Moctezuma AndesDe espaldas sobre la cama, María Luisa empezó una vez más la cuenta de las tablas de techo, mientras un cuerpo torpe y pesado trataba de ubicarse entre sus piernas.

“Una, dos, tres, cuatro…” Generalmente los primeros empellones del hombre coincidían con las primeras cuatro tablas, justo conde un nudo de la madera semejaba un ojo curioso que atisbaba todo a su alrededor. Un ojo. ¿La estaría viendo desde algún lado Leticia en ese momento? El recuerdo de la niña le hizo perder la dureza de sentimientos que le exigía el momento, pero se repuso rápidamente mientras la torpeza  de aquél  cuerpo, exacerbada por el alcohol no conseguía hacerle mella. Tan sólo un sobajeo inmundo que trataba y trataba de penetrarla, de quebrarla allí, justo en medio de su intimidad.

 “Seis, siete, ocho, nueve…” A casi un tercio de la anchura del cuarto necesitaba concentrarse más pues le había pasado que, antes de llegar a percibir el rostro de la niña, ella solía oír el murmullo de su voz. “¿Qué haces madre? ¿Por qué lo haces?… No es necesario mamacita…Yo estoy bien. Ya nada me duele, mírame, estoy sanita,  como antes. Sólo que te extraño tanto…”

María Luisa apretó los dientes con fuerza e imprimió un cierto movimiento a sus caderas para excitar más aún al hombre que bufaba de calentura y cansancio.

“Trece, catorce, dieciséis…” ¿Cuántas veces había contado y recontado aquellas tablas viejas, mudas testigo de su sacrificio? Varias, sin duda. Desde que llegó a Tapachula hacía poco más de tres meses – repitiendo en penas  la huella de su hija- no había tardado más de una semana en emplearse en casa de Pascual A., conocidísimo potentado de la región, ligado a las mafias de trata de blancas y drogas. “El patrón”, como era llamado por la gente cercana a sus dominios, era un hombre demasiado rico, libidinoso al máximo, que esgrimía su poder sin remordimientos a la hora de saciar sus apetitos. Precisamente ese rasgo fue el que le permitió a ella acceder sin trabas al puesto de cocinera que necesitaban en la casa. Sus bien formados treinta y siete años junto a un rostro bello y tímido no pasaron inadvertidos para el patrón. Eso, unido a su talento para la cocina  – fomentado desde niña por  su madre y abuela – la colocaron en cuestión de días en un puesto llamativo, amén de necesario, dentro de la planta de empleados.

 “Dieciocho, diecinueve…” justo al centro de la decimonovena tabla colgaba una pantalla de colores en tres gamas de azules. A María Luisa le gustaba ese color…le hacía pensar en cosas bellas y en la libertad que la aguardaba allá, en los límites de Cuauhtémoc.

“Todo un remanso”, pensó ella dos segundos antes de sobresaltarse al no poder evitar mirar el cable eléctrico del que pendía la bujía y las telas de tonos azules. El frágil cuello quebrado de Leticia, surcado de grietas moradas y rojizas se le vino a la mente como un golpe imposible de eludir.

 “Veinte, veintiuno, veintidós…” Ánimo, será por poco, había pensado ella la primera vez que el patrón tocó a su puerta. Las noches de verano  en Tapachula son calientes y húmedas a la vez y es posible que una lluvia veleidosa haga su aparición fugaz para desaparecer luego de la sorpresa como si nada. Esa misma humedad le había servido a María Luisa para disimular las lágrimas del primer atropello consentido; falta que por lo demás, era mínima considerando que el hombre gustaba de desaparecer a jovencitas sólo por placer. Esta mujer era distinta: cocinaba como los dioses y si además de ello poseía ese cuerpazo, él estaba allí para gozar de todo lo que pudiese encontrar. “Tus pechos saben a especias”, le había dicho el puerco, tal vez a causa de la cena degustada: unas sabrosas enchiladas a la chiapaneca que ella había preparado con una dedicación fuera de lo común. Como si fuera un ritual deshebró la carne de pollo para mezclar con la papa cocida. Un mole de primera bañó la preparación de las finas tortillas, todo esto aliñado con queso seco y rallado junto a especias de su propia elección.   Ella no había respondido nada, y con los ojos bajos – gesto que sabía a él le enardecía – se dejó hacer, mientras en su mente rememoraba su casita, allá cerquita de los manglares, su pequeño y bien surtido huerto que solía mantener siembre reverdecido y la dulce voz de Leticia mientras recolectaba las hierbas medicinales y aromáticas que eran usadas desde siempre por su gente. Leticia y Francisco. Esos eran los nombres de sus hijos, sin apellidos limitantes: nada más que dos regalos de la vida que la habían hecho sentir con creces una mujer bendecida. Hacía sólo seis meses antes Leticia acababa de cumplir sus quince años. Hacía seis meses atrás María Luisa aún no tenía esa estaca clavada en su corazón.

