imogen cunninghamPor Andrea Jeftanovic

 

Teresa se  maquillaba de modo exagerado. Si llegaba a casa de escolar cuando yo estaba ahí, corría por los pasillos a cambiarse de ropa. Aparecía arreglada en la sala de estar. No sé cuándo ni con quién aprendió a delinearse los ojos, a rellenar su boca con capas de lápiz labial hasta dejar sus labios entreabiertos.

 

¿Qué es lo prohibido?: «La sociedad no prohíbe más que lo que ella misma suscita».

Lévi-Strauss

 

No sé en qué momento me comenzaron a interesar las nalgas de los niños. Desde que los curas, los políticos, los empresarios fueron exhibiendo sus miradas huidizas en la pantalla de televisión, y los diarios de vida infantiles eran pruebas fidedignas en los tribunales de justicia. Nunca antes había sentido una palpitación por esos cuerpos incompletos, pero todo el tiempo con el bombardeado mediático de «las erosiones de cero punto siete centímetros en la zona baja del ano». O, en el periódico la frase «a los chicos reiteradamente abusados se les borran los pliegues del recto». La brigada de delitos sexuales alertando a la población sobre las conductas cambiantes en los niños y el examen periódico de sus genitales. El servicio médico legal ratificando las denuncias después de los peritajes físicos.

Teresa, miraba de reojo esas noticias y se paraba incómoda. Llevábamos un casi un lustro viviendo solos desde que su madre se fue. Cuando eso ocurrió ella tenía nueve años. Quitó todas las fotos de ella y sin que yo le pidiera asumió el rol de dueña de casa. «Que falta esto, lo otro, ya hemos comido demasiada carne». Lo demás siguió igual: sus amigos, la escuela, sus gustos. Una chica estudiosa, tímida, que dibujaba árboles contemplando más allá de las montañas.

Desde hace un tiempo Teresa espía mi mirada cansada, con un brillo especial. Se esmera en la comida y decidió que la persona que la cuidaba no se quedara más a dormir.

            ―¿Por qué diste esa orden? ―indagué molesto.

            ―Ya estoy grande, no necesito que nadie me vigile de noche.

            ―No estoy de acuerdo, a veces llego tarde.

            ―Me gusta estar sola ―respondió categórica.

            ―Puede ser peligroso.

            ―Hay un guardia en el pasaje y tenemos un perro.

            ―Está bien.

 

Ahora cuando yo invitaba a alguna amiga a tomar un café, se encargaba de merodear y hacer ruidos extraños a través de los tabiques. Una vez le di un beso tímido a una compañera de trabajo en el sofá. Era una mujer fresca y dulce. Cuando estaba despegando mis labios de los de ella vi el ojo de mi hija en medio de una ranura de la pared. Era un ojo cíclope dominando con odio la escena. Contuve el grito e inventé una excusa para llevar de vuelta a mi invitada.

Teresa se  maquillaba de modo exagerado. Si llegaba a casa de escolar cuando yo estaba ahí, corría por los pasillos a cambiarse de ropa. Aparecía arreglada en la sala de estar. No sé cuándo ni con quién aprendió a delinearse los ojos, a rellenar su boca con capas de lápiz labial hasta dejar sus labios entreabiertos. Su contextura infantil se veía algo grotesca en esa máscara de adulta. Pasaba por mi lado rozándome, se sentaba en mis rodillas cuando leía el diario y acomodaba sus caderas entre las mías. No sabía cómo manejar la situación, era una niña, era mi hija.

            ― ¿Qué quieres? ―le dije un día, molesto.

            ―Nada, verme bonita, bonita para ti.

            ―No me gusta que te pintes tanto.

            ―Como tú quieras ―caminó indiferente a su habitación.

Esa noche regresé tarde, intentaba reavivar el romance con mi compañera de trabajo y salimos a beber algo. Había sido una linda noche. Algo mareado me senté en la cama y ahí estaba Teresa, con una camisa ligera, el pelo escarmenado, la cara limpia y perfumada.

            ―Te extrañaba.

            ―Sí, yo también, pero es tarde. Anda a tu pieza ―dije con la cabeza entre las manos.

