Por Gemma Pellicer y Fernando Valls (Universidad Autónoma de Barcelona)
Este libro de cuentos se vincula de forma heterodoxa a la tradición de la prosa vanguardista.
En todos los relatos, que conservan un tono intimista entre reflexivo y narrativo, se trata de iluminar zonas oscuras de la existencia a fin de que el miedo, la confusión y el sinsentido de la vida desaparezcan. Para ello el autor ha armado un conjunto de relatos donde la acción se detiene en el centro de la oscuridad, y donde los personajes, náufragos involuntarios de unas vidas empantanadas, se revuelven contra un destino a la deriva.
Cuento español actual, prosa vanguardista, autorreflexiva.
No me extraña que los primeros atisbos de vocación artística del autor fueran los de pintor y poeta, siempre interesado –además- por la música, pues todas estas artes tienen un destacado papel en sus narraciones. Tampoco debería sorprendernos que un corredor de fondo como es Tizón haya necesitado siete años para darnos un nuevo libro (Técnicas de iluminación, Páginas de Espuma, Madrid, 2013), si finalmente posee la calidad de éste. Por no hablar de la satisfacción que produce volver a constatar que no todos nuestros escritores son velocistas de medio pelo.
Me parece que la mejor manera de entender la narrativa de Tizón es vinculándola a la tradición de la prosa con ribetes vanguardistas, experimentales, entre nosotros minoritaria, sin que por ello falten cultivadores notables. Los últimos quizá sean Carlos Edmundo de Ory, Antonio F. Molina, Javier Tomeo, José Manuel Caballero Bonald o Hipólito G. Navarro. Aunque de quien más cerca deba sentirse en la actualidad sea de Ángel Zapata, autor de ese gran libro que es La vida ausente (2006). No se trata, pues, de un vanguardismo de estricta observancia, aun cuando podría afirmarse que el autor de Velocidad de los jardines (1992) ha asimilado en su obra algunos de los procedimientos estructurales y lingüísticos de la prosa de las vanguardias, tales como la ruptura con la concepción lineal de la historia y la relación causa-efecto; la utilización de un espacio a menudo «inhóspito y crucial, emocionante» (p. 58); o bien el uso de imágenes, metáforas, sinestesias, asociaciones y comparaciones insólitas o sorprendentes. Sin embargo, sospecho que el principal reto ha debido de consistir en armonizar la electricidad verbal con la imprescindible narratividad de estas páginas.
De igual modo, en un libro de semejante estirpe no podía faltar cierto componente autorreflexivo, que encontramos diluido en relatos como “El cielo en casa”, que abordamos más adelante, “Manchas solares” o “Los horarios cambiados”, este último una poética, en esencia, que el autor desarrolla mientras se ocupa de la vida de un matrimonio, de sus vacaciones, de la complicación que supone tanto armar una maleta como escribir un relato. Dividido en cuatro secciones que son como las «franjas horarias» de su relación, el relato avanza hasta cumplirse en ellos el destino que anticipa el propio título. Por el contrario, en “Manchas solares” sucede todo lo opuesto: así, el relato se inicia con la traición de la pareja del narrador, que le comunica su abandono en una carta aséptica y hostil, con el lenguaje manido del amor: «Querido, cuando leas esta carta yo ya…» (p. 102) y le anuncia su huida con otro hombre –«Nada tiene explicación» (p. 105), se repite el narrador a sí mismo–; si bien el relato concluye con el regreso a casa de la esposa arrepentida: «Todos tenemos dudas, todos tenemos miedo, todos estamos muy solos» (p. 113); «Tanta infelicidad, para qué» (p. 114).
El volumen se abre con el cuento titulado “Fotosíntesis”, una declaración de principios sui generis y, sin duda, un relato con la función de servir de marco a todo el conjunto. Se trata, en fin, de una especie de balance vital cuando se ha alcanzado la mitad del camino, a la manera de un autorretrato ficcionalizado. Todo el relato es pura divagación, un fluir de la consciencia libérrimo y de tintes poéticos que va saltando de un tema a otro, hilando diversas imágenes por asociación, para mostrarnos el jugo de la experiencia. Una narración que se fragua por medio de la incursión de greguerías e imágenes surrealistas, de metáforas pulidas que funcionan como destellos luminosos y que el narrador emplea para hablar del sentido y sinsentido de la vida –«Todos somos viudos de nuestra propia sombra» (p. 19), apunta–, bajo la apariencia de un estudiado caos, la forma que adopta siempre la existencia. Y, sobre todo, para recordarnos su fugacidad ineludible, mientras recorre sus pensamientos y se detiene en uno u otro como al azar de la mano de Robert Walser, tal como nos indica al inicio, convertido asimismo en esa especie de caminante irreductible que aparece en La historia del señor Sommer, novela corta de Patrick Süskind; relativizado todo ello por el humor que supone barajar, de vez en cuando, algún lugar común con visos de máxima, papel que desempeña el tío Hans en el relato.
