Por Aníbal Ricci

Ese año mi papá compró “Jesucristo Superstar”. Una especie de estuche que contenía dos discos y en el medio atesoraba un librito con la letra de las canciones. Mi padre se entusiasmó tanto con la adquisición que me enseñó a utilizar el tocadiscos.

 

———- Mensaje reenviado ——————
De: Anibal Ricci <ricci.anibal@gmail.com>
Fecha: 5 de abril de 2012 09:51
Asunto: Experiencia de vida
Para: Charly García <charlygarcía@gmail.com>
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Querido Aníbal:

Espero que este cuento te haga sentido.

Un gran abrazo,

Pedro

 

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Me parece que hay que meditar muchas veces hasta que el cambio en el punto de vista permita reconocer una verdad.

El tema de la experiencia de vida es tan pero tan personal.

No sé cual sea el punto exacto que se puede permitir ahondar cada persona, lo que sí intuyo es que es diferente para cada uno y que va cambiando con el tiempo.

En lo personal, y volviendo al tema de los errores pasados, con los años uno termina agradeciendo haberlos cometido, pero por sobre todo uno termina apreciando (y amando, por qué no) a aquellas personas que te ayudaron a recorrer esos caminos, aunque éstos fueran peligrosos.

Sea por la razón que sea, aportaron parte de lo que ellos conocían para hacerte cambiar tu punto de vista.

Aquel punto de vista inicial que principalmente proviene de la educación de tu familia, en especial de tus padres.

Vuelvo a insistir en que ese despertar probablemente deba ser diferente para cada persona.

 

Unos necesitarán reafirmar enseñanzas de los padres, otros reformularlas, y otros contrastarlas con la experiencia de vida.

Cuando era niño escuché muchas veces (de boca de mi padre) que la gente era muy emotiva y poco equilibrada, muchas veces con nombres y apellidos.

Aunque siempre sospeché que había algo de pelambre (todavía no conocía el alcance del concepto), intuí que tras esas palabras se escondía algo de envidia y rencor (conceptos en formación) hacia algunos familiares y amigos.

Otras veces simplemente mis emociones no estaban desarrolladas lo suficiente:

“Perico era mi compañero de andanzas. Cuando subía a la bicicleta, se agarraba de mi chomba y se zangoloteaba sobre mi espalda. El loro creía que iba agarrado de una rama debido a que siempre terminaba con el hombro lleno de caca. Sin embargo, su máxima expresión de cariño era despertarme por las mañanas. Recuerdo que dormía en una silla de la cocina y apenas amanecía, empujaba la puerta e iba a mi pieza para subirse a la cama y golpearme suavemente los dientes hasta que me despertaba.

Ese año mi papá compró “Jesucristo Superstar”. Una especie de estuche que contenía dos discos y en el medio atesoraba un librito con la letra de las canciones. Mi padre se entusiasmó tanto con la adquisición que me enseñó a utilizar el tocadiscos. Él coleccionaba muchos vinilos de Miles Davis y de Astor Piazzola que escuchaba de vez en cuando. No así la ópera rock de Jesucristo que se escuchó con frecuencia durante los meses que vinieron. El envoltorio magnífico de esos discos hizo despertar en mí cierta obsesión. No sabía si por la vida de Jesús o por la música.

Me acuerdo que las letras hablaban de sus últimos días. La dulce voz de Ángela Carrasco personificaba a María Magdalena: “…Basta ya de angustias… deja los problemas… olvida las penas…” La calidez de esas palabras me contagiaba y me habría gustado estar en el lugar de Jesús. “…Esta noche debes descansar… porque el mundo sin ti seguirá… Duerme bien… duerme bien… con el sueño podrás olvidar…” Recuerdo que Camilo Sesto interpretaba al hijo de Dios: “…De los que sufren será el reino de los cielos… todos podréis entrar… sin excepción…” Parecía comprensivo y amoroso, una divinidad con la que era difícil no estar de acuerdo.

