Por Edmundo Moure

«Estás más viva que nunca, querida… Cuesta besarte, ciudad maldita, pero tus labios siguen atrayéndome, como en los días remotos del aromo y el jazmín.»

La ciudad te seguirá. Vagarás
por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar -no esperes-
no hay barco para ti, no hay camino.

Konstantino Kavafis

De tanto odiar esta ciudad hosca y heterogénea, de tristes desigualdades y groseros alardes de injusticia, terminas amándola como si fuera una vieja querida que hubieses despreciado ha mucho, y que redescubriste una tarde, tras las copas a medio vaciar, como joya encontrada por albur sobre una playa sin geografía. Entonces, empiezo a verte con otros ojos, urbe triste y sucia, hedionda y voraz, pero llena por fin de los encantos que te robaron, hace cuatro décadas, a punta de inicuos decretos que cerraban las pestañas de tus más preciados bares, de tabernas y tugurios donde se refugiaban dolores libados como vinos en copas de angustia y esperanza. Pocos entendieron que aquellos cubículos eran hogares, porque allí se guardaba el fuego, cada noche, y lo avivábamos con nuestros ardores perdidos, que recuperábamos en cada brindis, porque para tantos hermanos no era posible otro ademán hospitalario que no fuese el de aquella fraternidad menesterosa y alegre, con su recompensa de un par de horas fugaces.

Te recorro desde el oriente al poniente, como si buscara la ruta del sol que los viejos celtas transformaron en peregrinaje vital de seis siglos; desde la calle Manuel Montt, bajando por Providencia, deteniéndome en las librerías de viejo, donde Eulogio Sánchez juega una partida de ajedrez con Rodrigo Viveros, mientras éste aguarda el milagro de un cliente que se lleve una joya literaria por dos mil pesos, para comprar el pan de la jornada y no llegar a casa con las manos vacías… Unas palabras encadenadas entre amigos, entre viciosos del libro impreso, un hojeo ávido y ojeroso de posibles hallazgos, tan difíciles de topar bajo rumas de publicaciones que salen y entran de los andeles, cada día; rito inútil sobre las mesas, buscando cautivar al lector, tan escaso como trucha arco iris en ríos polutos y sin vida. Pero el milagro llega; un hombre mayor rescata Lord Jim, de Joseph Conrad, y paga oro por calderilla: son mil quinientos pesos; al menos el precio del pan está cubierto. Otro prodigio y habrá para leche y aun para vino… Rodrigo da jaque mate a Eulogio, con sonrisa gloriosa.

Una cerveza al pasar -en Bar Amigo, Providencia, vereda sur, casi esquina de Román Díaz-, para hacer más ligero el camino, aunque el escriba no necesita refrigerios para dejarse ir por sus piernas sobre la dura piel de las rúas, pisando con delectación, como si te acariciara, colosal meretriz de cemento y brea que me absorbes en tus múltiples tentáculos de luz y ruidos y palabras que cuelgan, fantasmagóricas y estériles, de fachadas mentirosas o aleves…

En tus calles, plazas, ferias y mercados; en tus estadios vueltos campos de exterminio; en tus hospitales y cuarteles; en mínimos vericuetos y anchos cementerios; en paisajes sin puestas de sol ni amaneceres venturosos, fuimos la generación diezmada, o los “veteranos del 70”, según nos bautizaran Pepe Cuevas y el Mono Olivares, para mitigar con ironía el oscuro patetismo de aquellos días grises  como tu rostro erizado de púas bajo la áspera neblina del valle de Huelén.

Tú, Ciudad, tienes tus propios lamentos anónimos y no es preciso aquí contar los males del escriba caminante, como aquel poeta bisoño que, en un recital de la Sociedad de Escritores de Chile –calle Simpson número siete, dos cuadras al sur de Plaza Italia-, se enredó en largo preámbulo para describir los dolores que le habían llevado a la poesía, y el maestro Teófilo Cid le interrumpió, para decirle: “Mire joven, vinimos a escuchar poemas y no penurias particulares, que para eso podríamos pasarnos aquí la noche y aun muchos días desgranando nuestras miserias innumerables… Sea breve y lea sus versos. Somos todo oídos”.