“Merecería ser domingo”, por su parte, posee esa misma estética discursiva de monólogo interior, como si ambos cuentos formaran un díptico, si bien en esta ocasión el recorrido lo centra en tres momentos significativos de una vida, perfectamente delimitados: la juventud (En el silencio de la casa), presidida por la timidez y la soledad, cuando nuestra experiencia apenas se reduce al ámbito de lo doméstico y de los amigos; los primeros amores (En el silencio de la calle), con «la felicidad de ser dos» (p. 25) y el deseo de explorar juntos el mundo, «aunque yo seguía sin encontrar la Palabra» (p. 27) y, por último, la vida adulta que supone estar casado y tener hijos, y recorrer exhaustos un universo en descomposición (En el silencio del mundo), sin saber «si estábamos haciendo lo correcto» (p. 29), mientras la existencia discurre bajo el halo onírico e irreal de los sueños y un narrador en primera persona muy parecido al del relato inicial nos muestra sus desvelos por edificar una vida en común; por lograr cierta armonía en medio de tanto derrumbe. Aunque la voz del narrador pueda recordar a la que aparece en “Fotosíntesis”, aquí el avance de la trama no depende tanto del empleo fulgurante del lenguaje, sino de la construcción de imágenes oníricas hasta formar con ellas un tapiz alegórico, que el narrador erige para guiarnos a través de su periplo vital.
En “Ciudad dormitorio” una mujer recuerda un episodio misterioso de su juventud, cuando tenía que viajar desde más allá del extrarradio hasta el centro comercial donde trabajaba, al tiempo que discurría qué hacer con su vida, que le parecía ajena, mera «publicidad engañosa» (p. 51), cómo sobrevivir en un mundo extraño y degradado. Hasta que un día recibe el cometido de guardar una caja que no deberá abrir, aunque la intuye habitada por alguna alimaña, ni siquiera antes de hacerla desaparecer; quedando ambos destinos, el de esta Nueva Pandora en que se ha convertido la chica y el del recipiente, ligados sin remisión. En efecto, «El mundo entero (que bien podría comprender la ciudad dormitorio del título, y el centro comercial, y el despacho de su jefe en forma de cubículo y la caja misma, trasunto de una vida llena de incógnitas por resolver) no es más que un ruido caliente como la boca de un tigre» (p. 33), según anuncia la cita de Djuna Barnes con que Tizón encabeza el relato. Algo semejante sucede con el cuento titulado “Volver a Oz”, el más breve del conjunto, una especie de parábola inversa reformulada desde el tenebrismo que encierra la historia de El mago de Oz para mejor sacudir al lector, tal como logran las grandes fábulas.
“La calidad del aire”, cuento que se apoya en las elisiones y sobreentendidos, como lo hacen en distinto grado los anteriores, es la historia de un hombre que, tras ser expulsado de una fiesta sin que sepamos por qué, desea perderse, transformarse en busca de una nueva vida, traspasar el límite, romper «la carcoma de la costumbre» (p. 55). Ese viaje hacia el despojamiento radical que emprende, como si fuera una especie de asceta, es lo que se nos cuenta, pues el personaje acaba sin identidad, sin casa, en un barrio desconocido, junto a una exuberante y extraña mujer que lo persigue, y que de pronto le muestra, sentados los dos en una terraza, un huevo que sale de su bolso «del mismo modo que yo salgo de la fiesta» (p. 63) y que cabe interpretar como un correlato de sí mismo, pues no otra cosa es nuestro personaje que un hombre-huevo fuera de contexto, expulsado para siempre de una vida sin sentido ni destino; mientras espera que distintas gentes, despedidas asimismo de otras fiestas, se unan a ellos para formar una nueva comunidad.
