rolando rojo 2Amor…” dice usted y yo tengo el deber de advertirle: ¡cuidado con la palabrita, eh! Por cierto, el vocablo es respetable. Usted lo aplica en cualquier disciplina y crea un ambiente, una atmósfera sugestiva y ni qué hablar en literatura, donde sólo a la invocación del término, se provocan de inmediato, catarsis de burguesas abandonadas; temblequeos de solteronas; exhalaciones nerviosas de costureras. Mire, aunque no es aconsejable generalizar, yo creo que el vulgo desconoce el significado preciso del término.

Ahora, cuando usted dice: “amor, no…” yosólo puedo contarle dos experiencias esenciales y saque usted las conclusiones que quiera. Por allá lejos, bordeando recién los diecinueve y despreocupados años, creí acercarme bastante al fenómeno. Ella era una muchachita de barrio, pobre en consecuencia, y si le agrego el complemento de honrada, no es que me ande con retórica. Nada de eso. Añádele usted una tozudez de mula, propia de sus dieciocho primaveras y el retrato estaría completo. Atravesábamos el puente Bulnes aquella noche de junio, cuando, aferrándose a mi brazo, imploró con humildad, bajo un cielo amenazador y luna llena “¿Y ahora qué haremos, amor?” Y yo comprendí que esa lacónica interrogante encerraba un futuro con sentido o era la entrada a un laberinto cuya salida no avizoraba. Por supuesto que opté por lo desconocido. Ya le dije: sólo tenía diecinueve años, y lo que es peor, vividos consentidamente, bajo el amparo de mi madre viuda. “¡Nada!” –respondí, absolutamente convencido, y ella echó a correr por entre los guijarros de la vía férrea. La seguí por puro compromiso, pero choqué con su cartera, con sus zapatos estropeados y con el ojo potente y luminoso de la locomotora que venía al encuentro. No le voy a detallar ahora, cómo quedan los huesos desnudos brillando a la luz de la luna, cómo saltan los ojos de las cuencas, cómo palpitan los intestinos en su nido desfondado, ni cómo, entre los escombros del aquel cuerpo mutilado, busqué el feto de mi hijo. Por eso, cuando usted dice “amor, no, por favor…” Yo no tenga más respuestas que mis tristes experiencias.

Ya adulto, hay otro episodio que hizo renacer, en mí, la esperanza. Tranquilizada mi adolescencia, definiendo mis aristas, sabiendo que en ese tiempo se jugaba mi destino, conocí a Maité. Era…¿cómo le diría?, lo que siempre pensé que sería la felicidad completa: reflexiva, serena, inteligente, pero sobre todo: pura. Con una castidad trabajada a conciencia, tallada a golpes de mortificaciones, un pundonor como sólo lo había visto en mi madre. Poseía, además, el gesto preciso y una infalibilidad a toda prueba. Creo que lo más atrayente de esa armoniosa personalidad, era su forma de escuchar, donde, al cabo de algunos segundos, no se podía evitar una sensación de angustia, de fracaso irremediable, la convicción profunda de ser un maldito dogmático. Muchas veces, forcé la conversación para llevarla al terreno que traía preparado, pero Maité sabía dar la estocada perfecta, meter el aguijón de la lógica en el más redondo de los discursos, hasta dejarlo convertido en la más redonda de las idioteces. Le gustaban los silencios, las conversaciones ordenadas. Cuando ella exponía era siempre sobre un tema que dominaba a la perfección. O sea, sus conclusiones eran definitivas, marcada con el sello de las generalidades y, a uno, no le quedaba más remedio que aceptarlas como verdades irrebatibles. Le desagradaban, en cambio, las charlas misceláneas, las apostillas en medio del discurso, los paréntesis perturbadores, las digresiones. En una palabra, le fastidiaba mi conversación sin método. A su lado viví momentos de verdadero frenesí y, estoy seguro, a mi querida madre, le habría encantado. Maité pertenecía a una secta que proclamaba la reencarnación del espíritu y la posibilidad de encontrar la felicidad a través del sufrimiento. Cada ser, no era otra cosa, que una partícula del Ser Supremo, lo que, a mi juicio, equivalía a que el Ser Supremo sólo era la suma de las partículas individuales. Conmovido hasta el terror, Avizoré muchas veces que el Ser Supremo de Maité se privaba de mi única, intransferible y particular partícula, tan diametralmente opuesta a la pureza de mi amada, a su conjunción alimenticia de vegetales, de órganos y sentimientos trabajando al unísono en busca de la reencarnación perfecta.

