Para Lika, mi amor. Soy los abrazos que ella me ha dado…
Espejo de Espalda
El hombre se despierta súbitamente de madrugada. Se levanta con urgencia y busca un espejo. Se mira y lo que ve es su imagen de espalda. La nuca cubierta por su pelo canoso. Los hombros y espalda llenando el reflejo.
Se mueve una, dos veces y el cuerpo reacciona con sincronía. Es su espalda, no hay duda. Corre hacia otro espejo en la casa y el resultado es el mismo. Sale a la calle, y busca su imagen en los autos, en las vidrieras, en las ventanas. Su espalda todo el tiempo. El pecho se le aprieta y endurece. Entra en pánico. Trata de recordar su rostro tal y como era la noche anterior, antes de acostarse. Aparece tibio en la memoria, diluyéndose. Intenta evocar sus manos lavándose la cara, afeitándose o estirando sus ojos para disimular las incipientes patas de gallo. Pero la imagen de su rostro se aleja veloz de su mente. Vuelve a casa desesperado. Busca una foto suya en una carpeta del escritorio. La encuentra dada vuelta, cubierta por papeles. Sus manos se hielan. Siente miedo. Lentamente retira los papeles sobre la fotografía y un segundo antes de girarla, su corazón se detiene. Cae al suelo boca abajo. Dos horas después encuentran su cuerpo frío, con la nuca cubierta de canas y su espalda llenando el espacio.
Salud Mental
Sube al bus y le dice buenos días al chofer apuntando a los ojos. Nadie más lo hace. El conductor no le responde. Ni siquiera lo mira. No lo hace con nadie. El avanza a ras de piso, con sus zapatos regalados y dos números más grandes. Se acomoda la solapa del Montgomery original. Lo tiene desde 1949 y es lo único que realmente le pertenece. A sus amigos del psiquiátrico les dice que su abrigo y él, son una sola piel. Jamás se lo saca. Ni siquiera en el verano Santiaguino, seco, pegajoso, donde el cemento del hospital amplifica el calor hasta la asfixia. Comienza su discurso modulando cada silaba, apoyando su hombro izquierdo sobre una de las puertas del bus. Soy epiléptico, esa cuestión que a uno le viene sin aviso, te agarra donde te pille y te tira al suelo como saco de papas. Tengo delirios psicóticos y trato de mantenerme tranquilo fumando mis cigarros en el patio del psiquiátrico. Vengo a pedir ayuda por la salud mental de Chile, me preocupan cada uno de ustedes, damas y varones, de todas las edades, ahí sentados, mirando por la ventana hacia el vacío, divagando en superficialidades, tratando de juntar plata para pagar deudas que seguramente heredarán a sus hijos, vestidos de lo que no son, tristes, apagados, moldeados a la pinta del gerente de alguna tienda comercial, que conoce hasta el último detalle de sus vidas privadas, porque ustedes las publican en Facebook. Y se supone que el enfermo soy yo. Toca el timbre del bus y se baja riendo a carcajadas.
Crecer
La piel comienza a ceder, estirando sus pliegues de arrugas victoriosas, dolores viejos, huellas esquivas y caricias tatuadas… y entonces, sólo ahí, los huesos suenan. Por momentos, truenan, gimen, aúllan, murmuran y finalmente se rompen silentes, como si fueran el último acorde de una canción triste que nadie recuerda. Sólo entonces, el hueso roto comienza nuevamente a crecer, con el brío y la luz de un sol naciente…
Cerros
Lo primero que entra a su cuerpo, cada vez que abre la puerta, es una bocanada de aire marino que le infla los pulmones y le yergue el cuerpo haciéndolo crecer un par de centímetros. Comienza a caminar con los pies sostenidos por un viento que busca el mar y que lo empuja Cerro abajo, por momentos a paso lento, por otros a galope. Mientras lo hace, otros suben, varios bajan y con todos hay un saludo de ida y vuelta, repleto de gestos y códigos de identidad resumidos en una leve y cálida inclinación de cabeza. Las calles se mezclan con pasillos y escaleras que aparecen de improviso y que guardan el secreto que sólo conocen quienes recorren día a día sus escalones: en esta ciudad de cerros espontáneos es necesario subir para bajar, caer para volar, cerrar los ojos para no perder de vista el camino. Llega al pie del cerro y una pequeña muerte lo abraza. Caminar en el plano no es lo mismo. Vuelve a sentir el cuerpo y entra en el mundo real por algunas horas, hasta que el sol comienza a dormirse y se hace necesario volver a la cima, al ritmo pausado de un monje zen que reconoce en su camino el regreso a su origen. O la de un salmón viejo nadando contra corriente añorando el lugar donde nació.