            ―No puedo dormir.

            ―Sí puedes, lee un libro.

            ―No puedo.

            ―¿Qué es lo que pretendes?

            ―Dormir contigo.

            ―Las hijas no duermen con sus padres. Tienes tu cuarto, tu cama.

            ―No quiero estar sola.

            ―Está bien. Quédate por esta vez.

Me arrimé a un borde de la cama, cuidando no rozarla. Le di la espalda y me quedé dormido. Al despertar giré y ahí estaban sus pupilas abiertas, fatigadas, fijas en mí. Me dio la impresión de que no cerró los ojos en toda la noche. Me afeité dándole vueltas a una serie de cosas. Ella me observaba desde el canto de la puerta, todavía en camisa de dormir, acariciándose un mechón de pelo.

            ―¿Qué pasa?

            ―Nada, me gusta ver cómo te afeitas.

            ―Es muy aburrido.

            ―No, me gusta mirar cómo estiras el cuello, ladeas la cara y pasas la hoja.

            ―¿Vas hoy a la escuela, verdad? ―pregunté inquisitivo.

            ―No, comenzaron las vacaciones, no tengo clases hasta marzo.

            ―¿Y qué piensas hacer todo este tiempo? ¿Quieres tomar algún curso? Dime y te acompaño. Viajaremos a la costa unas semanas en febrero.

Era absurdo, pero me sentía acorralado, acosado por mi propia hija. Me la imaginaba como un animal en celo que no distinguía a su presa. Se arrastraba por los muros con el pelaje erizado, el hocico húmedo, las orejas caídas. Cómo decirle que se buscara un muchacho, un novio. Se subía la falda y se agachaba a tirar la basura dejando a la vista sus pequeños calzones. Ahora usaba sostenes y se los acomodaba frente a mí. Marcando su territorio y cercándome dentro de él. No sé si era bueno o malo, pero Teresa no se parecía en nada a mi ex mujer. Es más, era una versión femenina de mi rostro anguloso. Una vez la escuché durante horas revolviendo cosas en el entretecho. Al día siguiente me esperaba vestida con ropa de su madre. Reconozco que la imagen me perturbó tanto que la abofeteé. Quedó estupefacta con su mejilla magullada y sus ojos muy abiertos. Salí a tomar aire y regresé cuando estaba dormida sobre la cama, tras un evidente ataque de llanto.

El verano transcurrió agobiante, mientras ella se abocaba a una misteriosa investigación. Navegaba horas y horas en la red imprimiendo documentos, saltando de un sitio a otro. Los noticieros mostraban cómo el poder judicial anunciaba sobreseídos al senador, al empresario, al cura. Todos pidiendo libertad provisional, dejando sus causas amparadas bajo la inercia estival. Porque el político defensor de los menores, el cura consagrado al cuidado de los pequeños y el empresario caritativo habían hecho tanto por los niños en riesgo social. Cierta noche mirábamos la entrevista realizada a uno de estos pederastas. Al ser interrogado  si había tenido sexo con una lista de menores en la que se detallaban iniciales y edades, el inculpado respondió con displicencia: «Sí, con todos los que se ha mencionado». Y agregó: «Yo era una persona tremendamente sola en esa época y de alguna manera pagaba servicios para estar acompañado». Teresa musitó entre dientes con terror una frase que nunca olvidaré:

            —Vámonos antes de que estos tipos lleguen hasta aquí.

No era fácil escapar. Yo seguía trabajando en reemplazo de quienes salían de vacaciones y no lograba hacer dinero extra. Para mi turno un compañero solidarizó prestándome una cabaña en cierta playa no muy frecuentada. No logré que Teresa invitara a alguna amiga pese a mi insistencia. Llegamos a una modesta casita en medio de un bosque de pinos. En su interior había una silla en la esquina, una cama dividiendo la pieza en dos, un armario de madera con las puertas medio abiertas y un gran espejo colgando de la pared. El primer día Teresa había ordenado todo a su manera, saturando los cajones con poleras mal dobladas y ropa de invierno. Había venido para quedarse. En ese momento recorrí la habitación buscando una salida, pero ya era tarde.

