hubiese de ser, a Kafka. Nadie como él se anticipó a develar las sombrías formas que conforman el estrato del capitalismo. Seco, brutal, desalmado. O las redes inconmovibles de la burocracia.

En Kafka se entremezclan biografía y producción literaria. Todos sus materiales provienen de la vida que le correspondió, aquellos que sus bellos ojos oscuros y profundos pudieron escrutar mejor que nadie: el dolor que proviene del predominio de la inhumanidad, el sinsentido de los procedimientos burocráticos, el abandono del ser humano subsumido en una estructura social inmisericorde que genera angustia, opresión. Cualquier semejanza con el actual orden de las cosas vendría a ser mera casualidad, ¿cierto? Juicios interminables, imputados poderosos que salen impunes de evidentes y flagrantes delitos (hasta de crímenes), detenciones abusivas, absurdas, aplicación de leyes antiterroristas a los más débiles, torturadores paseando por las calles disfrazados de honestos ciudadanos. La lectura de Kafka en el Chile actual trae, inevitablemente, unos siniestros aires de familiaridad.

Pienso que no existe un escritor tan moderno como Kafka, aun cuando nos acerquemos al centenario de su fallecimiento. La prosa exenta de artilugios, el lenguaje preciso, seco, casi notarial, la indiferencia del narrador, propia de un amanuense imperturbable. La innegable penetración de su mirada, la intuición de rayos X.

Lilian Elphick acometió en K, su nuevo libro que nos convoca, la tarea de construir un homenaje literario digno de la importancia y, sobre todo, la vigencia de Franz Kafka. En K se advierte la pulsión de un legítimo fervor, tal vez lo opuesto a la veneración de un ídolo sacro; se advierte más bien fraternidad, ternura, compasión, complicidad. Viene a ser una suerte de exhumación o invocación  del espíritu de K, para a partir de él –tomando de aquí y allá los efectos que su literatura hizo posibles en cuanto comenzó a divulgarse de manera póstuma- escribir un texto integral y multiforme capaz de materializar al autor entre nosotros.

K es un libro heterogéneo y curioso, una especie de baúl repleto de pequeños tesoros. No obstante el conjunto posee una estructura integradora muy potente. En cada página de K encontramos a Kafka, a sus progenitores, personajes, amigos, sus novias, otros escritores y personajes de esos escritores, grajos, escarabajos..

También este libro es una epopeya de la escritura, epopeya de la vida de un gran escritor que no quiso que su obra fuera conocida y que se convirtió, post mortem, en uno de los más grandes autores de nuestra era. Y aventura de la escritura en sí misma, conducidos por la pluma de Lilian Elphick. Encontrarán, si buscan con cuidado, muchas alusiones al proceso de escribir. Para muestra un botón. Al final de K bajo la lluvia: “intentando sostenerme al mundo a través de la escritura, que era la cerradura mayor y con la llave perdida irremediablemente”. Una conexión con Rodrigo Lira: “porque escribí estoy vivo”, aseveró el poeta, “la poesía terminó conmigo”. Aconsejo la lectura de K en la escritura, que incluye un fragmento del poema referido a modo de epígrafe.

El nazismo y el Holocausto, pesadillas que Kafka intuyó, pero no alcanzó a ver (en eso tuvo fortuna respecto de las tres hermanas que lo sobrevivieron sólo para ser  asesinadas en los campos de concentración). La literatura se plantea como un refugio inexpugnable frente al horror. Se me ocurre pensar en K en el adiós, despidiéndole del fiel Gregorio,  donde K sube a un humeante tren cuyo destino no conoce.

Si afirmara que K es un libro de microrrelatos o minificción estaría diciendo una verdad a medias, que viene a ser una mentira en el mundo tangible, aunque tal vez una total veracidad en el mundo de la literatura.  Sin embargo, sí que constituiría una simplificación reduccionista; sería más fácil de entender, pero no por ello más cierto, y -menos todavía- exacto. De hecho, se marca una tendencia en el trabajo de Lilian Elphick. Esta tendencia se manifiesta hace algunos años, primero de manera subrepticia, insinuada; luego, de forma sutil e incluso intensa. Así ha ido –con dosificación, disimulo y astucia- acostumbrándonos gradualmente a estos cambios, dorándonos la píldora y experimentando al mismo tiempo.

Ana María Shua, destacada microcuentista argentina, ha señalado que el género brevísimo tiene una de sus fronteras limitando con la comarca de la poesía. El trabajo de Lilian Elphick se inscribe crecientemente en torno a dicha frontera, y en particular los textos de K tienden a cruzar el límite de forma flagrante, lo cual no constituye ninguna infracción, sino que por el contrario: una invasión virtuosa y exquisita para un paladar literario refinado.