Tesoros
El cuerpo de él se instala en la Biblioteca y comienza la sincronía. Sus dedos largos y delgados, con nudillos que crujen por el frio de la Sala, avanzan hacia el libro extrañamente encargado. Su palma toma con fuerza el texto elegido, tratando de sentir esa vibración que solo tienen las páginas imprescindibles, buscando escuchar con la piel las señales de un mandato imposible, una marca a fuego de complicidad antigua, que lo empuja a leer esas letras urgentes. Al otro lado del tiempo, en una época distinta, una mujer cierra los ojos. El claustro no le impide soñar. La mente de ella vibra al unísono con los dedos largos de él, conectados sin tiempo ni espacio en el mismo propósito, palpar esos tesoros bibliográficos, que siempre le estuvieron vedados sólo por el hecho de ser mujer. Hoy, en este preciso instante puede por fin tocarlos, conectada con las manos de un hombre de otro tiempo. Recorren juntos esos textos antiguos, indagando en su memoria, vinculando heridas, desempolvando cicatrices de batallas vitales, de otros lectores, anteriores, primordiales. Como ellos. Sumergirse en esos libros reliquias, es el acto simple que los salva de la muerte. Pareja en tiempos dispares, sólo vive cuando lee.
La Mensajera
El papel estaba escrito con letras minúsculas, hilvanadas a partir de sentidos ancestrales y con trazos dibujados entre laberintos uterinos nocturnos, con sus paredes teñidas de colores. Quién haya sido el autor, lo escribió consciente de que el simple papel no podría ser comprendido en su totalidad, sin antes ver los ojos de la mensajera. Sería ese instante pequeño, donde el cruce de miradas se transformaría en pluma y pincel, instalando en el corazón del afortunado lector, la certeza de que el mensaje había llegado a su puerto.
Fue entonces cuando la mensajera, se paró frente a mí y cerró sus ojos por un tiempo, hasta esperar que yo, bendecido lector, despejara mi mirada de nubarrones anacrónicos, lo que no tomó más de un mágico segundo, para luego buscar el encuentro de miradas y, por fin, comprender el sentido de su letra, que decía: mi inconsciente ya te sentía…
En el Útero
Sintió, sin saber aún lo que significaba la noción de sentir. Su estado se moldeaba sin prisa, las formas se empezaban recién a definir. No era todavía. Quizás la palabra que le hubiese gustado pronunciar, de haber podido hacerlo, era “caminante”. Así estaba. Caminó hacia. Se movía hacia adentro, como quien se constituye con la intuición de lo que necesitará al arribar a su destino. Saldrá de ahí, donde está hoy, caminando directamente hacia lo que ahora está soñando, y el sueño dejará de serlo. Y el camino serán sus pasos, sus milímetros primordiales, sus días y semanas gestando armonía, sus latidos palpitando sonrisas.
Ángeles
Fluye, se transporta de un lugar a otro encaramada en un hilo de luz delgada y fosforescente que encontró, hace unos meses, colgando de un árbol de naranjas. Tres meses para ser exactos. A ella le gusta el pulso de la exactitud, lo preciso, aquello que encaja de manera cosquillosa en los moldes de la vida y provoca ese descanso que sólo dan la risa y el relajo. Viaja todo el tiempo y poder verla pasar es una fortuna. Pude sentir su estela de luz atravesando mi pecho hace tan sólo unos segundos. Jamás podré olvidarla, aunque no vuelva a descifrar los trazos de su ruta anaranjada.
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Alex Barril, nació en 1970 en la ciudad de Valdivia, Chile. Vivió en Ecuador y Nicaragua. Es Periodista y Magister en Antropología y Desarrollo. En Abril de 2006, publicó su novela La Memoria del Caracol, bajo el sello de MAGO Editores. Algunos de sus cuentos han sido publicados en antologías de narrativa chilena actual, producidas por la misma editorial. Ha participado en los talleres literarios de las escritoras Lilian Elphick, Diamela Eltit y Ana María Del Río.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.