 

Teresa me entregó un dibujo: un árbol con un ancho tronco café de corteza gruesa. Pensé que se trataba de los últimos resabios de su niñez. Pero cuando me puse los lentes y observé los detalles, entendí lo que estaba tramando. Era un árbol frondoso, de un sólo tronco desde el cual se desprendían muchas ramas de las que, a su vez, salían otras más. En cada rama aparecía un cuadrado, con un nombre masculino en su interior y un círculo con un nombre femenino. Las figuras geométricas se iban multiplicando en forma exponencial en las cuatro generaciones esbozadas.

            ―¿Qué significa esto?

            ―Es nuestro clan, nosotros estamos en la base.

Observé su nombre y el mío en la figura correspondiente. Después la escuché atónito. Teresa me sermoneaba citando la Biblia, afirmando que en un principio fue el incesto. La humanidad comienza en una pareja fundante que procrea, que para dar paso a la sociedad debe transgredir una prohibición. En algún momento el amor filial debe convertirse en amor de pareja. El padre o la madre, según sea hijo o hija, deberán dormir con su procreado y engendrar un nuevo hijo o hija. Es un gesto necesario para que nazca una nueva sociedad.

            ―Una nueva sociedad… ―musité incrédulo.

            ―Sí. Una nueva especie a partir de nosotros. Serás el padre y el abuelo de nuestra criatura… es para un futuro mejor.

            ―¿Y después? ―pregunté entre confundido y absorto en el dibujo.

            ―Otro hijo, hasta dar con la niña o el niño que necesitemos para multiplicar este nuevo linaje. Hay que romper el triángulo y formar el cuarteto que seguirá fracturándose en nuevas formas geométricas. Dos hermanos originales darán paso a nuevos hijos que se multiplicarán sin distinguir tíos, primos, hermanos y sobrinos.

            ―Cállate, sólo tienes quince años.

            ―Pero he leído bastante  ―respondió con aplomo.

            La secuencia argumental que encadenaba sus ideas me puso la piel de gallina. Había estudiado todos los factores. La consistencia de su plan me dejaba mudo recorriendo la línea blanca de su cuero cabelludo.

            ―Nacerán todos enfermos, deformes, retrasados. ¿Esa es la nueva sociedad que quieres formar? ―atiné a decir, algo pasmado.

            Me miró furiosa a los ojos y aseveró.

            ―La endogamia no es necesariamente perjudicial, son mitos, compartir la herencia genética a veces potencia características positivas. ―Tomó el dibujo y habló más, sin prestar atención a mi opinión.

            ―Cada vez que tengamos un hijo, se ramificará el árbol y se hará más y más grande.

 

Llegó la noche en que me abrí a recibir las llamadas de quien te evoca hace tiempo. Nos hundimos en el colchón enredándonos en la tibieza de las sábanas. La conexión con el recuerdo de un apetito extraviado. Por un segundo pensé en las noticias de las nalgas de los niños, pero lo mío era otra cosa. Yo sobre ella descubriendo esos ojos grises, que eran mis ojos grises. Me estaba besando a mí mismo. Me estaba tocando en los huesos marcados, pegando contra mi propia nariz aguileña, calcando mi frente estrecha. A los lejos el sonido de los postigos batiéndose. A medida que la acariciaba, envidiaba en ella su juventud y delicadeza. Las palmas más suaves que las mías, la musculatura tersa, un aroma a violetas que emanaba de la nuca. Tenía miedo y no tenía; tenía más miedo del que creía tener. Ella me decía «ven, más, más cerca», tropezábamos con los muebles. De pronto miré la masa amorfa de nuestros cuerpos en el espejo de la pared. Me vi con las cuencas de los ojos vacías. Lancé un cenicero para destruir la imagen, pero no nuestro abrazo. Trozos de cristal fragmentados en mil partes. Pedazos irregulares, vidrio molido esparcido entre el suelo de mimos urgentes. No más testigos. El secreto estaba por escribirse dentro del azogue.

