Por Jesús Gómez Gutiérrez
Son las nueve de la noche de un domingo. Mientras los medios dedican sus ediciones al pasado, Sol vive. «No es vivir, es huir», alegan el cínico y el idiota; pero si fuera huir, lo sería en el sentido de Blas de Otero: «Salió una noche/ echando espuma por los ojos, ebrio/ de amor, huyendo sin saber adónde:/ adonde el aire no apestase a muerto.»
Sábado, día 14: Entrevista en El País con Hamid Gul, ex director de los servicios secretos paquistaníes (ISI). El periodista le recuerda que en EE.UU. se le acusa de ser uno de los «elementos incontrolados» que protegían a Bin Laden; Gul responde: «Estoy dispuesto a comparecer ante un tribunal y a ser interrogado; pero temen lo que pueda revelar. Me impidieron entrar en EE UU en mayo de 2001. ¿Por qué? Porque estaban preparando el 11-S.» El periodista cambia inmediatamente de conversación.
Todos los días, los grandes medios nos muestran el paisaje que debemos ver. En general, se excluye lo que conviene al poder que los financia o se reformula el paisaje para que una playa sea un desierto y un río, una gotera. A veces se abre la mano y se escapan cosas; por ejemplo, una entrevista con una frase que el lector interesado podría investigar. Pero lo que se dice y lo que no se dice nunca es tan determinante como cuándo se dice o no se dice: en política, un secreto de hace treinta años no cambia nada; en economía, un secreto de hace un día, no cambia nada. La verdad, que es extraordinariamente peligrosa en el momento preciso, se vuelve anécdota o fósil si llega tarde.
En los medios de comunicación se sabe muy bien. Si alguien seguía creyendo a estas alturas que su negocio es informar y no crear opinión, se habrá llevado una sorpresa con las manifestaciones que se han celebrado este domingo por todo el país. Durante los días anteriores, hicieron lo posible por silenciar la convocatoria; cuando llegó el día, hicieron lo posible por silenciar su éxito; y cuando la noticia se extendió por la Red y la gente empezó a denunciar lo sucedido, juntaron unas cuantas líneas e hicieron lo posible por convertir el éxito en una extravagancia de cuatro radicales.
Varias decenas de miles de ciudadanos, jóvenes en su mayoría, recibieron ayer una lección tan importante como el ejemplo de inteligencia, voluntad y capacidad de movilización que dieron; ahora saben que esperar algo de este sistema político y de sus medios de comunicación, es un error que nos llevará al desastre. La transición, el último disfraz de la dictadura, murió un 15 de mayo en las calles de las principales ciudades españolas. Puede que estemos ante el principio de algo grande. Puede que no. Pero nada volverá a ser lo mismo.
A las cinco de la madrugada, la policía nacional desalojó a los ciudadanos que acampaban en Madrid. La historia es corta; el Ayuntamiento del Partido Popular pidió socorro a la delegada del Gobierno del Partido Socialista, que se apresuró a ejecutar su concepto conjunto de la democracia. Y creen que eso es todo. No hay nada que la represión y unas cuantas mentiras bien distribuidas no puedan curar. Mientras salen del error con lo primero, pasemos a las segundas:
Se ha dicho que el 15M y las acampadas posteriores dividen a la izquierda. Ahora resulta que la izquierda se dividió el domingo pasado o que un porcentaje creciente de la población española dejó de sentirse representada por los partidos y sindicatos de esa izquierda el domingo pasado. No es la primera vez que se demuestran incapaces de interpretar la realidad, pero en esta ocasión no se van a librar con su táctica de dar tiempo al tiempo y esperar que la energía se disipe. El 15M es la representación de una crisis política terminal. Se puede afrontar ahora o se puede dejar para otro siglo. Cuanto más se retrase, peor será para la izquierda y para el país.
Se ha dicho que el 15M es poco más que una algarada con componentes nihilistas. Hay que ver lo que pueden llegar a decir unos individuos que se tienen por progresistas, comprometidos e inteligentes. Ya ni siquiera reconocen el viejo acuerdo de mínimos que se establece entre gentes de procedencias distintas cuando luchan por un interés común. Como no nos convocaron sus partidos, somos nihilistas. Como no nos pueden controlar, somos nihilistas. Incluso hay quien opina, disimulando el paternalismo, que todo consiste en quitarse las medallas para bajar a hablar con esos jovenzuelos. Pero el nihilismo, en calidad de negación de la ética política y social, no es nuestra bandera; es la de los partidos tradicionales.