Vivíamos, por entonces, la década del setenta y el ambiente social exigía definiciones perentorias. La atmósfera política era una caldera a punto de estallar. En ese contexto apareció el Maestro y su llegada oportuna disiparía las dudas, ahuyentaría las tinieblas. Maité estaba frenética, cada días, más entusiasmada y más distante. El tipo ejercía sobre ella y todos los discípulos, un poder hechizante. Impotente, desesperado hasta la náusea, veía escaparse la felicidad entre mis dedos. En nuestras citas, cada vez más distanciadas y formales, ella eludía el tema. Era peor. Pensaba todo el tiempo en él. Interponía su imagen velada en nuestras caricias, en sus silencios, en mi angustia. Las reuniones de acólitos se efectuaban en su casa de Providencia, por lo que siempre tenía una excusa para apurar las despedidas. No recuerdo en este instante cómo me las ingenié para asistir a una de las últimas sesiones, o, para ser preciso, a la última. Allí lo conocí. Era un individuo bajito, de gestos y modales estudiados. Vestía una túnica alba que hacía resaltar su barba nazarena. Lo que más me impresionó fue su voz, las inflexiones con que pronunciaba los monosílabos “paz”, “fe” “Dios” y la palabra “amor” que le arrancaba a mi pobre Maité, el alma por los ojos. Creo que desde el principio supo a quien tenía por delante. .Nuestras vidas eran tan extremas que en algún punto se topaban. . Eso fue lo que provocó nuestra mutua desconfianza, nuestro común recelo. Aquella noche maravilló a la concurrencia con la historia del “Buen Ladrón”. En algún momento de la prédica, advertí en el brillo de sus ojos claros, la intención oculta que me iluminó de golpe. Abandoné la sesión y, desde la placita aledaña, espié, una a una, la salida de los enfervorizados discípulos. Pasada la medianoche, me descolgué por el fondo de la casa. Estaban solos. El Maestro sostenía el rostro de mi amada en el marco de sus manos finas, cuidadas con esmero, sacerdotalmente pulcras y Maité, por primera vez, musitaba un discurso inconexo, hecho de gemidos y susurros. El Maestro, sin la túnica, perdía todas su mística apariencia y Maité, con el pelo suelto y en calzones, toda su pureza. Se besaban beatíficamente, rozándose apenas con los labios, insuflándose una pasión meliflua, horrorosamente perturbadora. A las tres de la madrugada, cuando sólo quedaban los cuerpos sucios de mi amada y del santón sobre las sábanas, cuando esos espíritus sin mancha, se abandonaban a un sueño execrable, abrí el gas, cerré puertas y ventanas con el sigilo del “Buen Ladrón”, y salí al encuentro del viento frío que, a esa hora, la cordillera sopla sobre la ciudad dormida.

Por eso, cuando usted dice “amor, no, por favor, no…” yo deba insistir desde esteregreso sorpresivo a casa, desde este umbral que confirma mis sospechas, hay que irse despacito por las piedras. Por cierto, usted lee una novela, un cuento, un poema y tiene una representación gráfica de la palabrita. Y da lo mismo en cualquier jerga, lengua o dialecto. Pero usted la saca de allí y pretende meterla en la realidad de un mediodía, en un trámite bancario, en los zapatos que aprietan o en el sudor que se desliza por el cuello de la camisa, y el asunto se complica, se torna impuro, se confunde, como se le confundió a usted, que ni siquiera previó las consecuencias de su audacia.

Pero, como vaticinan los lugares comunes, de nuevo tenemos al hombre tropezando con la misma piedra, tratando de aprehender esto que de tan manoseado, burdo y chabacano, como diría mamá, se vuelve intangible. Así fue como al acercarme peligrosamente a la cincuentena, la conocí a usted que no llega a los veinte. Y usted, que nada sabe de la vida, que se representa el amor como ese cuerpo joven que yace a su lado, que asocia el amor con esa cabellera sedosa y ensortijada que dejó de cimbrarse, que imagina el amor como esa boca de aliento fresco, tan diametralmente opuesta a la putrefactas añejeces que inundan la mía, usted que dice “amor” y traduce sexo, pasión, beso frenético como el que estaba dándose en mi cama, frente al retrato de mi propia madre, usted que implora “amor, no, por favor, no dispares”, como quien espera un indulto, una amnistía, un perdón tardío y cree, ingenuamente, que basta la famosa palabrita para conjurar el peligro, para detener la bala que reventará sus sesos como se los destrozó al imprudente que se enfría a su lado. Usted, pequeña niña, jamás llegará a entender que, por muy respetable que sea el vocablo “amor”, jamás encajará bien en nuestros planes ni siquiera en la realidad de este mediodía o media tarde.

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PRIMER LUGAR EN X CONCURSO LABORAL DE CUENTO Y POESIA “JAVIERA CARRERA” 1987.-
SEGUNDO LUGAR EN V CONCURSO IBEROAMERICANO
CUENTO Y POESIA
JAVIERA CARRERA- CHILE .- 1987.-