Cuando me acostaba con Teresa ella no era mi hija, era otra persona. Yo no era su padre, era un hombre que deseaba ese cuerpo joven y dócil. Un hombre abocado a la tarea de hacer madurar su físico ambiguo. Un escultor dedicado a cincelar su imperfecta figura, sus miembros parciales, sus extremidades toscas. Me esmeraba en hacer adelgazar su cintura, oscurecer su pubis, estilizar la curva del cuello, tornear sus piernas. Quería sacar toda la mujer que había en la púber en ciernes. No, no era mi hija, era la misión plástica de amoldar sus senos puntiagudos, de dotar de sensualidad sus estrechas caderas, sus movimientos torpes. Dejar atrás todo el espanto de la infancia e inaugurar gestos sofisticados. Ignoro qué pensaba ella, tal vez en acentuar los pliegues de mis ojos, revitalizar mi piel fatigada, reducir mi abdomen abultado.

Cada cierto tiempo era consciente de mi hija encerrada en esta cabaña, rodeada de paredes de madera. Pensaba que no era una chica para esperar príncipes azules cuando acercó su frente cubierta de sudor a la mía, las aletas de su nariz temblaban. Se montó sobre mí, me forzó las piernas mientras no paraba de decir: «Más savia para los nuevos brotes, más». Su lengua sedienta convocaba nombres propios: Sebastianes, Carolinas, Ximenas, Claudios; un árbol genealógico con apellidos que se anulan unos a otros porque todos son Espinoza Espinoza. Yo, mil veces nacido en mis hijos, en mis nietos, sobrinos, primos. Su útero joven desinvernaría una criatura cada nueve meses. Días cocidos a la espera de más niños. Y para ese entonces, al hombre, tres veces tu edad, dos veces tu cuerpo, sangre de tu sangre, ya no le importaba observarte largo rato, detenerse en tu boca y descender hasta tu sexo. Ansiaba la plenitud cuando yacíamos juntos con las cabezas lacias demasiado próximas; la sensación de que nos teníamos el uno al otro, el uno al otro.

No regresamos a Santiago, armamos nuestro mundo aquí. Un día observé a Teresa y era evidente la causa del aumento de peso, de la curvatura de su vientre. Esperamos al bebé en paz, caminando entre cipreses y pinos alzando la vista hasta sus copas. Ella tomaba sol en una improvisada terraza mientras aumentaba el diámetro de su figura, sus pechos crecían y las primeras estrías llagaban su piel lozana. Yo bajaba una vez a la semana al pueblo en busca de víveres. El dinero iba disminuyendo en la cuenta, por ahora el arriendo de la casa nos daba una entrada austera. A nadie le importaba nuestra ausencia. A veces compraba el diario y seguía el caso de los políticos, los curas, los empresarios. Respiraba aliviado al estar lejos de todo eso. Pero no lo niego, «¿dónde queda la ciudad?», esa es la pregunta que temo mi hija pronunciará alguna vez en forma de soplido. Sí, un rumor de sílabas: «Papá, ¿dónde queda la ciudad?» y el horizonte como una cortina que se abre de par en par. La nitidez de las cosas a las que les llega el sol. Por ahora, pienso en el follaje, en esta vida bajo los árboles, contando las hojas perennes, acariciando las raíces añosas, cortando madera para el invierno. Presagiando cuándo las ramas que afirman este tronco dejarán que se quiebre en dos.

***

De Monólogos en fuga (2006)

 

Andrea Jeftanovic (Santiago, 1970)

Ha publicado:

Escenario de guerra, novela, Alfaguara, Santiago, 2000 (edición en España: Baladí, 2010; versión en e-book corregida y ampliada: Patagonia, 2012)

Monólogos en fuga, cuentos, Sarita Cartonera, 2006

Geografía de la lengua, novela, Uqbar, Santiago, 2007

Conversaciones con Isidora Aguirre, entrevistas y testimonios, Frontera Sur, Santiago, 2009

Hablan los hijos, ensayo, Cuarto Propio, 2011

No aceptes caramelos de extraños, cuentos, Uqbar, Santiago, 2011 (reedición: Seix Barral México, 2012)