cheo gonzalezPor Gonzalo Ugidos (El Mundo)

Imbuidos de ro manticismo, Jacob y Wilhelm Grimm reunieron 200 narraciones orales en busca del alma del pueblo alemán. Sin escribir un solo relato, quedaron unidos a la literatura infantil por los «Cuentos de niños y del hogar», publicados hace 200 años. Entre las celebraciones se cuenta la primera publicación infantil de Editorial Taschen.

Érase una vez, allá a principios del siglo XIX, una pareja de hermanos treintañeros muy ocupados en una extraña tarea, tan extraña que sus colegas filólogos e intelectuales la encontraban indigna de escritores serios. Los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm coleccionaban cuentos populares como si fueran cazadores de mariposas. Querían cazar los cuentos mientras aún estuvieran vivos. Buscaban viejas campesinas en perdidas aldeas y en los pueblos cercanos, y las seducían para que les contaran una leyenda, un mito, un viejo romance. Les gustaban esas historias, eran unos románticos, unos nacionalistas apegados a su tierra y el Volkgeist (espíritu del pueblo) les parecía tan sabroso como el pan hecho en casa.

El mayor, Jacob, era un tipo huraño, solitario y con mentalidad científica. Quería esos cuentos como objeto de estudio para filólogos e historiadores. Wilhelm, el menor, tenía un carácter más risueño, era sociable, tenía una mentalidad poética y no descartaba que esas fábulas pudieran, además, entretener a los niños y a los adultos que no hubieran perdido del todo la inocencia. Pero ni siquiera esa discrepancia los separó y en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, se amaron y respetaron todos los días de su vida.

Algunos, perplejos por la fortaleza del vínculo, han sospechado que esa fraternidad era antinatural y escondía siniestros abismos freudianos. Wilhelm vivió toda su vida a la sombra de su genial hermano mayor y parece relevante sólo en tanto en cuanto es el otro Grimm. Por su agresivo nacionalismo, no han faltado críticos que han visto en la extraña pareja algunos rasgos de la peor arrogancia alemana. Se basan no sólo en sus biografías, sino en que en muchos de sus cuentos glorificaron una forma exagerada de la peligrosa idea de «la sangre y la tierra».

Jacob y Wilhelm Grimm eran los mayores de una familia de nueve hermanos, nacieron con un año de diferencia (Jacob en 1785; Wilhelm en 1786) y fueron como dos árboles nacidos de la misma raíz: crecieron juntos, vivieron juntos y desarrollaron la misma copa.

El gusto por su trabajo lo incubaron en los paisajes de su infancia en Hanau, un lugar pacífico en el electorado de Hesse. Sus investigaciones se entrelazan: ambos son los padres de los estudios de la antigüedad, la lingüística y la filología germánicas. Sus vidas se trenzan: amaron a las mismas mujeres, compartieron como siameses las penas y los júbilos. Vivieron tiempos convulsos: la Revolución Francesa, Napoleón, el colapso del Imperio Romano Germánico, Waterloo y la emergencia del primer Reich. Sus vidas fueron una montaña rusa en la que se alternaron la adversidad y el éxito, la miseria y la fama. Sus talentos fueron complementarios y en la imaginería de los grabados y los óleos siempre se los pinta como dos perfiles paralelos: en primer plano, Jacob con el rostro severo y los rasgos de la cara rodeados de rizos blancos; detrás, Wilhelm, de rasgos más dulces y amables, con los ojos de un poeta soñador.

Cuando en 1796 murió el juez comarcal Philipp Grimm, dejó en desesperada situación económica a su viuda y a su numerosa prole. Eran nueve hijos y el mayor, Jacob, sólo tenía 9 años. Su madre lo mandó junto a su hermano Wilhelm a vivir con la tía Henriette. Cuando murió su madre, él tenía 23 años y cinco hermanos menores a su cargo (otros tres habían muerto en la infancia), por eso aceptó un puesto como bibliotecario del rey de Westfalia, un hermano de Napoleón. Tras la caída de Bonaparte se dedicó al servicio diplomático, vivió en París y asistió al Congreso de Viena. Pero no estaba a gusto lejos de Wilhelm, y volvió a reunirse con él. Desde entonces no se separaron más. E incluso ambos conspiraron contra el absolutismo del rey de Hannover Ernest August II.

Jacob, que era un workaholic , nunca había tenido novia. Era un misógino y se escurrió de algunos proyectos matrimoniales urdidos por su familia o amigos. Con las mujeres era frío, distante y crítico. Wilhelm se casó a los 39 años con su primera novia, Dorothea Wild, siete años menor que él. Si eligió a Dorothea fue porque la familia Wild había aportado 35 cuentos a su colección. Tuvieron cuatro hijos, de los cuales el mayor murió en la infancia. Se llamaba Jacob como su tío.

Los cuentos de Dorothea

Eran burgueses, pero sabían que los verdaderos guardianes de leyendas, los ecos de las voces ancestrales de valquirias y nibelungos no eran ni médicos ni notarios, sino artesanos, campesinos, sastres, soldados, gavieros y niñeras. Se acercaron a ellos, a menudo eran abuelas como Friderike Mannel o Dorothea Viehmann, quien les regaló 37 de los cuentos que componen su famosa recopilación Cuentos de niños y del hogar, publicada en dos volúmenes (1812 y 1815), ampliada en 1857, dos años antes de la muerte de Wilhelm. Jacob falleció cuatro años después que su hermano, en 1863.