No reparas, Ciudad, en nombres propios ni en otras identidades que no sean los epónimos de siempre, cagados por las palomas que no disciernen de prestigios ni pergaminos para soltar su blanco guano decorativo encima de los bronces o las piedras esculpidas… Alguna vez haremos una encuesta sobre los próceres con más detritus, en la paradoja verbal de la escatología plumífera que no respeta el rango heroico de las estatuas, tan mal repartidas en tus paseos y plazas, sobre todo los monumentos a los poetas que nadie reconoce ya… Sería bueno retirarlas, colocando en sus pedestales a los futbolistas exitosos o a los cantantes de moda, cambiándolas de generación en generación, porque cada época tiene sus personajes conspicuos y para recordar viejas memorias amarillas están tus museos, esas extrañas criptas donde mueren las culturas que ya no palpitan, aferradas a fechas de aburridos profesores y niños que se niegan a memorizarlas.

Hace cincuenta y dos años que te recorro, casi a diario, de lunes a viernes, para concurrir al trabajo; sábado y domingo, cuando funcionaban en tus entrañas los mejores cines. Recordarás aquel ciclo de cine soviético, en 1959: “El Cuarenta y uno”; “Vuelan las grullas”; “Don Quijote de la Mancha”, en formidable versión. Después, una muestra del mejor cine europeo: “El que debe morir”, francesa, con el drama no resuelto de un cristianismo que privilegia a los pobres y otro que sirve a los príncipes de la Iglesia y, con ellos, a los poderes de este mundo; enfrentados ambos, cara a cara, en una pequeña aldea griega de 1913, con sus dos popes en pie de guerra  y su Agá turco, feroz gobernador militar, como todos los usurpadores… “Puerta de Lilas”, una sencilla historia cotidiana en el depauperado París de la posguerra; “Canal”, film polaco de sobrevivientes de la blitz krieg nazi; “El arpa birmana”, desgarrador film antibélico– quizá el mejor que yo haya presenciado en medio siglo, película japonesa con director galo, premiada en Cannes… Ya ves, Ciudad Capital del Último Reino, cómo se te aprendía a detestar y a querer a lo largo de siete jornadas, colgando de los microbuses durante una hora, para llegar a la rutina de tus tristes oficinas, con la pausa del bar vespertino y el recreo de tus cines y teatros los fines de semana.  (De los regresos a casa no quiero acordarme, aunque percibo el aroma embriagador de la noche, como una reminiscencia proustiana).

Pero aún era posible descubrir un amor perdurable, mientras recitábamos poemas propiciatorios del inminente despertar. Besos robados a la madrugada encendían las hogueras de la tribu, que recuperaba sus lanzas para vencer la pólvora del encono. Entonces, el nombre de la amada recorría tus parques, grabándose en cada árbol, con una cifra secreta que sólo tú y yo conocíamos, que iba a estallar en brotes de agosto y enero, para que pudieras sonreír, abriendo puertas clausuradas a los hijos que volvían a tu hogar deshecho bajo las iras de septiembre.

Ahora puedo recorrer parte de tus entrañas, en estos trenes blancos y asépticos, que olvidaron el paisaje y la vieja hospitalidad de los andenes, en cuyos rincones alguien espera por un amor extraviado en minúsculas estaciones del Sur, muchacha de negras trenzas que trae canastos olorosos y un poema de Teillier entre los pechos, acompasado en la métrica de rieles sonoros, con una carta de la abuela dibujada en lentas caligrafías. Hay un miedo latente en esta rara topografía de túneles negros donde acecha la muerte, con espada eléctrica, en lugar de esa guadaña que le pintaban a la Parca monjes medievales. Por las venas de ese terror prisionero te estremeces, enloquecida, de tanto en tanto, sin que nadie pueda advertir tus letales temblores, hasta que todo se desmorona sobre tu piel insensible… Entonces, juramos abandonarte, buscar un refugio lejano donde la tierra no sufra más rigores que la lluvia, el viento, la escarcha o el rocío. Pero bastan unos meses de calma telúrica para que volvamos a buscar tu cobijo, olvidando esas iras que padeces, pero que no puedes controlar, porque son anteriores a ti. Lo sabemos, desde el alarife Gamboa, que hace cuatrocientos setenta años trazó tu primera matriz, con árabe agrimensura, en la ribera sur de ese engañoso cauce que llamaron Mapocho –agua de la tierra- los primeros habitantes, esos indómitos de la leyenda de Ercilla que tratamos de aniquilar hoy los mestizos en la ominosa Frontera del siglo XXI. Ocurrió cuando apenas eras villa modesta hecha de barro y cañabrava; defendía tus misérrimas puertas una mujer de acero, Inés de Suárez, quien se aparece, espectro en medianoches de plenilunio, en el atrio de tu Catedral, vestida de mendiga, para hechizar al impenitente enamorado; a mí, que he buscado por tus rúas los ojos huidizos del último requiebro femenino.

