Por Edmundo Moure

 Hace cincuenta años, en un día como hoy, viernes 22 de noviembre de 1963, en la curiosa exactitud pretérita del calendario, fue asesinado John Fitzgerald Kennedy, Presidente de los Estados Unidos de América. Antes de él, en ominosa lista de magnicidios, fueron ultimados Abraham Lincoln (1865), James Garfield (1881), y William McKinley (1901); penoso récord para la primera democracia del Nuevo Mundo.

Yo tenía entonces veintidós años y trabajaba en la empresa Williamson Balfour, sita en Avenida Bulnes, frente al palacio de La Moneda. Cerca de las cinco de la tarde irrumpió una de las secretarias con la luctuosa noticia. Sentados frente a un kárdex de inventario de repuestos, estábamos don Hugo Petitbon, gerente de la filial, con un enorme puro encendido entre los labios, y yo, ayudante suyo, dictándole cifras que apuntaba en una gruesa libreta azul. Él era un cincuentón trabajólico, viejo y casi venerable para mí, derechista y fascistoide, admirador declarado de Mussolini y de Franco; no sentía predilección por Hitler, porque le repugnaban los alemanes.

 Cuando Petitbon (“pequeño bueno”; ni bueno ni chico: medía un metro noventa y pesaba ciento veinte kilos bien cebados) escuchó la mala nueva, escupió restos de tabaco y dijo: -Lo mataron los comunistas, seguro… -¿No habrán sido gángsters a sueldo de la corporación del acero?, me atreví a preguntarle, a modo de comentario, aludiendo a ciertas implícitas amenazas que aquel consorcio había hecho al joven presidente, como clara respuesta a “peligrosas medidas económicas” impulsadas por su administración reformista, que los republicanos de la época consideraron perversas.

 A don Hugo no lo alteró mi respuesta. Se limitó a decirme: -Mire mi amigo, usted está muy nuevito para entender estas cosas, pero yo sé muy bien hasta dónde son capaces de llegar los comunistas… No retruqué; era mi jefe y, además, me invitaba asiduamente al bar Ciro, de calle Agustinas, donde él se zampaba un litro de colemono, nuestra criolla bebida de fin de año, hecha de aguardiente, café con leche y especias aromáticas, de la que era consumidor habitual durante todo el año. El corpulento Petitbon se amistó con nuestro padre gallego y solía llegar los sábados a la casa-quinta con un par de cabritos lechones, vino en abundancia y whisky añejado. Lo perdí de vista después de los tormentosos 70’, pero tengo la certeza que le habrá prendido un cirio pascual a don Augusto luego del golpe militar. Don Hugo Petitbon era dueño de un edificio de departamentos en la Alameda, frente al cerro Santa Lucía. En su penthouse, como llaman los siúticos anglófilos al piso de arriba, disfrutamos deliciosos filetes remojados en coñac.  

 Buena parte de la juventud chilena de los 60’ vieron con buenos ojos la ascensión al poder del risueño mozalbete hijo de irlandeses católicos, quizá por su aura de reformista democrático, que a la postre iba a ser sólo deformación publicitaria. No obstante, articuló un ambicioso proyecto de cooperación hemisférica, llamado “Alianza para el progreso”, con el que pretendía conjurar la peligrosa epidemia que desató la Revolución Cubana en América Latina, a punto de expandirse, como incontrolable incendio, desde Río Blanco hasta la Patagonia.

 Eran los años tensos de la Guerra Fría, cuando se enfrentaron, a riesgo de desatar la tercera guerra mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética. En el episodio de los misiles con ojivas nucleares, instalados en Cuba, Kennedy probó fuerzas con Kruschev. El mundo pareció estar en vilo durante dos largas semanas, hasta que en el colosal “gallito” el brazo del bisoño estadista abatió la zarpa del oso ruso, como escribiera, en manida metáfora, un delirante reportero estadounidense.

 La Alianza para el Progreso, fuera de abarrotar nuestros arsenales tercermundistas de armamento en desuso y de organizar a las fuerzas armadas de la región para la llamada “guerra antisubversiva”, no tuvo ninguna significación en mejorar las deplorables condiciones de vida de las expoliadas naciones del patio trasero. Carter y Obama también lo han comprobado: existen siniestros poderes, sin rostro ni filiación, que siguen siendo intocables.

 Pero me dolió la muerte violenta de John Kennedy, y declaro que nunca pude sentir animadversión por aquel sonriente estadista, mezcla de jugador de béisbol y actor de comedias. Medio siglo después, y más allá de cualquier consideración ideológica, creo que influyó en mi discreta simpatía hacia él una de las más bellas y atractivas mujeres que han pisado la tierra, o surgido de sus entrañas, desde los días de la tentadora Eva… Hablo de Marilyn Monroe. Fuera de sus filmes –no me perdí ninguno- la vi y escuché cantándole el cumpleaños feliz al Presidente, con esa voz suya, levemente enronquecida y sensual: “Happy birthday, my dear President; happy birthday to you…”, mientras parecía devorarlo con esos ojos que hubieran rendido a un emperador… Décadas más tarde supe que habían sido amantes, mas mi proverbial ecuanimidad me hizo superar el turbio prurito de los celos…

 Recuerdo hoy a John Fitzgerald Kennedy, con la nostalgia de los años juveniles y con una encendida admiración… No es asunto trivial haber disfrutado en vida las rubias primicias del paraíso.

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Viernes 22 de noviembre, 2013