Por Diego Muñoz V.

Soy un hijo entre tantos de la educación pública chilena. Lo digo con emoción y agradecimiento. Estudié en la Escuela No. 48 San Salvador de Ñuñoa, el Liceo No. 7 José Toribio Medina y el Instituto Nacional, desde donde egresé en 1973, para entrar en al año siguiente  a la Escuela de Ingeniería  de la Universidad de Chile.

Me titulé sin tener que pagar sumas exorbitantes como las que es necesario cancelar ahora por matrícula y colegiatura de universidades. Mis padres quedaron inscritos en las listas negras después del Once y jamás tuvieron trabajo en dictadura; no habrían podido financiar mi educación en las condiciones actuales; así de simple.

Todo lo que soy –lo que somos, porque soy uno más entre millares-  se lo debo a los maestros que tuvieron la capacidad y la paciencia de enseñarme sin esperar a cambio nada diferente a nuestra conversión en jóvenes conscientes e ilustrados, en ciudadanos autónomos y libres. A esos profesores los rememoro con gratitud y con cariño, con los ojos brillantes de emoción. A doña Ana Madariaga en la escuela primaria, que supo empujarme a una superación constante y enrielarme al mundo de las letras. Jorge Villalón, el profesor que supo entusiasmarme con el mundo apasionante de las matemáticas modernas. A Osvaldo Arenas que no sólo me enseñó francés, sino que el arte del tesón y la disciplina. A Ignacio Guzmán que me obligó a ir mucho más allá de mí mismo en materia de imaginación. A Moisés Mizala que supo revelar los misterios del cuerpo humano. Y a tantos otros, que como los mencionados, supieron entregarme no sólo saber, sino una visión integral de la vida y una ética intachable que divulgaban –quizás sin saberlo- mediante el ejemplo de sus vidas.

Hablo de ética, no de moralina. De hombres llenos de necesidades que entregaban su tiempo sin medirlo. Que nos alentaban a entregar lo mejor, a soñar con un mundo nuevo que era necesario construir con nuestras manos y nuestras mentes. Profesores que en el más oscuro momento de nuestra historia –la pavorosa dictadura militar- supieron hacer universidad en medio de la represión, que es mucho más que entregar contenidos. La lista es larga y debo comenzar por Claudio Anguita (Decano de la Escuela de Ingeniería), que supo defender con valentía a sus alumnos de las presiones de la Rectoría y de los servicios de seguridad. Y aunque sea injusto mencionar unos pocos, no puedo dejar de recordar a Oscar Wittke, Hernán Von Marttens, Patricio Cordero; ellos siempre estuvieron junto a nuestras iniciativas y luchas estudiantiles, alentándonos a seguir adelante y aportándonos su sabiduría y su valentía moral.

¿Quiénes seríamos hoy sin maestros como estos? No tengo respuesta. Solo siento una gratitud gigantesca, indestructible. Y me pregunto cómo puedo agradecerles. Quizás escribiendo estas líneas, para empezar…

Si queremos un país grande y hermoso, debemos restituir aquello que la dictadura nos quitó oprobiosa, indignamente: la educación pública gratuita, para todos. Lo digo porque este acto atroz debiera ofender nuestro orgullo nacional. La imposición primero del autofinanciamiento y luego la apertura al mundo de las universidades privadas y la municipalización de colegios y liceos, fue como clavar una lanza envenenada en el alma nacional.

Nuestra esperanza de crecimiento y desarrollo con equidad para el Chile futuro solo puede fundarse sólidamente sobre la base de  una educación pública gratuita para todos, financiada por el Estado.

Debemos ponernos a la altura de esos maestros maravillosos que pavimentaron el camino hacia lo que ahora somos. Podemos desandar la tremenda destrucción social, cultural y educacional  que dejó como herencia  la dictadura, y que la democracia –lamentablemente-  no ha tenido la fuerza o el coraje de revertir, para construir un país realmente extraordinario, bello y justo.

Hoy vi a varios jóvenes corriendo alrededor de la Moneda con banderas con la leyenda EDUCACIÓN PÚBLICA GRATUITA. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Creo que tenemos la posibilidad de construir un mundo mejor. No podemos desperdiciarla. Debemos hacerlo; todos unidos seremos capaces de lograrlo, y esto no es ni puede ser un eslogan. Es la convicción a partir de la cual  acumularemos la fuerza y la inteligencia necesarias.

En consecuencia, tomo esa bandera de palabras y corro con ella siguiendo el ejemplo de los jóvenes que he visto haciéndolas flamear en este día, en nombre de esos magníficos maestros a quienes les debo ese cúmulo de conocimientos, convicciones y emociones que, al fin y al cabo, es lo que nos hace mejores, más sabios, más solidarios y más humanos.

Diego Muñoz Valenzuela

Escritor e Ingeniero