Me había convertido en un recuerdo tuyo y eso significa que si tú dejas de pensar en mi yo dejo de existir, como si tú fueras un aparato del que  dependiera para estar en el mundo o como si, a través de ti, yo mirase a los demás. Cuando encendiste tu televisor me desvanecí, tal y como sólo puede temer un recuerdo que deja de ser pensado, y me vi a mí mismo sobre una cama rodeado por mis seres más queridos: una estufa, una mesa de noche y una perilla que entonces solía usar para apagar la lámpara.

Me vi iluminado por una rendija de la puerta y dos jóvenes artesanos manchados de arcilla entraron en la estancia y me desnudaron, me lavaron y me pusieron mejores ropas que las que solía utilizar cuando era pensado por ti. Ya no sentía que mi abrigo fuese viejo, ni que tus joyas fuesen bisutería y me portearon sobre un tablón de madera por la ciudad en la que un sol rojo caía sobre la muralla. Salimos por el callejón al barrio judío y después por un túnel entramos en el mercado árabe; dejamos atrás las ruinas y entre veredas muy intrincadas de aquel barrio vimos un cementerio. Desde allí subimos aún más alto y entramos en una ermita en la que un griego con barba bebía vino en una copa e hizo a la comitiva un discreto brindis. Los artesanos le saludaron, parecían orgullosos, responsables de su cometido, y dejaron el tablón en una de las capillas; cuando te vieron entrar en el templo se fueron e hiciste una parada delante de la mesa de las ofrendas: encendiste una vela y te sentaste delante de la capilla en la que yacía tu recuerdo. Un franciscano salió de la sacristía.

   – Señora, disculpe que la moleste, pero quizás necesitemos algún dinero para la ceremonia. No puede quedarse aquí eternamente.

 El fraile se sentó en tu banco y eso pareció no agradarte.

 – Señorita, si no le importa.

  – Disculpe. En cualquier caso la petición que le hago es la misma: casada o soltera el recuerdo es suyo, ¿no es así?

  – El recuerdo es mío, pero me sale más barato dejar de pensarlo. De hecho tenía este recuerdo bien olvidado.

  – No se preocupe. Déjelo todo de mi cuenta.

  Un recuerdo olvidado no suele tener casi nada que decir pues su alma es como una habitación clausurada en medio de un palacio deshabitado. Necesita ser pensado y sólo esa aparatosa naturaleza espiritual me permitió sentir que el tablón en el que yacía era como una puerta con una mirilla metálica que se me clavaba en la espalda. Deseaba una salida airosa para ese conflicto, ya fuese que tú me recluyeses de nuevo en el foso más profundo de tu palacio o que el franciscano obtuviese el dinero necesario para su ceremonia y me enterrase, me incinerase o celebrase lo que tuviera a bien oficiar con mis restos; pero no había manera de ello porque ambos permanecisteis en silencio durante largo rato hasta que un hombre muy bien vestido se sentó a tu lado.

    – ¿Me alcanza ese libro?

  – Disculpe, pero creo que usted solo llega bien.

 El señor bien vestido aprovechó para rozarte la rodilla como represalia por tu descortesía, tan poco usual en los templos, y se puso a leer con un bisbiseo irritante que no te gustó.

 –  Perdone que le moleste pero ¿no podría rezar en voz baja? No es un libro de salmos.

  Sabido es que los recuerdos no buscamos notoriedad alguna, salvo que seamos citados en conferencias, pero no pude dejar de sentir que alguien me ordenaba una sonrisa que ni tú misma me viste esbozar, ocupada como estabas en ajustar las cuentas con ese señor bien vestido a quien parecías tratar como a cualquier otro recuerdo que te asaltara sin tu permiso. La puerta de la ermita volvió a girar para dejar paso a otro individuo que se acercó al altar en una silla de ruedas y en un goteo pausado entraron varios tullidos más, como si en otras habitaciones de tu palacio se hubiera producido una gran evasión.

 – Señora, está usted llenando la capilla de recuerdos.

El franciscano salió de la sacristía vestido de calle y se sentó de nuevo a tu lado.

 – Señorita, si no le importa.

 – Hay mejores horas para ciertas cosas. Las confesiones son a las once y luego empieza una boda. Habrá que sacar de aquí a toda esta gente. Hay otras horas para ciertas cosas ¿No podría olvidarlos, como todo el mundo?

  – Puedo apilarlos, si le parece mejor.

– No es que me parezca mal, pero quizás habría que comprar un panteón. Anda mal el asunto del suelo. Anda mal, sí.

 – Lo siento, pero lo que tenía que decir ya no es necesario. Prefiero dejarlo todo como está.

 Al oír estas palabras los dos artesanos manchados de arcilla entraron en la ermita y volví a sentir que mi abrigo no era viejo y que me porteaban de nuevo sobre el tablón de madera por la ciudad en la que el sol rojo caía sobre la muralla. El griego ortodoxo nos siguió, hizo un discreto brindis y cayó en una zanja y por veredas muy intrincadas regresamos a la ciudad. De nuevo por el mismo túnel pasamos por la tumba del rey judío y llegamos hasta a un hotel limpio y con buenas vistas. Los artesanos parecían orgullosos, responsables de su cometido y me vi a mí mismo sobre una cama rodeado por mis seres más queridos: una estufa, una mesa de noche y una perilla que entonces solía usar para apagar la lámpara. En la pared, al lado de la puerta, aún estaba marcada la huella de un cuadro recientemente descolgado; y fue entonces cuando me dije lo que, hace muchos años, me había repetido Patricia, la trotamundos mexicana, en su carta de despedida:

 – No cuentes nunca las veces que visites esta ciudad. Es de mal agüero.

 

   IGNACIO TAMÉS GARCÍA

 Nació en Madrid en 1961, es licenciado en Derecho y ha sido cooperante en Centroamérica y técnico de convenios institucionales del Instituto Cervantes. Es doctor en Filología Moderna y defendió su tesis en el curso 2007/2008 en la Universidad de Castilla-La Mancha dentro del área de la literatura comparada. Derivados de esos estudios ha publicado: Documento y ficción: un estudio comparado entre la verdad oficial y la literatura hispano-británica del siglo XVII; Los traductores del Quijote al inglés en el siglo XVII: Thomas Shelton y John Phillips y Christian Heraclitus and Second Harp in Imitation of David que es traducción y estudio crítico del poemario de Francisco de Quevedo (edit. ACUE de Madrid en 2005, 2007 y 2008) Como escritor de ficción ha publicado el relato El informe García en la editorial Diógenes Internacional (Tembleque 2005) Sus actividades creativas han estado encaminadas hacia la música, como guitarrista o compositor de temas musicales y a la literatura antes que a la imagen, aunque en los últimos años ha realizado también algunas composiciones audiovisuales o relatos fotográficos que son recreación de algunos de sus textos literarios (Artefactos para El Visitante en el Espacio Bop de Madrid en 2011) Actualmente es editor en la Asociación Cultural Universitaria Eguilaz.