Se ha dicho que el 15M fue una muestra poco representativa de la población española y sin más base que Internet. Como afirmaba un amigo, el 15M sacó más gente a la calle que las movilizaciones del 1º de Mayo. Es una comparación buena: movilizar a decenas de miles de personas nunca ha sido un secreto cuando se tienen organizaciones con recursos, acceso a los grandes medios de comunicación y muchos autobuses; hasta el PSOE, si se empeñaba, podía llenar una plaza de toros. Pero aquí sólo hay comunicación entre los ciudadanos. No hay hilos ocultos. La gente que salió a la calle el 15M y que acampa todavía hoy en nuestras plazas, es más representativa de la población que los juegos mediáticos de profesionales de la protesta donde cien son siempre mil y cien mil, dos millones.
La izquierda política y los sindicatos mayoritarios deberían dejar de buscar fantasmas en Democracia real, ya, No les votes y Juventud sin futuro, entre otros, y empezar a escuchar la voz de una España que se manifiesta por su propio interés e iniciativa. Qué han hecho y qué han dejado de hacer para que les demos la espalda. Ni la respuesta es tan difícil ni ellos están tan sordos. Será que no quieren escuchar.
No está aquí, salvo por la tricolor que a veces se ve entre las cabezas y se vuelve a esconder, como si no tuviera claro si la consigna de concentrarse sin banderas le afecta también a ella. No está aquí, pero lo está; porque esta reunión de hombres y mujeres libres, que se niegan a acatar el silencio, que transforman la dificultad en fiesta y la inseguridad inicial en la seguridad de los que se reconocen, no es ni más ni menos que una república de voluntades.
Es verdad; esa república sigue lejos de la que necesitamos; pero si es así, no es por ninguno de los presentes. Piden igualdad. Piden libertad. Piden cultura. Piden cosas tan básicas como una casa, un empleo y cauces mínimamente democráticos de expresión. Piden lo que este régimen, hecho con los retales de una dictadura y con el miedo y los intereses de los que no han dejado de pensar en dictadura, les niega. Y sobre todo, menudo atrevimiento, dan: esperanza a un país que no la tenía y ejemplo a quien siga sin confiar en la gente.
La Puerta del Sol, abarrotada a las siete y media de la tarde y a las doce en punto de la noche, verá otro día de revuelta. «¿Triunfará Madrid? –se preguntaba Antonio Machado en otras circunstancias-. La victoria la ha ganado cien veces; quiero decir, que cien veces la ha merecido.» Quién sabe. Yo soy de los que creen que su sonrisa «levemente cínica y marcadamente irónica» se impone siempre, a pesar de todo.
La gente sigue en la plaza cuando empieza a llover; es lo único que podría haber disuelto la concentración permanente de Sol, aunque me atrevo a afirmar que ni la lluvia podrá con ella, por muy institucional que se ponga. Se marcharán unos, porque no tienen más remedio; se quedarán otros, los que puedan. De momento, no hay más deserción que la de algunos policías, quizás cansados.
Ha sido un día para el recuerdo; todos estos días lo son, pero ni Ferraz ni Génova imaginaban que el corte de mangas de Madrid iba a ser tan rotundo. No tenemos miedo, insiste. Es verdad. Antes de las ocho, cuando se daba por sentado que la policía iba a cargar y a disolver la concentración, ya había varios miles de personas, perfectamente conscientes del peligro y perfectamente dispuestos a plantar cara. No es algo que suceda con frecuencia. No se había visto desde el movimiento de desobediencia civil de la década de 1980, el que terminó por reventar el servicio militar obligatorio. Y no se había visto de esta forma, con gente de todas las edades.
