Por Jaime Quezada
Colliguay (arbusto colorado, en Voz de Arauco, el libro de las explicaciones de los nombres indígenas de Chile), lugarejo que apenas aparece en la ruta indicatoria de un letrero Quilpué-Lo Orozco, oculto entre cuestas, cerros y quebradas y que bien hace honor al dicho popular “por donde el diablo perdió el poncho”.
Sin embargo, alguna imantada atracción -en la búsqueda acaso de ese poncho- parece dar vivencial presencia a tan perdido y no ignorado territorio. Años de investigaciones naturalistas o de ilustrados vagamundeos atrajo a más de un poeta o a más de un estudioso de nuestras tradiciones folclóricas. Que unos y otros harían de sus miradas y excursiones temas de escritura en reveladoras páginas en la literatura chilena de todo tiempo.
Luis Oyarzún (1920-1972), el tan único y pensante escritor que tuvo Chile, el más humanista de los humanistas en lo de filósofo, ensayista, narrador, poeta y figura esencial de la cultura chilena contemporánea que fue, en sus siempre permanentes afanes peripatéticos en el dar y recibir lecciones de la naturaleza misma y acostumbrado a recorrer la geografía chilena in situ, llegó un febrero de 1964 y por caminos fragosos y polvorientos, mochila al hombro y báculo de caminante, al mismísimo Colliguay. Ahí, en el patio trasero de una casa de adobe pidió posada y se estuvo unos días no sólo en retirada vida contemplativa, gozando de la paz de los huertos olorosos a higuerales o arrobado de la rojez de las últimas mutisias, sino, además, conversando con los humildes campesinos lugareños y, a su vez, como buen erudito botánico anotando cuánto dato útil le era necesario o averiguando o descubriendo orquídeas silvestres (Chloreas, Binnipulas, Habenarias) que son para el pueblo rural azahares o azucenas o tulipanes del campo.
En su libreta cotidiana escribe Oyarzún dando cuenta de su entorno en Colliguay: “Un encanto arcaico de vida en orden y en reposo, en un asilamiento casi completo, defendido por las altas cuestas y por la modestia de sus productos. Dice la tradición que por aquí se refugiaron soldados españoles fugitivos después de la batalla de Maipú. No hay todavía sino radios a pilas y luz eléctrica sólo en unas cuantas casas, pero ahíto de sol entre sus montes arbolados….La sombra de la higuera enfría los pulmones y a veces mata. En cambio, la del quillay enloquece y comienza por provocar un sueño morboso y profundo de quien se tienda bajo sus ramas….”
Y luego, con una letra menuda, apenas legible, como íntimo secreto solamente para él, anota: “La vida en estos parajes altos del valle es una continua sucesión de mínimos afanes, cada uno difícil a su modo, a veces requeridos de verdaderas virtudes que muy pocos poseen. En la calma del mediodía de esta Arcadia, canta el gallo y un viejo trovador suelta la arcaica vertiente de su lamentación diciendo: Ya no se mueren niñitos chicos. Hay que matar angelitos para cantarles. Hay que hacer lo del rey Herodes. La boca tajeada por la aridez de la vida en el rostro consumido por las vigilias del riego y del trabajo sobre terrones, el cantor apenas sonríe cuando las manos provocan la melodía triste de la guitarra…” (Luis Oyarzún, Diario íntimo, Departamento de Estudios Humanísticos, Universidad de Chile, Edición de Leonidas Morales, Santiago, 1995).
A su vez, Juan Uribe Echevarría (1908-1988), el infatigable estudioso e investigador de la poesía popular a través del canto a lo humano y a lo divino, encontró en Colliguay uno de los más tradicionales y folclóricos reinos para sus tareas recopiladoras. El acucioso y animoso recopilador se pasaría semanas subiendo y bajando los cerros (“el que no cae se resbala”) hasta el último rincón de Colliguay ( “Estamos en un valle estrecho y largo que enclavado entre cordones de cerros discurre entre suaves lomajes, amarillos de rastrojos”). O entrando a las cantinas y tabernas (“donde se reúnen los huasos a beber y conversar”).
Así, de cantina en cantina, de huaso en huaso, por caminos de zorros y conejos, Uribe Echevarría va llegando a las casas de los trovadores y cantores populares y conociendo directamente cuartetas y décimas de sus repertorios. En esta búsqueda de noticias del canto tradicional, la naturaleza no oculta su poderes secretos y, curiosamente, al igual que Luis Oyarzún cuenta también: “La sombra de algunos árboles, la de ciertos quillayes, por ejemplo, que dan locura y mucho sueño. O la sombra de la higuera que ataca el pulmón; la de los nísperos es la que más debilita. Por aquí con tanto palo de mala sombra, los hombres son poco impulsativos para el trabajo”.
También recoge el decir de antiguos cantores que se lamentan: “Ya no hay cantos a los angelitos. Si ya no se mueren. La gente es muy sana. Aquí en Colliguay nadie se quiere morir. Hay tanta fruta…” Y, a su vez, don Alfonso Morales Alvarado, el más famoso cantor de todo Colliguay, un tanto desengañado del canto a lo divino, le confiesa: “Ya no hay angelitos. No se muere ningún niño y el canto va p’abajo… El año pasado me llamaron apenas a dos velorios. La culpa es de la penicilina que inventó el diablo para que no haya ángeles que rueguen por sus padres en el cielo…”
Después de semanas en esas búsquedas recopiladoras (“no me dejan qué hacer los quehaceres”) y de celebraciones en días gloriosos como el de la Pascua de la chicha (Domingo de Resurrección) o el Dieciocho de Don Jecho (Jesús), Juan Uribe Echevarría regresa a la Capital con sus cuadernos llenos de versos a lo humano y a lo divino, de cuartetas y contrapuntos, de despedimentos y versos por el Juicio Final: La trompeta sonará / con aquel eco profundo, / anunciando el fin del mundo / ningún ser vivo quedará. (Juan Uribe Echevarría: Folklore de Colliguay. Revista Mapocho, Biblioteca Nacional, Santiago, 1965).
Colliguay (Colliguaya odorífera), en la botánica chilena, es una euforbiácea o arbusto de olorosa y fragante madera. De ahí que Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886), el santiaguino de los santiaguinos, en un reto a los ediles de su época, abogaba por plantar en plazas, parques y avenidas de la capital de Chile aquellas especies autóctonas, oponiéndose favorecer las especies europeas: “¡Venerables ediles!. Ya sé que vais a exclamar: ¡Sacrilegio! Pero escuchadme un instante, y condenadme después a ser quemado vivo si queréis con tal que sea con leña del fragante colliguay…” (Benjamín Vicuña Mackenna: Los árboles indígenas de Chile y los árboles aclimatados de Europa. “El Ferrocaril”, Santiago, agosto de 1878).
Cosas y casos de Colliguay, sin duda. Aventuras y desventuras en tan odorífera, colorada y cenicienta pequeña tierra en la geografía de Chile.
Colliguay. Domingo 5 de mayo, 2013.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…