Y en “El cielo en casa”, la desdichada pintora llamada Elisenda, desde el hospital en que se halla internada, narra su kafkiana relación con Usted, una rica galerista que le hace de mecenas, luego la convierte en su amante y, por último, la educa y transforma a su gusto, hasta vampirizarla por completo. Para ello, la humilla convirtiéndola primero en su secretaria y después en su criada, hasta que decide abandonarla sin el menor atisbo de humanidad. El relato termina con una revelación que esconde de nuevo una poética: «lo último que deseo es contar una historia, otra más, eso no. Basta. Porque a estas alturas las historias deben de estar hartas ya de que todo el mundo las cuente» (p. 141). El relato de cierre “Nautilus” vuelve a sumergirnos en el líquido amniótico del fluir de la conciencia que encontrábamos al inicio, esta vez a través de la distancia de un narrador en tercera persona. En él se nos muestra una vida que transcurre monótona, igual a sí misma, cuando de pronto le comunican al protagonista la muerte de su hijo, de la que terminará reponiéndose al cabo del tiempo, «hasta que un día» (p. 163) irrumpa de nuevo la desgracia.
En fin, el título del libro no coincide con el de ninguna de las narraciones breves que lo componen, aunque las englobe a todas. Se percibe en él cierta voluntad de revelación, de iluminar zonas oscuras de nuestra existencia a fin de que el miedo, la confusión y el sinsentido de la vida desaparezcan; para lo cual Eloy Tizón ha armado un conjunto de relatos en los que la acción se detiene en el centro de la oscuridad, y donde los personajes, con sus luces y sombras, se revuelven contra un destino a la deriva, náufragos involuntarios de unas vidas empantanadas. Así pues, el título alude a la luz física, si bien anuncia que el autor va a dirigir su foco de atención sobre algunos instantes cruciales en la existencia de sus personajes, que suelen vagar de acá para allá, inquietos e incómodos mientras se adentran en el abismo o avanzan entre tinieblas, para que sepamos quiénes y cómo son, y cuál es su capacidad de reacción ante las diversas situaciones comprometidas con que se enfrentan.
Por todo lo cual, más que lo que se cuenta, importan las inquietudes de los distintos narradores y personajes, su exaltación o desazón, la soledad que padecen, las peculiares relaciones que mantienen con el mundo, amén de las constantes digresiones de un discurso que no desdeña expresarse poéticamente. No debe extrañarnos, por tanto, que los relatos aquí reunidos conserven un toque intimista, entre reflexivo y narrativo. Son cuentos, claro, en los que de alguna forma la narración se ralentiza: así se percibe cuando perfila atmósferas y ambientes, situaciones y psicologías. O bien en la escasez de desarrollo dramático de algunos relatos en favor de la presentación del asunto tratado a partir del esbozo de unas pocas escenas, en donde la elipsis resulta fundamental y el conflicto de cada historia pasa a un primer plano para ser diseccionado con lupa. Todo lo cual parece realizarlo sin renunciar –en diversas ocasiones- al empleo de un tono exaltado, entre poético y meditabundo, que recuerda a Juan Ramón Jiménez, tan admirado por nuestro autor.
En este libro de cuentos, en absoluto se trata de una mera acumulación de textos, es fácil reconocer la alternancia entre la unidad y variedad, de modo que las distintas piezas individuales comparten un fraseo semejante y aliento parecido, en las que lo trascendente suele aparecer oxigenado por lo humorístico. Destaca asimismo el uso extremadamente trabajado del lenguaje, al margen de que algunas historias sean más realistas en su trama y argumento que otras, de corte fantástico o absurdo. Dentro de tan exigente colección no resulta fácil decantarse solo por algunas piezas, pero quizá prefiramos “Fotosíntesis”, “Ciudad dormitorio”, “La calidad del aire” y “Alrededor de la boda”, hermoso cuento en torno a la exaltación de aquellos momentos excepcionales de libertad que, al ponernos en vilo, anhelamos prolongar, aun cuando la vida termine atrapándote, sometiéndote a su dictado.
Este es, por tanto, un libro de transición en el conjunto de su obra, en el que el autor parece andar en busca de una nueva voz que no acaba de cuajar del todo; un lenguaje distinto y más adecuado para representar los avatares del mundo actual. Buena prueba de ello es la alternancia de diferentes tonos hasta obtener una amalgama claroscura; una poética híbrida a caballo entre el realismo complejo, enriquecido, de los siglos XX y XXI, y un neovanguardismo atemperado por la necesidad de valerse de una historia que contar [1].
Fuente de origen: HispanismeS, núm. 3, enero de 2014, publicada por la Asociación de Hispanistas Franceses de Enseñanza Superior
[1]. Este artículo tiene su origen en la reseña del libro que Fernando Valls publicó en el suplemento Babelia del diario El País, el 9 de noviembre del 2013, p. 12, con el título de “Inhóspito y emocionante”. La versión que aquí damos aparece muy ampliada.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…