Por Roberto Careaga

El libro Gabo periodista reúne los mejores artículos del autor de Cien años de soledad y narra el origen de la leyenda: los días en que era un cronista mal pagado de 20 años que soñaba con los Buendía.

Había llegado a Barranquilla para ganarse la vida y firmaba su columna en el diario El Heraldo como Septimus. Generalmente, le decían Gabito, pero también lo llamaban «Trapoloco» por el look que llevaba esos días: camisas con flores y pájaros, calcetines de colores estridentes y pantalones remendados. Secretamente, Gabriel García Márquez tenía fama de «maricón de buque», como cuenta en sus memorias. Tenía 23 años y era otro más de un grupo de reporteros noctámbulos, que dormían donde caía la noche y tenían siempre un cigarrillo y un trago a la mano. El tenía algo más, una chispa incandescente: los Buendía, la familia que años después protagonizaría Cien años de soledad.

Ya no escribe y el rumor de que está perdiendo la memoria es insistente, pero nadie duda que García Márquez (84 años) redefinió el mapa de la literatura hispana. Empezó a publicar a mediados de los 50 (La hojarasca, 1955) y en 1981 recibió el Nobel de Literatura. Nunca, ni después del galardón, abandonó el periodismo. Dirigió revistas, fundó agencias, creó la Fundación Nuevo Periodismo. Precisamente, sobre ese lado del autor va el libro Gabo periodista, publicado por la fundación que recoge lo mejor de sus artículos.

Con notas de Juan Villoro, Martín Caparros, Jon Lee Anderson y Héctor Abad Faciolince, entre otros, Gabo periodista cuenta los años estelares del reportero García Márquez y también la prehistoria del realismo mágico. Años intensos. Según su biógrafo, Gerald Martin, con 27 años llegó a ser «el reportero más exitoso de Colombia».

Previo al ascenso, García Márquez vivió días precarios como reportero entre Cartagena y Barranquilla. De dinero, nada. Sin embargo, como anota otro de sus biógrafos, Dasso Saldívar, el período entre 1948 y 1952 lo ha recordado siempre como el «más fructífero y deslumbrante de su vida». Perdidos entre los más de 450 artículos que publicó en El Heraldo, hay dos que brillan: ambos llevan como subtítulo «apuntes para una novela» y en realidad son cuentos sobre la hija y el hijo del coronel Aureliano Buendía.

Fumaba tres cajetillas de cigarros al día y creía que el drama político de Colombia era otro eco de una malísima fortuna que lo acechaba: «Estaba convencido de que mi mala suerte era congénita y sin remedio, pero no me importaba, pues creía que la buena suerte no me hacía falta para escribir», anotó García Márquez en Vivir para contarla, recordando sus días estudiando Derecho. Un asesinato lo rescató: tras el atentado contra el político liberal Jorge Elicer Gaitán, en abril del 48, su universidad fue cerrada por los militares.

Regresó de Bogotá a Cartagena, se matriculó nuevamente en Leyes, pero no volvió a estudiar. Consiguió trabajo en el diario El Universal. Ahí, bajo la columna Punto y Aparte, soltó la mano, dicen sus biógrafos, pero también las vio duras. Según Abad Faciolince, tras un año muy mal pagado, García Márquez agarró una neumonía que lo obligó a pasar un mes de convalecencia en Sucre, donde sus padres. Se recuperó leyendo a Faulkner, Capote, Dos Passos y Virginia Woolf.

No volvió a Cartagena. Se fue a Barranquilla. Allá, El Heraldo pagaba mejor: tres pesos por columna, dos por noticia y cuatro por editorial. Dormía por un peso 50 en una pensión de cuarta. Para comprar un botella de whisky debía sumar a sus amigos: 15 pesos. Su grupo, que contaba a Alvaro Mutis, vivía en restaurantes, bares, cafés y burdeles, lo leían todo, jamás apagaban los cigarrillos y no soltaban la botella de ron.

Era 1950, García Márquez tenía 23 años y había más que de una cosa que nunca cambiaría. Mercedes Barcha, su mujer de toda la vida, ya era su novia más estable. Por eso su columna en El Heraldo tenía como subtítulo La Jirafa, referencia al largo cuello de ella. El título era Septimus, cita a un misterioso personaje de Virginia Woolf. Pero las columnas rara vez eran oscuras: crónicas sobre la ciudad, una defensa de la mala ortografía, necrológicas de Faulkner y George Bernard Shaw, una reflexión sobre el día jueves, y un largo etcétera de nimiedades por los que rondaba la literatura. Ahí, claro, también estuvieron los cuentos sobre el Coronel Buendía. Esa familia lo perseguía.

«Cien años de soledad fue la primera novela que traté de escribir, a los 17 años, y que abandoné porque me quedaba demasiado grande. Desde entonces no dejé de pensar en ella», le escribió en 1967 a Plinio Apuleyo Mendoza, quien rescata la carta en el reciente libro Gabo, cartas y recuerdos. Pero la novela tardó.

Antes, se mudó a Bogotá, disparó contra la dictadura de Rojas Pinilla en El Espectador; entre 1959 y 1961 dirigió la agencia Prensa Latina en complicidad de la Revolución Cubana de Fidel Castro; en México lideró revistas familiares y policiales en el anonimato para ganarse la vida y un día de 1965 suspendió el periodismo y se dedicó únicamente a Macondo. Dos años después, acorralado con las deudas, publicó Cien años de soledad en Argentina. Agotó ocho mil ejemplares en tres semanas. El reportero quedó en las sombras; el escritor, en el primer plano de Hispanoamérica.

 

En: La Tercera