Titulares de prensa: «La presencia policial no frena a miles de personas en Sol» (El Mundo). «Miles de personas desafían la prohibición en la Puerta del Sol.» (El País). «La policía cerca a los acampados que desafían la prohibición de la Junta»» (La Vanguardia). «Los indignados desafían la prohibición y colapsan la Puerta del Sol» (El Periódico). Hasta el 15M, la práctica totalidad de los especialistas que escriben en sus páginas o las dirigen, habrían apostado el subsidio de mil parados a que en España no se movía una hoja; este miércoles, habrían apostado las vidas de mil parados a que el dictamen superrealista de la Junta Electoral de Madrid pondría fin a la revuelta.
Pasan pocos minutos de las dos. Los periódicos adelantan que la JEC tomará una decisión definitiva en las próximas horas; la derecha y la extrema derecha inventan simpatizantes de ETA y confabulaciones bolcheviques; en Nature se afirma que el espacio está lleno de planetas rebeldes. Mientras nos preparamos para la quinta jornada, el ejemplo de unas cuantas ciudades españolas se empieza a extender fuera de nuestras fronteras. Es curioso que un movimiento disperso, incongruente y poco menos que anárquico consiga en cuatro días lo que toda la izquierda política y sindical no consiguió en tres décadas. Hay calificativos con alma de bumerán.
Tardan más de la cuenta porque uno de los extremos del cartel se ha enganchado, pero al final cae sobre el hombro izquierdo de Paz Vega, que anuncia un champú: es Heinrich Himmler, reichsfürer de las SS, con el símbolo del euro en la gorra y unas orejas de Mickey Mouse. La última vez que estuvo en Madrid, se reunió con Franco y Serrano Suñer y realizó una invitación personal a Santa Olalla, comisario general de Excavaciones, para que viajara a Berlín y cerrara un acuerdo de colaboración con la Ahnenerbe, encargada de probar las teorías raciales nazis. Fue un acuerdo muy productivo desde un punto de vista arqueológico; como los alemanes habían bombardeado España durante tres años, tenían las mejores fotografías aéreas del país.
Tres horas después, alrededor de la medianoche, la Junta Electoral Central (JEC) confirmaba la leyenda del cartel anti Himmler de la acampada de Sol, No nos representan. Ocho jueces del Tribunal Supremo y cinco catedráticos con sede en el Congreso de los Diputados, del que reciben sueldos, dietas y gratificaciones, sentenciaban que el derecho de reunión es delito de reunión si se pretende ejercer en jornada o prejornada electoral. Justificación jurídica: ninguna, porque los manifestantes no pretenden entorpecer las votaciones ni realizar actos de propaganda en el sentido electoral del término. Intención política: toda, porque sólo se trata de emular a la Junta Electoral de Madrid en el intento de frenar, entorpecer o destruir las movilizaciones surgidas del 15M.
Pero la decisión de la JEC es irrelevante. Nuestra élite puede dictar las sentencias que le venga en gana, acudir a las instancias que estime oportunas y prohibir la tabla del cero y las calcomanías, por ejemplo; es el espectáculo de su club, donde ellos dictan las normas; entre tanto, los demás seguiremos en la cruda realidad y haremos lo que tengamos que hacer. Todavía no han entendido que oponerse de forma activa a la corrupción de la democracia implica desobedecer de forma activa cualquier norma que atente contra los derechos más básicos. Quizás lo han olvidado porque no lo supieron nunca o, quizás, porque no son unos hijos de mala madre. «Las putas insistimos —dicen las amigas de Hetaira—: los políticos no son hijos nuestros.» Ni los jueces.
Lo he leído en alguna parte: antes, los medios marcaban la información y las redes sociales la seguían; ahora es al revés. Ni tanto ni tan poco. Descontando el hecho de que ganar una batalla no es ganar la guerra, esa contraposición sólo apunta a la perogrullada de que lo cultural y tecnológicamente caduco no abre camino en términos de información. Cuando los medios tradicionales consigan una posición dominante o encuentren un modelo de negocio que funcione en los formatos nuevos, el panorama será distinto. Y todo cambia. Constantemente.
