Por Edmundo Moure
La Corte Suprema de Justicia de Chile acaba de condenar, a cuatro comuneros mapuches que se encuentran en huelga de hambre desde hace dos meses, a penas que alcanzan los catorce años de cárcel.
Delitos: “intento de homicidio, ataques y maltrato a carabineros (policía chilena), atentados contra la propiedad privada”. En el juicio, se utilizó el dudoso expediente de los “testigos protegidos”, sin pruebas concluyentes, omitiéndose, asimismo, el virtual “estado de guerra” que las autoridades civiles y policiales de Chile mantienen en la Araucanía.
Es un nuevo y artero golpe a nuestra etnia escarnecida y humillada durante siglos. La indiferencia, el silencio y la mentira mediática hacen de la causa mapuche una cuestión de tercer orden, a la que se aplica la mano dura de una policía militarizada, herencia de la dictadura, con el beneplácito de la mayoría de la clase política y de los terratenientes chilenos.
La conquista de Chile por los españoles, iniciada en 1539 y concluida en las postrimerías del siglo XVII, dejó a los mapuches ocupando vastos territorios al sur del río Bío Bío. Esta etnia, representada por los Pehuenches (gentes de la montaña), los Picunches (gentes de la costa) y los Hulliches (gentes del sur), es considerada como la única del continente americano que no fue derrotada militarmente por la entonces mayor potencia bélica del mundo, España. Los hijos de Arauco –araucanos, como les llamó Alonso de Ercilla en el primer poema épico de América- constituyeron un pueblo indómito, cuya nación “no fue por rey jamás regida ni a extranjero dominio sometida”.
Sin embargo, a partir de 1861, un general del ejército chileno, elogiado por sus pares y laureado en la mendaz historia oficial de los vencedores, inició la llamada “pacificación de la Araucanía”, es decir, una cruenta guerra de exterminio y despojo que acorraló a los indígenas, privándoles de sus mejores tierras y bosques, propiedades que fueron entregadas, a vil precio, a criollos y mestizos adinerados, y a colonos alemanes, italianos y yugoeslavos en los territorios de Osorno, Valdivia y Chiloé.
Hoy, los mapuches oscilan entre 500 mil a 600 mil individuos; no hay datos precisos, porque la decadencia y abandono de su lengua nativa, el onomatopéyico mapudungun, y de sus otros rasgos culturales, hace que muchos de ellos se declaren simplemente “chilenos”, en una autonegación que mucho se parece a la padecida por los gallegos durante cuatro siglos. Y ya sabemos, a la luz de la penosa experiencia histórica de nuestra Amerindia, que el mestizo se erige siempre en el principal aniquilador de su ancestro indígena, por medio de esa actitud rastrera y servil ante el dominador que los mexicanos grafican en la figura elocuente del “hijo de la Chingada”.
Ni los gobiernos autoritarios de la derecha ni los republicanos del centro ni los representantes de la izquierda democrática, han hecho otra cosa que continuar con una política siniestra de destrucción paulatina de la cultura ancestral de los mapuches, bajo el demagógico expediente de “integrarlos”, o sea, de asimilarlos, para que dejen de ser mapuches y se transformen en este indefinido producto étnico de bisoños doscientos años de edad que llamamos “chilenos”, de espaldas a las culturas vernáculas, imitando puerilmente los modelos europeos, primero, y luego, abrazando el paradigma mostrenco de la Norteamérica del capitalismo salvaje.
No obstante, los mapuches no han abandonado la lucha. Se agrupan en torno al Walmapu, consejo unitario para la recuperación de sus tierras, y combaten, a través de manifestaciones callejeras en las ciudades de la Araucanía, especialmente en Temuco, y escaramuzas en campos y bosques, hoy propiedad de latifundistas y de empresas forestales ligadas a las transnacionales. El Estado chileno los reprime, les aplica la llamada “ley antiterrorista”, cuerpo legal de suyo contradictorio y manipulado por sus propios tinterillos y funcionarios. La Derecha -¡cómo si no!- clama al cielo por más represión, por esa “mano dura” que tanto les gusta cuando es aplicada en la defensa de sus intereses.
Como hijo de Galicia y de Chile, levanto mi voz en contra de estos flagrantes atentados contra los derechos humanos, que se llevan a cabo en “democracia”, a espaldas de organismos que proclaman defender a las minorías culturales en un mundo donde se globaliza la explotación del prójimo, al parecer, de manera impune.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…