Jesús terminó siendo juzgado por Poncio Pilatos y fue condenado a morir crucificado. Recuerdo que a esa edad no comprendía el sacrificio de Jesús ni el dolor que debió soportar. Me quedaba claro que se había preocupado por los pobres y la humanidad, aunque no podía decir lo mismo de Dios. Lo veía aparecer por televisión bajo la mirada de John Huston. Todos los jueves en la noche transmitían “La Biblia” en el espacio de la franja cultural. Mostraban un mundo hermoso pero a la vez feroz, regido por el Dios cruel del Antiguo Testamento. Se me quedaron impregnadas las imágenes de Adán y Eva expulsados del Paraíso.

Ese acercamiento a la religión, lejos de ser aclaratorio, trajo consigo una gran confusión. Un día poco afortunado de ese verano, mi hermana se encontraba jugando con una larga vara de bambú. Sin darse cuenta golpeó a mi loro con ese palo. Yo lo escuché quejarse y luego enredarse en las ramas del damasco. Un fuerte sonido retumbó sobre el pasto cuando se estrelló contra el suelo. Perico logró sobrevivir al costalazo y quedé más tranquilo cuando subió a mi hombro.

En los días posteriores dejó de comer. Ya no era el alegre lorito que me iba a despertar todos los días. Antes dormía agarrado del respaldo de una silla. Ahora en cambio pasaba echado sobre unos paños que dispusimos en el piso.

Al cuarto día dejó de beber agua. Yo me sentía muy triste. Hacía lo que podía por ayudarlo. Ese día llegué del colegio y le di agua con una jeringa. Toda esa tarde permanecí junto a Perico haciéndole cariño y me fui a acostar anticipando lo peor.

Desperté antes que nadie y lo primero que hice fue ir a la cocina. Abrí la puerta y entre los paños estaba mi lorito tendido de costado. Estaba tieso. Como embalsamado. Lo tomé entre mis manos y me pareció que pesaba menos.

Quedé abatido de inmediato. Era la segunda vez que sentía una pena profunda ante lo irreparable. Viéndolo en retrospectiva, la pérdida de un paquete de galletas en nada se comparaba frente a lo devastador que observaban mis ojos. Lo sostenía entre mis manos y no me convencía. Nunca más me acompañaría en mis viajes.

Lloraba desconsolado cuando de pronto aparecieron mis padres. Los sentía tan lejanos. Contrastaba mi pena con la suya y me daba cuenta de su incomprensión. Mi papá me dijo que no era bueno llorar cuando alguien moría. Recordé lo que me había dicho cuando falleció mi abuela. Su propia madre. Como si no te despojara de lo más querido. Para mí la muerte era injusta. Sólo creada para hacerte sufrir. Y había sólo un responsable: Dios.”

Con el paso de los años me he dado cuenta de que no tiene sentido contener ni moldear las emociones. Hay que vivirlas y desarrollarlas hasta el punto en que tengan significado para uno mismo.

Recuerdo que cuando murió mi abuelo me sentí culpable de no sentir un hondo pesar por su muerte. Sólo me permití (muchos años antes) llorar por mi loro, pero por ningún motivo por mi abuelo… debido a que si uno se entristecía demasiado “su alma se quedaba rondando en la tierra”.

Sobre todo me sentí podrido cuando aproveché su funeral para no dar un examen de la universidad (habían pasado muchos años).

Hoy en día estoy feliz por haber desarrollado una profunda y amplia gama de emociones gracias a muchos errores y personas supuestamente equivocadas.

Agradezco de corazón comprender el mundo desde esta nueva perspectiva, desde estos nuevos puntos de vista que cada vez son más compatibles y armoniosos.

Creo que luego de este recorrido, con más convicción, puedo afirmar que es muy difícil obtener sabiduría sin la justa y necesaria dosis de experiencia.