Lo esencial, o al menos lo que nos debería importar en calidad de ciudadanos, es otra cosa: qué nos ofrece más posibilidades de acceso a una información lo más plural posible y, sobre todo, que nos ofrece más posibilidades de participar y de comunicarnos entre nosotros sin demasiados intermediarios. La respuesta, hoy por hoy, es obvia. Pero sea cual sea el formato, la clave siempre estará en la participación y la comunicación entre la gente; y el objetivo del sistema, de cualquier sistema, siempre será interrumpir toda participación y comunicación que no esté sujeta a su control.
A partir de esta noche, se van a decir muchas tonterías; se dirán desde los medios tradicionales y se dirán desde las redes. En función de los resultados electorales, habrá quien culpe a mayo del contenido de las urnas y de la abstención, quien lo desestime por no influir en ellas y hasta quien lo critique por una cosa y su contraria. Eso no importa. Nunca ha importado. Ellos juegan su partido y nosotros jugamos el nuestro. Pero haríamos bien en mirar más cerca; porque si el M15M sigue creciendo, si no se rinde —y no se va a rendir— algunas de las firmas a las que hoy se presta atención por ser, supuestamente, amigas, empezaran a actuar en otro sentido. Los movimientos no se destruyen por la crítica, sino por el halago.
Mientras multipliquemos las voces y la comunicación en las redes, será difícil que estos días acaben en nada. Si, por el contrario, reducimos los canales a cinco, seis, siete distribuidores de información y opinión, nos quedaremos con una experiencia para el recuerdo. Hay que escuchar y difundir a los que tengan algo relevante que decir, no a los que griten más alto o dispongan de más facilidades para llegar a más. Debemos poner nuestra voz y nuestros recursos a disposición de la gente, no de nuestra propia sombra. Sólo lograremos un mundo nuevo si entendemos la gran lección de la calle, la ética de la colaboración y el apoyo mutuo.
Seguro que todos lo conocen: «Sé realista, pide lo imposible», que sin tanta envergadura vendría a ser «pide poco y te darán menos». Es un hecho especialmente obvio cuando se trata con instituciones que han demostrado mil veces y de mil formas distintas que no están dispuestas a admitir reformas sustanciales y que sus promesas no son dignas de confianza. Pero a estas horas del domingo, cuando todavía no se han cerrado los colegios electorales, ya hay quien presiona para que el M15M se corte las alas.
Según un antiguo compañero, se trata de «evitar que este movimiento que ha tomado Sol se estrelle por querer pedir la Luna». La Luna, siempre tan distante. Y es verdad, no sería la primera vez que a alguien le roban los zapatos por estar en la Luna; pero es un riesgo bastante más admisible que perder toda la ropa y hasta el cielo por mirarse los zapatos. ¿Significa eso que no se deban plantear propuestas concretas? En absoluto. ¿Significa eso que no se pueda ir poco a poco? Ni mucho menos. Pedir la Luna no está reñido con conseguir unos cordones resistentes; pedir la Luna es la única forma de conseguirlos. Para empezar.
Ahora bien, las palabras son tan engañosas como nuestro satélite. Hay que bajar a la tierra para saber de qué se está hablando y que propone cada uno; en este caso, las propuestas son las siguientes: Reforma de la ley electoral, ley de transparencia y acceso a la función pública, referéndum sobre el rescate de la banca y reforma de la ley de financiación de partidos y de la ley de la función pública. En mi opinión, una reforma imprescindible, dos leyes necesarias y un referéndum simbólico de efectos políticos simbólicos. Pero, ¿en qué cambiaría la vida de la gente si la mayoría del Parlamento los aprobara? Con cinco millones de desempleados, cientos de miles al borde del desahucio y un mercado inmobiliario que es el origen del fracaso de la economía española y la negación del derecho a la vivienda, empezar las reivindicaciones con leyes de transparencia y de función pública sería la forma más rápida de destrozar el M15M.
Todos tenemos derecho a opinar y a equivocarnos, por supuesto. Y es fundamental que las cosas se digan en voz alta para que se puedan debatir. Pero la diferencia entre el realismo político y el capricho político es ostensible. La gente no ha salido a la calle por ninguna de esas propuestas; ni siquiera por el cambio de la ley electoral, que es condición sine qua non para una reforma política de alcance. La gente ha salido a la calle porque quieren vivir, porque necesitan una casa, porque les gustaría llegar a fin de mes, porque tienen derecho a un futuro. Ésa es la Luna que pedimos.