Camino hacia el sur, por la calle de los Ahumada, hermanos de Teresa de Ávila que dieron su apellido a este paseo de imposible reposo. Pasada la rúa Moneda, donde se alza la Casa otrora derribada por bandidos con aviones, enfilo por la diagonal Nueva York hacia uno de los últimos bares dignos que te quedan, con ancha barra color caoba, donde el vino derramado da un lustre más perdurable que todos los pergaminos –los que a ti te faltan, Nueva Extremadura-, porque tus amantes fundadores eran unos desarrapados con más prontuario que Ginés de Pasamonte, el galeote ruin que liberara el Caballero de la Triste Figura. Pero no podías escogerlos entonces, niña núbil y pobre, y tuviste que aceptar sus falsos títulos y su desplante de reos adinerados. Dos siglos más tarde, acogerías a comerciantes aventureros, de apellidos sajones o vascos o catalanes que se decían franceses, que todo era inventar o mentir para forjar familias que pasearan en landó por tus pobres callejuelas adoquinadas y enviaran a sus niños bien a París, donde podían comprar títulos de marquesado a la medida del Cuevitas danzarín.

foto leonora vicuaBar Unión Chica, Nueva York 11, mirando el flanco oriente del Club de la Unión, ese mazacote de altas columnas, de estilo II Imperio mal definido y peor ejecutado, antro de ricachones zafios que mandaron a la Gran Violeta a comer en la cocina… Cruzo las puertas batientes de este saloon criollo y me encuentro con Gómez, Ossandón y de la Huerta, que beben,  acodados en la barra y sin pistolas al cinto, un rojo y espeso borgoña en frutilla. Me sumo a las libaciones, haciéndome cargo del siguiente jarro, con más hielo, por favor, mira que tus veranos están cada año más tórridos, vestal apadrinada por Santiago Mataindios -si conocieras a tu primer ancestro, la Compostela de granito y musgo, te avergonzarías de tu carencia de estilo, aunque quizá esto sea tu mejor impronta de metrópoli caótica, desgreñada gitana que nos tienta bajo exóticos melindres-, pero son odiosas las comparaciones, más aún entre ciudades; por eso no voy a mentarte a Buenos Aires ni a su gobernador omnipresente, Jorge Luis Borges, escrutándonos desde la vereda de enfrente.

Miro hacia la derecha, siguiendo el apremio de voces familiares. Están los cuatro amigos, sentados frente al vino sacramental de los poetas: Jorge e Iván –los hermanos Teillier-, Rolando Cárdenas y Aristóteles España… El Tote me hace un gesto, para que me siente con ellos, pero no me atrevo, no quiero romper el hechizo de aquella ceremonia íntima… Entonces, salgo a la calle y echo a andar por esta Alameda que fue de las Delicias, en busca de su estrecho parque cultivado entre bocinazos y gritos. Me siento en un escaño y respiro hondo, como si el asma me franqueara la ventana de los bronquios sin tacañería. Pero el aire empieza a enrarecerse, me arden los ojos y la garganta. De grandes vehículos verdosos brotan largas volutas de vapor blanco… Son lacrimógenas que arrojan contra una multitud de jóvenes que entonan revolucionarios cánticos de alegría. Tu aliento huele a humo con mostaza agria, a plástico quemado, a bencina contaminada… Estás más viva que nunca, querida… Cuesta besarte, ciudad maldita, pero tus labios siguen atrayéndome, como en los días remotos del aromo y el jazmín.

Me doy cuenta que es inútil buscarte –también describirte- si habito en tu ancho regazo desde hace siete décadas y es muy probable que en él repose al final de mis días. Por ahora, seguiré recorriéndote, para que me conjuren otros hallazgos o el redescubrimiento de los que me brindaste, aun de aquellos que pude haber olvidado en el ir y venir por tus arterias, ya fuese profiriéndote mi odio o declarándote mi amor irremediable.

 

Septiembre 2011