Por Jorge Núñez A.

Más allá de la esfera del Derecho positivo y su Código Civil o del sonambulismo isabelino universitario, Andrés Bello. Filosofía pública y política de la letra, volumen de cuidada factura y 195 páginas foliadas, pareciere ser el resultado de discusiones (algunas arduas) antes que de investigaciones de salón.

Todas las verdades se tocan.

  Andrés Bello.

No existe nada fuera deltexto.

 Jacques Derrida

 

Con una teórica selección de seis autores, algunos célebres y otros menos conocidos, sorprendentes y originales, el volumen Andrés Bello. Filosofía pública y política de la letra se consagra a uno de los tópicos del pensamiento positivo moderno: Andrés Bello.

Sus autores, Carlos Ossandón Buljevic y Carlos Ruiz Schneider han desarrollado en Andrés Bello. Filosofía pública y política de la letra, bajo el sello editorial mexicano FCE, a saber, Fondo de Cultura Económica, un repertorio cuasi cronológico de miradas acreditadas que van desde los intentos de “universalizar el castellano y entregarle un modelo gramatical unificado al sujeto parlante de la América hispana”, como reza en el artículo de Cecilia Sánchez, hasta el “espiritualismo ecléctico de Cousin y la escuela escocesa del common sense”, que procuraron al venezolano afincado en Chile “los correctivos contra el sensualismo de Condillac y sus antecedentes en el empirismo de Locke y sus sucesores “ideológicos” como Destutt de Racy”, según apunta en el prólogo Marcos García de la Huerta, hasta la actualidad.

El itinerario recorre capítulos fundamentales como el primer ideario utilitarista de Bello, el aire sofisticado de su ascendencia teórica gala; las perspectivas del redactor del Código Civil chileno, “Rector de la Universidad de Chile, publicista del diario El Araucano, consultor de gobierno y senador, (…)”, en suma,  la idea de Bello como el “intelectual orgánico” de la República conservadora surge fácilmente de esta abrumadora presencia pública”, que se lee en el prólogo de ya citado García de la Huerta.

El malestar semiótico

Cada texto puede leer de innumerables maneras. La intención del autor deja de importar, no sólo por sus múltiples niveles y contradicciones, sino porque l texto existe independientemente del autor.

Desafiar los fundamentos intelectuales de la práctica histórica, conciliar interpretaciones variadas mediante referencia a los hechos antes que mediante los argumentos sobre la naturaleza de la narrativa como tal, deben suponer que la factualidad posee algún tipo de realidad. Desde este punto de partida una cantidad cada vez mayor de historiadores ha llegado a la conclusión, en décadas recientes, de que la historia es más cercana a la literatura que a la ciencia. Esta noción ha desafiado os supuestos mismos en que descansaba la investigación histórica moderna. La idea de que la objetividad en la investigación histórica no es posible porque no existe objeto de la historia ha ganado creciente terreno. De acuerdo a esto, Carlos Ossandón Buljevic y Carlos Ruiz Schneider      –por ejemplo– son activos del mundo desde el que piensan, y sus pensamientos y percepciones están condicionados por las categorías del lenguaje con que operan.

Desde sus primeros escritos, como El nacimiento de la tragedia (1872) y Sobre la utilidad y las desventajas de la historia para la vida (1874), Nietzsche ya había descartado tanto la utilidad como la posibilidad de la investigación histórica y de la historiografía académica. Pensaba que no sólo el objeto de la investigación estaba determinado por los intereses y prejuicios del historiador, sino además que la convicción en el pensamiento occidental a partir de Sócrates y Platón, sobre la existencia de una verdad objetiva libre de la subjetividad del pensador, eran insostenibles. Para Nietzsche, como también anteriormente para Marx y para Foucault después, el conocimiento era una forma de ejercicio del poder. Pero Nietzsche no compartía la confianza de Marx en que el desenmascaramiento de los factores ideológicos presentes en el conocimiento pudiera lograr un conocimiento objetivo.    

Sin descuidar el contexto más amplio, el volumen actual focaliza sus instrumentos de análisis en las estructuras sociales epocales de Andrés Bello, quien, con una lámpara en la mano, buscaba a Dios en la claridad del mediodía.

Sinuosidades ontológicas

Más allá de la esfera del Derecho positivo y su Código Civil o del sonambulismo isabelino universitario, Andrés Bello. Filosofía pública y política de la letra, volumen de cuidada factura y 195 páginas foliadas, pareciere ser el resultado de discusiones (algunas arduas) antes que de investigaciones de salón.

 “La figura de Andrés Bello representa el momento de la ley que sigue a la emancipación. En cierto modo, es la contrafigura del héroe de la emancipación y a la vez su complemento, porque el Derecho precisamente es lo que impide el deslizamiento hacia la anarquía y el despotismo. Si Diego Portales ha sido ungido como la figura fundacional del orden político en Chile, Bello representa la figura del legislador, el homo nationalis, que forja civilidad en la educación y el derecho. Es sorprendente que él nunca viera en le revolución francesa y en el antagonismo fundamental de su época entre monarquía y república, una circunstancia favorable a la emancipación americana; en cambio, estableció una asociación espuria entre república y anarquía. Sin embargo, Bello es quizás el más ilustre heredero en América de los dos principales legados de esa Revolución, que, paradójicamente, fueron de orden legal: el Código Civil napoleónico y la Declaración Universal de Derechos Humanos. (…)

Sin poseer un título en leyes, Bello escribió el Código Civil, que rige hasta hoy, y contribuyó a la redacción de la Constitución de 1833, que perduró casi un siglo. Sin ser historiador de oficio, zanjó la cuestión sobre el modo de escribir la historia. (…) Hacia 1850, a los 70 años de edad, Bello desempeñaba al mismo tiempo las funciones de rector, subsecretario de relaciones exteriores  y consultor del gobierno, senador, redactor de El Araucano; además trabajaba intensamente en la elaboración del Código Civil y en sus obras de derecho, de filología y sus producciones literarias. (…) ¿Era una república censitaria y oligárquica la que Bello contribuyó a crear? Desde luego, excluía a los analfabetos y a los no propietarios, o sea, a la mayoría de la población. (…)

No está de más recordarlo, porque la democracia fue inventada en una sociedad esclavista y renació modernamente en otras también esclavistas. La democracia instaura la libertad de los iguales, pero ni las mujeres ni los indios y mucho menos los africanos, son iguales a esos iguales. Y da la casualidad, que son los propietarios quienes fijan la pauta de “igualdad”. ”, ha escrito Marcos García de la Huerta en sus seis páginas tituladas Andrés Bello: “intelectual orgánico” de la república conservadora.

Es que Bello se encontró en medio de una gran ausencia, un vacío de valores y, al mismo tiempo, frente a un horizonte de posibilidades uno se colecciona siempre a sí mismo, según recomendara Baudrillard en su ensayo Le Système des objets.