Son las nueve de la noche de un domingo. En Sol, junto al acceso principal del Metro, se debaten propuestas sobre sanidad pública, educación y cultura; se toman decisiones sobre las comisiones del movimiento; se invita a la gente a participar; se recuerda que hablar delante de todos no es tan fácil, «que da yuyu», que hay que tener respeto y paciencia; se pide que la primera exigencia del M15M sea la absolución de los detenidos y se acuerda que de absolución nada, que debemos exigir el sobreseimiento de los casos. En Sol, junto al acceso principal del Metro, hay minutos hasta para insistir en la importancia de redactar bien las peticiones y de aprender de los que saben y se han ofrecido a enseñar.
Como la Comuna de París en 1871, la España que despierta advierte a la dormida: «nuestro triunfo es vuestra única esperanza». Pero parte de la España dormida no está dormida, sino podrida hasta la médula; y otra parte, algo mayor, se resiste tanto a ver la realidad que se sorprende cuando las televisiones escupen los resultados de unas elecciones que ya eran noticia vieja hace un mes, tres meses, seis meses, un año. Si hubieran mirado a tiempo. Si hubieran escuchado a tiempo. Si hubieran hecho algo a tiempo; algo digno, se entiende, porque no hacer nada es hacer mucho, y guardar silencio cuando se acalla y se castiga a los que anuncian lo que va a pasar, es hacer bastante.
Son las nueve de la noche de un domingo. Mientras los medios dedican sus ediciones al pasado, Sol vive. «No es vivir, es huir», alegan el cínico y el idiota; pero si fuera huir, lo sería en el sentido de Blas de Otero: «Salió una noche/ echando espuma por los ojos, ebrio/ de amor, huyendo sin saber adónde:/ adonde el aire no apestase a muerto.» Tomamos decisiones que triunfarán o no, pero las tomamos; reforzamos la voluntad de cambiar las cosas y volvimos a hablar. Los que nos culpan, mienten; los que se deprimen, llegan tarde. «No nos representan», insistimos. Ni estamos aquí para velar un cadáver ni vamos a derramar lágrimas por él. Que las derramen otros: sus beneficiarios.
No soy un gran partidario de las asambleas. Cualquier grupo en la sombra las puede manipular con facilidad; sólo consiste en poner a las personas adecuadas en los sitios adecuados, siempre y cuando sean personas con cierta capacidad para estas cosas. Pero lo que vemos en Sol no se parece a lo que tantos hemos visto en tantas organizaciones a lo largo de los años. Es un proceso razonablemente limpio; un proceso de la gente. Y lo es, en parte, por un detalle extraordinario en nuestra vida política.
Hasta ahora, la gran mayoría de las organizaciones políticas y sindicales de la izquierda han optado por escuchar y mantenerse al margen. Por muchas críticas que merezcan en otros sentidos, ni CCOO ni IU han movido ficha para influir; y eso también vale para CNT, CGT y los restos de la extrema izquierda. La independencia de las acampadas es tan obvia que su falta de recursos lo grita; bastaría que alguien levantara un teléfono para que sobraran mesas, carteles, generadores y se abrieran algunas puertas en los grandes periódicos. Pero ni la gente de las acampadas lo permitiría ni, por lo visto, se ha intentado.
Curiosamente, el mayor peligro de manipulación no procede en este momento de las asambleas callejeras o las organizaciones tradicionales, sino de algunos sectores de las redes sociales. Toda persona bien informada sabe que nuestra ley electoral distorsiona la representación política; también sabe que la falta de pluralidad y de equilibrio en los medios distorsiona la información y, en última instancia, la propia democracia. En virtud de la primera, un voto no es realmente un voto; en virtud de lo segundo, gran parte de la opinión pública se queda sin voz y sin capacidad para influir en la toma de decisiones. Sin embargo, no reparamos en peligros similares cuando hablamos de la Red. Como todos podemos participar en ella, tenemos una ilusión de equilibrio.
