Por Enrique Rivera
Esta obra es una colección de microrrelatos del escritor chileno Diego Muñoz Valenzuela, uno de los principales cultores de este género en Hispanoamérica. Son narraciones que, con pocas palabras, esbozan historias, sugieren metáforas y dejan en el lector una sensación de inquietante perplejidad.
La artista visual Luisa Rivera ilumina con expresivas ilustraciones aspectos de cada uno de los 20 relatos que componen esta original colección.
Breviario mínimo (Liberalia Ediciones y Simplemente Editores, 50 páginas, $12.000) es el cuarto libro de Diego Muñoz dedicado al género de los microrrelatos. También ha publicado varias colecciones de cuentos y tres novelas: Todo el amor en sus ojos (1990), Flores para un cyborg (1997) y Las criaturas del cyborg (2010). El autor fue seleccionado por la reciente Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de los “25 tesoros literarios a la espera de ser descubiertos”. La feria quiso honrar así, al celebrar 25 años de existencia, a escritores latinoamericanos cuyo talento se ha valorado en sus países, pero que aún son poco conocidos fuera de ellos.
Luisa Rivera Nahrwold, autora de las 20 ilustraciones de página completa que trae esta especial edición de microrrelatos, estudió Licenciatura en Arte en la Universidad Católica de Chile. Se ha dedicado a reflexionar con especial énfasis en torno a la figura humana y a sus múltiples posibilidades expresivas, y lo ha hecho a través de un proceso creativo que la ha llevado a emplear diferentes técnicas. Ha participado en los últimos años en varias exposiciones colectivas y ha efectuado trabajos para distintos medios y empresas. Entre sus creaciones destinadas al sector editorial destacan las ilustraciones para Subterra, de Baldomero Lillo, libro publicado por Liberalia Ediciones en 2010.
La edición de Breviario mínimo incluye un CD con la lectura de los 20 relatos realizada por Pedro Sánchez. A continuación, tres de los 20 microrrelatos de este libro, con las ilustraciones que los acompañan.
Demonios vagos
Era un demonio tan pequeño como horrible. Lo encontré vagabundeando entre mis libros, de modo que me sentí autorizado para atraparlo y meterlo en un frasco. Emitió un espantoso hedor a azufre: saltó, bramó, expelió fuego por su pequeña y perversa boca. Me divertí contemplándolo: era un demonio muy temible, solo que demasiado pequeño. Enfureció hasta el paroxismo cuando le anuncié que iba a convertirlo en amuleto. Estrellaba su menudo cuerpo escarlata contra las paredes transparentes con empecinamiento notable. Terminó extenuado.
Después de varias semanas, luce más tranquilo. Quizás resignado. Insiste mediante señas en que desatornille la tapa del frasco, pero no. Desconfío de él. Suelto, no hay demonio manso. Eso decía mi abuela
Drácula
El conde Drácula no soporta más el dolor de muelas y decide ir a tratarse con un especialista. Consulta la guía telefónica y disca un número tras otro hasta ubicar un odontólogo noctámbulo. Establece una cita para la noche siguiente. Asiste. Porta gafas oscuras para ocultar sus ojos hipnóticos, inyectados en sangre. El dentista también usa lentes oscuros. Lo examina, mueve la cabeza negativamente. Anuncia que el tratamiento va a ser doloroso, que es conveniente emplear anestesia. El vampiro acepta, se deja inyectar, siente un sopor agradable, va hundiéndose en el sueño y escucha el lejano zumbido de un taladro.
Despierta. Ve su imagen en un espejo de agua, sonríe, pero su risa se transforma en una mueca grotesca, porque en el lugar donde debieran estar sus colmillos hay dos espacios sangrientos. A su lado, el odontólogo –que es el doctor Van Helsing– lo observa divertido mientras juguetea con los larguísimos colmillos, arrojándolos una y otra vez al aire, como si fuese un malabarista.
Historia de una paradoja
La liebre y la tortuga beben compartiendo mesa en un tugurio de mala muerte, cuya única fama proviene de la chicha que fabrica el dueño, un patibulario inmigrante griego llamado Zenón. La astuta liebre induce a la tortuga a participar en una carrera arreglada. “Todos apostarán por mí y no por un roñoso quelonio centenario; en ello reside nuestra ventaja. Ganarás el certamen y seremos ricos”, proclama el roedor con voz aguardentosa. La ebria tortuga asiente calculando las ganancias, se sobresalta y verbaliza su duda con tartamudeos irreproductibles. ¿Quién realizará la convocatoria, quién va a incentivar y recoger las apuestas, quién repartirá el botín después del sorpresivo triunfo, quién? Ambos atletas caen en profunda depresión hasta que el tabernero ofrece sus servicios a cambio de la mitad de las ganancias. Ante el explosivo reclamo de la liebre y la mirada torva de la tortuga, Zenón consuma el plan: el fraude no funciona sin una explicación sólida que evite el linchamiento de los corredores. “Es una cuestión de verosimilitud”, asevera con aire doctoral y aplastante soberbia, “no se preocupen, por una buena participación se me ocurrirá algo”.
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En: Apuntes de sobremesa
¡Bravo por el intertexto con Borges! Saludos.