Por ahí he insinuado, hasta ahora con timidez, que el auge del microcuento se correlaciona en cierta forma con la declinación de la poesía. No me refiero a una declinación intrínseca, porque pienso que la poesía goza de buena salud; hablo de la baja de interés de editoriales y lectores (esto es como el huevo y la gallina, no es fácil decir cuál es causa y cuál consecuencia cuando existen relaciones de interdependencia compleja). Lo concreto es que la publicación de poemarios –más allá de sus excelencias o carencias- usualmente llega a unos pocos cientos de ejemplares, cuando no a unas pocas decenas. Se publica y se lee poca poesía en nuestro mundo posmoderno, y soy el primero en lamentar esto. Siempre he afirmado –y soy fiel a esta práctica- que un narrador debe ser un muy buen lector de poesía.

Creo que la poesía –indestructible, imprescindible para la supervivencia del alma humana en tiempos difíciles- reemerge a través del microcuento. No pretendo en la presentación de K desarrollar los argumentos o destacar los ejemplos que respaldan esta tesis, aventurada por decir lo menos. Básteme indicar que cuando ustedes lean K advertirán que esta idea controversial no lo es tanto. Y que la literatura –más allá de los catálogos literarios, de los compartimientos que pueden intentar imponérsenos a los autores desde el territorio académico – sólo tiene que ganar con estos cruces de fronteras. La literatura, cuya estructura interna es mucho más rica y compleja que un ordenamiento de cajas rotuladas con denominaciones como poesía, cuento, teatro, novela, microcuento.

Vaya impostura. J’acusse: Lilian Elphick viene aplicando desde hace un buen tiempo métodos y formas propios de la poesía en su micronarrativa. Y no sólo le ha bastado con esto, sino que ha introducido evidentes insertos del drama y si nos ponemos un poco más agudos, incluso dosis novelísticas y ensayísticas. Ergo, nos ha pasado –y lo peor es que para bien, por fortuna recalco- gato por liebre.

Descartado el fútil encasillamiento en géneros, solo cabe abocarse a los textos mismos, disfrutarlos, paladearlos. No es tarea fácil, acaso se asume como un entendimiento, una intención de comprender racionalmente lo que está dicho. Aquí estamos frente a una obra de arte, que debe ser degustada, observada, sentida, disfrutada. Usted ha de leerla en voz alta, una y otra vez. Recitarla, quizás. Olerla, lamerla, acariciarla, sentir su textura. Dejar que las palabras penetren la piel por osmosis y lo contaminen de esa entrañable mezcla de dolor, dulzura, desconcierto, belleza e imaginación.

K, paradójicamente, reconstruye la sensación de la narrativa kafkiana, sin modificar su esencia, pero utilizando otros procedimientos bien diferentes, a veces casi opuestos al estilo de Kafka, que destella por su prosa directa, magra, exenta de metáforas y ajena a la utilización de cualquier clase de adorno. En la prosa de Elphick hay mucha textura poética, imágenes, belleza. No obstante, el sabor del conjunto, la metáfora global es la misma; un efecto notable.

Se lucha por tener, por entender en nuestro mundo. Se lucha por el poder, sobre todo por el poder económico. Cuando la preocupación debiera centrarse en ser, sentir, compartir. Despertamos cada mañana transformados en horribles insectos tras haber soñado con las batallas cotidianas en el mundo que Kafka nos hizo ver con su prodigiosa narrativa. El escritor que no quería ser leído, hizo una de las contribuciones más maravillosas a la literatura moderna.

Quiero cerrar estas palabras con unas citas de Kafka; brillantes, sabias y tremendas:

“La literatura es siempre una expedición a la verdad”.

“Cualquiera que conserve la capacidad de ver la belleza no envejecerá nunca”.

Ahora, afírmense en sus asientos:

“Toda revolución se evapora y deja atrás sólo el limo de una nueva burocracia”.

¿De dónde extraer esperanzas entonces? Quizás del último reducto que me va quedando: el fulgor de Antonio Gramsci. Anoche soñé que me convertía en el Intelectual Orgánico y que el mundo era bueno y me gustaba, y que yo hacía lo mío sin mezquindad ni medida, como los demás, y que todos eran-éramos dichosos viviendo de esa manera. Dijo Gramsci, lo cita la propia Lilian Elphick como epígrafe de “La mirada de K”: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

Me aferro al madero de Gramsci, con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. ¿Quién tendrá la razón, Kafka, Gramsci, Elphick? ¡Qué enigma! Es posible que los tres. Lean este libro y entren en su sueño, porque nos hace mucha falta.

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Presentación de Diego Muñoz Valenzuela al libro K, de Lilian Elphick. 14 de Mayo de 2014

K, de Lilian Elphick

Ceibo Producciones, Santiago de Chile, 2014