(Léase en penumbra)

Por Miguel Vera

El gran pintor y dibujante decimonónico Karl Friedrich Louis Dobermann, misógino y gran bebedor, descubrió -sin saber cómo- algo simplemente extraordinario. Debía entregar con prontitud una serie de dibujos para la Facultad de Medicina, y sólo le faltaba un estudio de la estructura ósea de la mano izquierda.

 

Mientras dibujaba con preciosa exquisitez, consultando manuales de anatomía y modelando la suya como referencia, ocurrió un milagro: al eliminar una imperfección del hueso escafoides utilizando una afilada goma de borrar, observó que se le quitaba un dolorcillo permanente justo en dicho punto, fruto de una incipiente artritis, algo fatal para su actividad. (Solo un artista, una persona que percibe lo sutil, puede darse cuenta y relacionar algo así). Con curiosidad, redibujó el error y junto con eso, la molestia se volvió a presentar. Reprodujo la secuencia varias veces y finalmente se convenció. Pero, ¿qué ocurrió?, ¿sería el lápiz, la goma, el papel que empleaba en sus trabajos o él mismo se había convertido de súbito en hechicero? A modo de experimento, extrajo los dibujos correspondientes al cuerpo humano desde una carpeta con trabajos terminados y repitió el prodigio, agregando una imperfección al tobillo y luego borrándola con muchísimo cuidado. Vio que funcionaba también, pero al revés: había inducido dolor. Comunicarlo, dejarlo escrito, ¿qué hacer? Optó por seguir investigando en solitario y para celebrar este descubrimiento, se preparó un trago doble. No se alteró para nada con lo acontecido; lo tomó como lo más natural del mundo, pues él era un impertérrito prusiano de pura cepa y además, siempre le pasaban cosas extrañas. Luego de beber, se fue a dormir.

Al otro día se levantó tarde. Lavó su cara varias veces con agua fría para espantar la resaca, y retomar el trabajo. Al ver nuevamente el boceto de la mano y la carpeta abierta con la anatomía del pié, recordó la instancia, disipando las últimas brumas alcohólicas: había descubierto la forma de modificar el dolor, al menos el propio. Una vez más (típico del carácter germano), repitió las experiencias realizadas en la víspera y el resultado fue el mismo. De hecho, se había acostado sin aquella molestia que le perturbaba el sueño y justificaba el uso del licor como sedante, lo cual le sentaba bien a cualquier hora.

Karl ordenó sus dibujos a media tarde, y antes que cerraran las oficinas de la Facultad, los entregó en la Secretaría dentro de un gran sobre dirigido al profesor que se los había encargado. Su regreso a casa fue más rápido que lo acostumbrado. Acució a su caballo al máximo para resolver una intriga que lo había asaltado en el intertanto, ¿podría modificar algo más que el punto neurálgico de un hueso?

Rápidamente se convenció que esta técnica no tendría límites: se miró al espejo para comprobar que el gran lunar negro seguía en su sitio, encima de la ceja derecha. Dibujó con detenimiento su rostro de frente y luego fue borrando la mancha, siguiendo el patrón utilizado la noche anterior, pero de forma cruzada desde luego; el espejo invierte la imagen. Efectivamente, la imperfección se limpió del rostro y –luego de pensarlo un poco- decidió no devolverla a su sitio. Pasó de inmediato a la siguiente fase, premeditada horas antes: mediante un arreglo con dos espejos, dibujó su perfil con muchísimo cuidado, guardando como respaldo las proporciones exactas de cada facción. La nariz era algo ganchuda y excesivamente larga. Procedió a bosquejar una forma ‘romana’, que –según su apreciación- le sentaría bien, pues era una nariz propia de un tipo con carácter fuerte, tal como él. Se realizó el cambio rápido, casi sin molestias. Karl miró su imagen en los espejos con satisfacción por primera vez en su vida; incluso, se permitió esbozar una sonrisa.

Semanas más tarde había modelado todo el cuerpo al antojo de su ánimo del momento. Tenía plantillas exactas de todo lo que ya constituía su alter ego, pero como debía salir a visitar clientes, contaba con los respaldos necesarios para convertirse en el viejo Karl, el que todos reconocían, pero sin el lunar (lo que nadie advirtió). Su otro yo no solo era físicamente perfecto; había incorporado paulatinamente rasgos de carácter opuestos al suyo –a punta de voluntad-, para conformar un todo agradable: afectuoso, vivaz, decidido y elegante, en lugar de frío, lento, indeciso y vulgar, características propias de su personalidad. Dado que su situación económica era buena, comenzó a frecuentar por primera vez cafés de moda y salones de reunión de la alta sociedad, vestido a la moda y transportándose en un moderno sulky (*). Vieron en él a un par y lo aceptaron sin indagar demasiado acerca de su procedencia, pues hablaba con acento regional.