 “Veintitrés, veinticuatro, veinticinco…” El ritmo del hombre había menguado, no así los recuerdos de la mujer. ¿Cuántas fueron en total? Las autoridades no pudieron asegurarlo. Se calculaba que los cuerpos encontrados pertenecían por lo menos a una veintena de  niñas. Identificadas fueron catorce, pero el resto estaba tan desmembrado después de la tortura y quema en el intento de desaparecerlas, que no se sabía con exactitud. El lugar del hallazgo era de difícil acceso, ya que se especulaba, habrían querido tirar los cuerpos en terreno pantanoso para su ocultamiento, pero fortuitamente y para el bien de muchos de los familiares, los tipos se habían conformado con dejarlas a mitad de camino, cabreados tal vez del mucho trabajo que ello implicaba y seguros de que el valor de esas vidas no importaba más que el de unas simples perras.

 “Veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve…” Un grito extraño brotó de la garganta del hombre alertando a María Luisa del desenlace. Esta vez creyó escuchar la voz de Leticia muy cerquita suyo y hasta visualizó (o imaginó) los ojitos asombrados de su hija mirando la escena. “¿Cómo…cómo pudiste madre?”… La clara luz color miel que irradiaban las pupilas de la niña le pareció a ella el mejor de los augurios. Hizo un último meneo de caderas por si caso…pero nada, el hombre estaba inmóvil y de su boca no salía ni un ronquido. Sólo una estela de babas verdosa que caía sobre el pecho de María Luisa escurriendo hasta su axila. Las sabrosas enchiladas con su toque maestro habían surtido efecto.

 No quiso incorporarse de inmediato. Relajada, buscó alguna señal de Leticia a su lado pero no lograba verla. Entonces la llamó, suavecito: “Hija, hijita…ya está hecho, cariño. Mira…este puerco no se mueve más. Leticia, cariño, ahora puedes volver a casa a cuidar a tu hermano y rezar con él la plegaria de la noche”. Esas y muchas otras cosas le musitó quedamente a su hija antes de agarrar el pelo del hombre y voltearlo de un tirón. Luego humedeció un trapo para limpiar su cuerpo profanado y sin perder un segundo sacó de bajo la cama su maleta hecha. Eran exactamente las dos  y un cuarto de la madrugada. Nadie la vería salir y el boleto necesario para su regreso estaba en su monedero. Por lo demás, no encontrarían huella extraña en el cadáver. Nada que indicara algo distinto a muerte por infarto, algo de esperar ciertamente, debido al peso y costumbres licenciosas del ya fallecido.

Antes de cerrar la puerta María Luisa recorrió por última vez el techo de la habitación como para cerciorarse de algo…quizás corroborar la cuenta de tablas tantas veces hecha, o tal vez, buscaba saber por cuál de las caprichosas hendiduras se había escapado Leticia. Era difícil saberlo y la duda la mantuvo en suspenso por algunos segundos, pero luego volteó definitivamente, segura  en su interior,  de que la niña la estaría esperando allá, en casa, con el ruedo de su falda lleno de aromáticas hierbas para sazonar el guiso.

 

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Amanda Espejo, CHILE / poeta-narradora.

Pertenece al grupo editor de Revista LA MANCHA y es directora de su versión virtual.

En género narrativa ha obtenido variadas distinciones en convocatorias nacionales, siendo antologada en ediciones de papel y virtuales.

Ha publicado su poemario NO HAY MÁS QUE ESTO, centrado en algunas de las variantes del erotismo y las plaquets poéticas  ENTRE-LUNAS y DÉCIMAS SOBRE UN BARCO DE PAPEL. 

Sus textos aparecen en antologías como: “Fragmentos para otros textos”, “XIII Cuentos en Movimiento”, “Historias Campesinas de FUCOA”;  “Relatos Familiares de Fundación La Familia”; “Antología de Prosa y Narrativa Centro Cultural Manuel Guerrero”; Antología Poética en honor a Víctor Jara”(Argentina); Antología Poética de Ecopoesía UNIVA”; “¡Basta!, +de 100 microficciones contra la violencia de género” y ¡Basta!, +de 100 microficciones en contra del abuso infantil”; “Antología de cuentos Chile México De Moctezuma a Los Andes”.

Desde su formación,  trabaja activamente en la Agrupación Cultural Puerta Abierta Chile México.