Por Ramiro Rivas

Si hay algo en que los escritores y los críticos nunca terminan de ponerse de acuerdo, es en el uso o interpretación de determinadas terminologías que, cada cierto tiempo, van surgiendo y echando tierra sobre las anteriores.

En este caso, me refiero al postmodernismo en la novela actual, frente al modernismo del siglo XX y a sus abuelos premodernistas del siglo XIX. Controversia que involucra al realismo tradicional que muchos escritores nuevos han pretendido dictar certificado de defunción, acotando que el postmodernismo reúne la capacidad de sintetizar y trascender dichos esquemas estructurales. Con estos arbitrarios planteamientos imaginamos que dan por superados a narradores como Faulkner, Hemingway, Flaubert, Steinbeck o Dos Passos, por su culto al realismo, lo que me parece un despropósito. “La literatura ya no es, ni puede ser, una réplica fiel de la realidad palpable, sino sencillamente un artificio literario”, afirmaba hace algunos años el novelista y crítico Fowles. Pero Susan Sontag consideraba que “el postmodernismo era un mero juego paródico e irónico totalmente desprovisto de potencialidad subversiva, lo que lo hace inferior al modernismo”.

Yo creo que la polémica no va tanto por una u otra causa formal o estética, sino por la evolución y cambio que ha ido experimentando la literatura, y específicamente la novela, en donde queda espacio para que diversas corrientes compartan sus propuestas y que sea el lector la persona propicia para escoger los textos que le interesan. De lo que sí estamos convencidos es que ciertos esquemas realistas del siglo XIX no son tema de debate. Algo así como revivir el realismo socialista, por extremar las comparaciones. Es un hecho incontrarrestable que la novela modernista o postmoderna ha dado por fenecida la linealidad narrativa, la trama estructurada como una catedral renacentista, ahora fragmentada en múltiples secuencias. No es raro internarnos en la introspección y autoconciencia de los personajes, la dispersión y vulneración de la cronología temporal, como un agotamiento generacional del realismo plano tradicional.

Pero si nos circunscribimos al ámbito nacional, no podemos dejar de reconocer que nuestros mayores íconos literarios pertenecen a esta corriente escritural, que no sólo ha dignificado la narrativa chilena, sino que ha entrado en la modernidad sin desmerecer ante el postmodernismo imperante. Me refiero a obras tan relevantes y rupturistas como Hijo de ladrón, de Manuel Rojas, Patas de perro y Eloy, de Carlos Droguett, El obsceno pájaro de la noche o Casa de campo, de José Donoso, por mencionar unos pocos.

Philip Roth tiene una mirada escéptica sobre las nuevas corrientes literarias. Afirma que las obras de los escritores postmodernistas norteamericanos tienden a eliminar las categorías de ficción y de realidad, para ser sustituidos por un monótono y repetitivo intertexto. La autorreferencialidad de los nuevos autores, parecieran acentuar la carencia de “señas de identidad”. El abuso de recursos metanarrativos, característico de este movimiento, revela la ausencia de un discurso más personal y apegado a la realidad de todos los días. La influencia del comic, el embelesamiento con los elementos ucrónicos, en donde se tergiversan los hechos históricos hasta límites ridículos y facilistas, como las novelas de Jorge Baradit y un pequeño clan de seguidores sin muchas luces imaginativas, no constituyen precisamente un ejemplo para dar por muerto al realismo literario. Pero sí existen otros autores jóvenes que hacen oídos sordos a estos cantos de sirena, con obras sólidas y de indiscutible valor artístico (Andrea Jeftanovic, Nona Fernández, María José Viera-Gallo, Alejandra Costamagna, Lina Meruane, Alejandro Zambra, Alejandro Cabrera, Luis López-Aliaga, Marcelo Leonart).

Pero este debate viene de muy atrás. Virginia Woolf indicaba que el modernismo nació en 1910, con la irrupción de Picasso, Stravinsky y Joyce, y que esta corriente modernista sepultaba el realismo burgués con su “pretenciosa ingenuidad realista”. Sin embargo, sesenta años después, Pynchon, Barthelme, Vonnegut, Palahniuk, Barth o Coover, daban vuelta la página y consolidabanel postmodernismo como la última estación de la vanguardia literaria. Ahora, a inicios del siglo XXI, los agoreros hablan del fin de la novela, aplastada por la estulticia, la ignorancia y el arrollador avance del mundo tecnológico y virtual. Las viejas discusionesliterarias parecieran acallarse. Pero se inicia un nuevo diálogo: la supervivencia de la novela. O confiar en los conceptos premonitorios de Mircea Eliade y “su mito del eterno retorno”.

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R.R.R.
24/04/2012