Acabo de comprobar las estadísticas de esta bitácora. Recibe varios miles de visitas al día, muy poca cosa en comparación con los grandes blogs de Internet. Exceptuando a un puñado de amigos y compañeros de la palabra, no tiene enlaces externos, es decir, carece del impulso necesario para salir de su ámbito; y por si fuera poco, su lector medio no es precisamente un tipo que se deje influir con facilidad. Pero de todas formas, son varios miles de visitas al día; varios miles de posibilidades de influir en las decisiones de otro y, por supuesto, varios miles más que la mayoría de los ciudadanos que expresan su opinión en Facebook, Twitter, Menéame, etc. Por eso es tan importante la responsabilidad periodística. Por eso es fundamental que se rechace el abuso de poder en el ejercicio de la opinión.
Ninguno de nosotros se dejaría engañar si el director de El País se presentara en una asamblea u organizara grupos de presión para influir en la gran asamblea de Internet; tampoco nos llamaríamos a engaño si Cayo Lara o Fernández Toxo se presentaran en Sol y hablaran en voz alta. Sabemos distinguir al establishment del mundo tradicional. Ahora bien, ¿sabemos distinguir su equivalente en las redes? Cualquier voz merece ser escuchada en cualquier circunstancia; incluso si todos los días se escucha decenas o cientos de miles de veces más que la voz de cualquier ciudadano: la razón no dependerá nunca del número. Pero también es cierto que cualquier sinrazón bien distribuida y con el trabajo necesario entre bastidores, podría desequilibrar las propuestas, por ejemplo, de un movimiento social.
Asamblea de la comisión de barrios en Jacinto Benavente; se iba a celebrar en la Plaza del Carmen, pero hay cambio de planes y se anuncia por megafonía. Sol, liberada temporalmente de las propuestas, los debates y los turnos de palabra más comedidos de la historia política, vuelve a ser una pequeña ciudad. Gente que va y viene; curiosos, entusiastas, algún turista y colas para firmar sugerencias y peticiones.
Naturalmente, la revolución no se ve por ningún lado; o por lo menos, no ha pasado junto a mí. Y después de dar varias vueltas, estoy por jurar que tampoco he visto al reformismo ni a la reacción disfrazada de reformismo. Sólo es Sol, como todos los días desde el 16 de mayo; una acampada que se mantiene hasta el 29 porque así se decidió y que en estos momentos prepara su asamblea general. No hay discursos anarcosindicalistas. No hay estrellas rojas. Ni siquiera suena el himno de Riego. Una entidad bien formada me ha mirado un segundo y ha sonreído, aunque podría ser que tuviera comida entre los dientes.
Sol está donde estaba y sigue siendo lo que era cuando al desánimo y el cansancio de muchos se sumó la mala sangre de unos pocos. Era previsible; pero creo que los críticos deberían mejorar sus argumentaciones. Puede que estos chavales hablen demasiado y de demasiados asuntos, pero fuera de las acampadas no hay ninguna otra movilización, protesta o acto previsto de protesta. ¿Quién les impide organizarlas? ¿Dónde está escrito que las acampadas no sean compatibles con otras formas de presión? ¿Por qué no equilibran los excesos asamblearios y toda la palabrería con acciones mínimas, quizás tangibles, que aumenten la pluralidad y el alcance del movimiento? El mundo es un lugar tan exótico que quien habla y actúa es un charlatán y quien habla y se cruza de brazos es un realista del consenso de mínimos (sin economía, por supuesto).
En el barrio donde crecí teníamos un par de definiciones para los tipos que rompen una huelga con intención de romperla; hasta podría recordar alguna sobre los izquierdistas, hoy apolíticos, que cogen un instrumento que funciona y pretenden escindirlo en ciento cuarenta y ocho cofradías de pureza revolucionaria, hoy democrática. Pero va a ser que me ha calado lo del lenguaje inclusivo, esto es, el absurdo por el absurdo. O que todavía huelo a la entidad con sonrisa. En cualquier caso, consideren esto: Sol está. ¿Dónde están los demás? Han dicho que actuarán algún día, en el futuro, dos pasos atrás y uno adelante. Guau.
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En: Malasaña en pruebas. Bitácora de Jesús Gómez Gutiérrez.
Jesús Gómez Gutiérrez (Madrid, 1965), es escritor y traductor literario.
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