Los Grimm se identificaron con la gente del pueblo y la gente les pagó con la misma moneda, respetándolos, admirándolos y contándoles cuentos. Como algunas de sus fuentes eran descendientes de los hugonotes franceses, les colaron cuentos que ya había publicado el francés Perrault: «Barbazul», «Caperucita Roja», «Pulgarcito» o «El gato con botas».

Sostenían que «La bella durmiente», «El sastrecillo valiente», «Rapunzel» y todos esos cuentos nacieron en la India, en la tradición oral de la lengua sánscrita, migraron al Mediterráneo vía África y luego más al norte. Los desmintió el investigador francés Joseph Bédier, que introdujo el concepto de poligénesis: en las mismas circunstancias, el mismo cuento puede nacer en distintos lugares. Los psicólogos modernos hablan del subconsciente colectivo.

Lo cierto es que los hermanos Grimm, subidos a la ola nacionalista y romántica, empezaron a catalogar los últimos vestigios orales de un mundo primigenio con un propósito científico, pero también político: la unificación de todos los territorios de lengua alemana. Veían esas historias como retazos fósiles de un tiempo en que los alemanes vivían unidos y felices.

Los Grimm rescataron del olvido un mundo con reyes y príncipes, pero también, y sobre todo, fieles sirvientes, honestos artesanos, pescadores, molineros y pastores: gentes humildes que habían permanecido cercanas a la naturaleza. Un mundo en el que el pobre podía hacerse rico y la fea convertirse en bella; en el que el sol, la luna y las estrellas hablaban con la música de las esferas. También hablaban los enanos que trabajan en las minas de oro, las ninfas que dormían en las fuentes, los pájaros, las plantas y las piedras. Esa comunión de lo grande y lo pequeño, esa dulzura, fue el regalo que aquellos dos severos académicos dieron involuntariamente a los niños del mundo. Los Cuentos de niños y del hogar pasaron de ser fósiles para estudiosos a lecturas para niños, un clásico, un long seller amado generación tras generación.

A pesar de la gloria que les dio esa ocupación menor, no fueron ellos los primeros en recopilar las viejas fábulas, sino el francés Charles Perrault, que 100 años antes ya había publicado una colección de cuentos infantiles. Los Grimm lo hicieron con tanta pasión que en seis años ya tenían 200.Creían que eran oro enterrado en peligro de perderse, que era importante preservar esa cultura ancestral de su nación. Pero a pesar de que no fueron propiamente escritores, sino científicos de la lengua, sus nombres han quedado asociados al mundo de la infancia, cosa que gustaba al menor y siempre disgustó al mayor. Salvo en eso, fueron la misma alma en dos cuerpos no tan distintos.

Y fueron felices y comieron perdices

Nacidos del anonimato, varios de los más de 200 cuentos de los Grimm han alcanzado ese estatuto literario superior: saber la historia pero no quién fue su autor (o recopilador).

La primera traducción al castellano de los Grimm es tardía (1879) e incompleta. Es importante el papel de los «cuentos Calleja» -la editorial Saturnino Calleja que los publicó por primera vez en 1896-, que además de popularizarlos en ediciones económicas, los castellaniza (eso de «y fueron felices y comieron perdices…» viene de estas ediciones y no de los Grimm). Son escasas las versiones de todos los cuentos de los Grimm. En castellano hubo que esperar hasta 1955 para contar con una versión íntegra. De las ediciones recopilatorias que circulan, la de Zig-Zag ( Cuentos de Grimm , $3.200) comprende cinco cuentos y la de Anaya, veinte. Y muchas de cuentos individuales.

El impacto cultural de estos cuentos se ha manifestado en diversas artes. Las primeras ediciones no estaban dirigidas sólo a un público infantil y los propios Grimm rechazaban utilizar ilustraciones, prefiriendo las largas notas eruditas. La edición de Taschen es un amplio panorama de las ilustraciones clásicas. Pero hay otras como, por ejemplo, las de Benjamin Lacombe para Blanca Nieves (Edelvives, en Prosa y Política, $ 16.300), las radicalmente geométricas de Kvêta Pacovská para Caperucita roja (Kokinos, en Prosa y Política, $17.800) o las de Elisa Assler para Hansel y Gretel (LOM, $6.600).

Los Grimm en Taschen

La edición de Taschen -que por primera vez publica un libro infantil- de los cuentos de los hermanos Grimm estará disponible en castellano en abril. Comprende 27 cuentos (entre ellos los más conocidos, como por ejemplo, «La Cenicienta», «Blancanieves», «La bella durmiente», «Hansel y Gretel»). Lo más llamativo es la selección del material gráfico, con los más distinguidos ilustradores, procedentes de distintos países, que publicaron entre 1850 y 1960: Kay Nielsen, Gustaf Tenggren, Divica Landrová, Wanda Zeigner-Ebel, por nombrar algunos de ellos, además de siluetas nuevas hechas para esta edición.

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En: Revista de Libros de El Mercurio