Por Ramiro Rivas
Miguel de Loyola, con este nuevo libro, Cuentos Interprovinciales, de novedoso título, vuelve a demostrar una vieja fijación por los temas rurales. Al igual que sus obras anteriores, Cuentos del Maule y Esa vieja nostalgia, su temática y sus personajes los sitúa en esa región geográfica.
Son cuentos breves, de anécdotas sencillas, escritos con una prosa transparente y clara que se adecúa a la objetividad expositiva, a un efectivo poder de visualización que revela sin apostrofar al lector, sin exigirle mayores esfuerzos de deducción. Se podría conjeturar que esta nueva obra es la concreción de una trilogía, en donde los textos no se apartan de una zona específica claramente demarcada, así como los personajes, seres anónimos y carentes de ambiciones, sobreviven en faenas menores y tradicionales del campo o en perdidos pueblos del sur del país. No obstante, estos mismos elementos mediadores, logran adquirir una suerte de funcionalidad significante.
Las trece narraciones que componen este libro, de una u otra manera, establecen vinculaciones constantes con el pasado, en distintos niveles y planos memoriosos, que van desde los recuerdos de infancia en el pueblo de San Clemente, localizado cerca de Talca, a la mirada y comprensión desamparada del adulto que observa con nostalgia el avance de la modernidad y el fin de las tradiciones. Pareciera que el autor, al redactar estos textos, estuviera de acuerdo con esa formulación que algunos críticos proclaman: el agotamiento de las retóricas. Casi como una forma de retornar a la claridad expresiva, alejarse de esa literatura barroca y conceptista, concentrarse en una realidad menos mediatizada por las corrientes escriturales extranjerizantes. Volver a lo simple, a los personajes comunes. A esos hombres entrevistos como símbolos de un pasado ya extinto o a punto de desaparecer. Seres arraigados a la tierra, estupefactos ante el avance de las nuevas carreteras interurbanas que dejan en el olvido los viejos caminos de tierra y ripio. Todo un mundo en perpetuo cambio y que el autor retrata con lúcida perseverancia y una incontrovertible añoranza. No hay vuelta atrás, parecieran pensar estos protagonistas sumidos en un medio coercitivo y pesaroso.
El sobrio tratamiento narrativo no decae a lo largo de las diferentes historias elaboradas con claridad, una prosa convincente y no exenta de breves pinceladas poéticas y una profunda humanidad que corporiza a los ignorados actores. Son textos concisos, cual pantallazos de acciones mínimas, retazos de vidas aparentemente intrascendentes, pero vitales y profundas en el instante del recuerdo. No se teoriza sobre las situaciones de estos individuos predispuestos a no dejar rastros de sus existencias.
Todo verdadero artista crea sus propios mitos, leí por ahí, y Miguel de Loyola idealiza esos mitos o esas realidades evanescentes, interpretándolas a su capricho, anhelando arribar a esa realidad impalpable, transfigurando esos fragmentos de sueños y recuerdos extinguidos. Una especie de juego, de encuentro consigo mismo y sus obsesiones, un ajuste de cuentas con su propia memoria.
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