Por Ramiro Rivas R.
Esta es una pregunta que todos los escritores han recibido alguna vez en su vida y que los periodistas de cultura repiten con monótona persistencia. Como si a un cura se le preguntara por qué reza o por qué cree en Dios.
Se escribe porque sí, porque es una necesidad absurda, porque sirve para desahogar la cabeza o la mente de locuras o pensamientos abominables. Se escribe porque se quiere ser famoso o un miserable toda la vida. Se escribe porque no se ama la vida y escribir es una forma de maldecir de ella y de encontrar un poco de consuelo a tanta precariedad. A veces se escribe porque se ama y otras porque se odia. Raras veces se escribe por el placer de escribir, a no ser que sea un millonario que no tiene en qué ocupar su ocio. Pero son excepciones. Escribir es sinónimo de carencia. Entre más necesidades tenga un escritor, mejor escribe.
La verdad es que ningún escritor se hace esa pregunta cuando escribe. Pero yo creo que la respuesta más apropiada anda un poco por el lado de sacarse los demonios de la cabeza. Más que los demonios, los seres ajenos que lo pueblan por dentro y terminan por quitarle el oxígeno. Es entonces cuando hay que expulsarlos de la cabeza y darles vida propia para que vayan por el mundo importunando a otras personas. Se escribe por esa necesidad de liberación. Y también para dejar algo cuando pasemos a mejor o peor vida. Vaya uno a saber. Así habrá algún pariente o un amigo que lo recuerde y diga no era un mal tipo y no tenía nada de tonto. Se escribe para ir acompañado por la vida, para patear la soledad y compartir con los personajes ficticios.
Esta inefable pregunta ha producido cientos de respuestas improvisadas. Ricardo Piglia, que siempre tiene las palabras adecuadas para cualquier ocasión, expresó lo siguiente: “Un escritor escribe para saber qué es la literatura.” Y la completó con otra reflexión: “La escritura es el lugar donde los borradores de la vida son posibles, tal vez por eso se hace literatura”. Borrador o no, la literatura, y más propiamente la escritura, es sencillamente la forma de decir las cosas de otra manera, diferente al resto de los mortales. Borges no se hacía tantas preguntas y afirmaba que “el arte de leer es tan creador como el de escribir”. En cambio Truman Capote, más realista, aseguraba que “un día comencé a escribir sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Lo que parecía compartir, en ciertos aspectos, Fernando Pessoa al declarar “para mí escribir es despreciarme, pero no puedo dejar de escribir. Escribir es como la droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo”. Por su parte Barthes, más analítico, aseveraba “que escribir es ya organizar el mundo, es ya pensar”. Lo que más originalmente Cheever inculcaba a sus alumnos: “Escriban como si estuvieran en un edificio en llamas”. Pero en general las reflexiones de los escritores sobre el futuro de la literatura es más bien pesimista. En cierta oportunidad se le consultó a Maurice Blanchot qué dirección estaba tomando la literatura y respondió: “¿Hacia dónde va la literatura? Va hacia sí misma, hacia su esencia que es la desaparición”. Lo que parecía corroborar Beckett: “La escritura me ha llevado al silencio”.
Henry Miller, que era un pesimista perpetuo y a la vez un hedonista sin remedio, decía que “cuando más se escribe, menos estimulan los libros. Se lee para corroborar, o sea para gozar los propios pensamientos expresados en multiformes maneras de los demás”. No es una mala interpretación. Porque los escritores leen a sus contemporáneos con una suerte de resentimiento, como la mirada del atleta al resto de sus adversarios. Siempre se anhela ser el mejor y poder superar al maestro. Por lo mismo el canon de los escritores se transforma en una lápida que aplasta a muchos nuevos creadores que mueren en el intento. “De todos los enemigos de la literatura, el éxito es el más insidioso”, cavilaba con propiedad Cyril Connelly. Pero Enrique Lihn no pensaba lo mismo y escribió hasta su último aliento: “Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo”.
También se dice que la televisión ocupa todo el cerebro de la gente. Esto significa que el consumo se ha sobrepuesto a la reflexión. Pero el mayor problema es que en nuestra sociedad actual la gente lee cada vez menos. La televisión, internet y todo ese mundo tecnológico de las comunicaciones ha dejado a los escritores huérfanos. Se escribe para sí mismo o para un par de colegas de buena voluntad que te lean y den su opinión. Chile ocupaba el segundo lugar en el consumo de libros en Latinoamérica; ahora ocupa el último. España es el cuarto país con mayor edición de libros después de USA, Alemania y Japón. El año 2009 editó 76.000 libros anuales. Pero posee 8000 bibliotecas. Ese mismo año se publicaron en el planeta 100 millones de libros. Pero lo que resulta paradójico y hasta risible, después de comprobar estas cifras, es la capacidad que tiene el ser humano culto para consumir tal producción. Según el cálculo hecho por el historiador Antony Grafton, basado en estudios de los agentes digitalizadores de bibliotecas, un lector, leyendo cada cuatro días un libro de 100 páginas, al cabo de una vida de lectura (aproximadamente 65 años), sólo podría leer la insignificancia de 5931 libros.
¿Por qué escribe?, seguirán preguntando los jóvenes periodistas inquietos, aguardando una respuesta reveladora, y los escritores continuarán improvisando, porque no sé hacer otra cosa, porque si no escribo me muero, para llegar al grado cero de la literatura y desaparecer, para ser feliz o más desgraciado, para torturarme sin motivo, para driblear a la muerte que me acecha en cada página en blanco, en fin, para ser un poco más humano cada día en este mundo, aportaría yo, con inmoderada modestia.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.