Su misoginia continuó inalterada, porque las damas percibían instintivamente algo raro en él como para relacionarse más. En tanto que, en el ámbito masculino, conquistó nuevos amigos aumentando su cartera de clientes, empleando otro nombre, desde luego. En honor a la verdad, debemos decir que su afición a beber no cambió un ápice. De hecho, cada vez bebía más, al punto de tener ataques de delírium tremens, en los cuáles vislumbraba alimañas y monstruos de diversa clase, los que comenzó a dibujar durante o después del episodio. Estando sobrio un día, resolvió enviar sus nuevos trabajos -ambientados en siniestras escenas- a un periódico norteamericano que leía ocasionalmente y con mucho retraso, donde publicaba cuentos de terror un tal Poe, Edgard Allan Poe, quién lo visitó en más de una ocasión haciendo el largo viaje desde Baltimore hasta Turingia. Fruto de esa amistad surgieron los mejores trabajos del escritor, aunque este dato sigue siendo desatendido en sus biografías, hasta el día de hoy.

La enfermedad de alcoholismo que aquejaba a Karl Friedrich aumentaba en intensidad, sin que tomara cartas en el asunto. Una noche singular, una medianoche como extraída de las “Narraciones extraordinarias” de Poe, Karl tuvo un feroz acceso delirante. Tambaleando, se acercó a la mesa de dibujo, extrajo su carpeta personal del cajón y comenzó a borrar la cara, reemplazando los rasgos por una imagen persistente en los ataques etílicos y con la cual se sentía cada vez más identificado. Era la imagen de un perro negro azabache de gran presencia y temible; de rasgos finos, pero con expresión feroz a la vez, con ojos fulgurantes… con orejas diabólicamente puntiagudas. Modificó enseguida el cuerpo en el dibujo: estilizado, musculoso y ágil, presto al ataque, de acuerdo con el modelo de sus ensoñaciones. De repente y sin mediar abracadabra alguno, estaba convertido en aquel ser de porte siniestro en la mitad de la noche: una raza de perro totalmente desconocida en los albores del siglo XX. Salió al extenso jardín y luego se quedó dormido allí, entre los setos.

Cuando el ama de llaves llegó a hacer el aseo a la mañana siguiente, comenzó su rutina ordenando el escritorio de trabajo. Barriendo todo lo que estaba en el suelo, de acuerdo con las instrucciones que Karl –su patrón- le diera hacía tiempo, juntó toda la basura en una pala y la metió al incinerador, donde los bocetos de Karl y su máscara perfecta desaparecieron con el fuego para siempre.

Este es el verdadero origen de la raza de los dóberman, nombre que se le dio a este terrible perro, por haber sido encontrado en el jardín del desaparecido Karl Friedrich Louis Dobermann.

Se han realizado a la fecha numerosas investigaciones científicas para determinar el origen de esta raza, pero ningún cruce conocido la genera. La ingeniería genética no existía en esa época a nivel conceptual y menos, a nivel instrumental; hoy –en cambio-, crear monstruos utilizando estas técnicas es cosa habitual de cada día y ya nadie se sorprende.

 

Para mayor referencia, consulte en:

http://es.m.wikipedia.org/wiki/D%C3%B3berman

Allí se indica textualmente, lo siguiente: «Posiblemente los estudios genéticos puedan algún día dar más información exacta sobre el origen del dóberman; actualmente, esto es desconocido«.

 

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(*) Carruaje pequeño, con dos ruedas y un caballo.

 

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Hugo Salas es el seudónimo con el cual escribe Miguel Vera, profesor de física inicialmente, pero dedicado a la física aplicada en la actualidad. Hugo por ser su padre quién lo guió por la vida y la literatura y Salas por el filósofo chileno Darío Salas, quién creó una física de lo humano.

 Hugo Salas escribió cuatro libros de ciencias para la editorial Arrayán, conociendo allí al poeta Carlos Cociña. Luego de un largo período de conversaciones en torno a las letras con él, se va motivando poco a poco para expresar sus propias ideas, asombrado al descubrir que las palabras son portadoras de energía, y que al escribir, puede haber un acto mágico creativo de formas y emociones que, de hacerlo bien, podrían –pretensiosamente- motivar rutas. Luego de escribir un libro de robótica y de publicar numerosos artículos técnico-científicos en diversas revistas especializadas en el país, comienza a enviar cuentos a un magazine de la Patagonia argentina, donde también son acogidos sus artículos de divulgación con temas de física. En Venezuela publica también algunas crónicas.

 Actualmente es alumno en los talleres del escritor Diego Muñoz y prepara un libro de cuentos y también una novela, orientados hacia la ciencia ficción.