Microyanes

Por Juan Yanes

Desnudo oceánico I

Sólo se sentían desnudas dentro del mar. Sólo se sentían desnudas en el rumor de las gaviotas. Sólo se sentían desnudas dentro del sonido de la caracola. Sólo se sentían desnudas entre los brazos fosforescentes de las algas. Sólo se sentían desnudas cuando las miraban los ojos tristes de los ahogados. Sólo se sentían desnudas cuando avanzaban trémulas hacia la boca del monstruo.

Desnudo oceánico II

Sólo se sentían desnudas dentro del mar, porque allí estaba el rumor de las gaviotas en el sonido de la caracola, se sentían atrapadas por los brazos fosforescentes de las algas que retenían el instante y la mirada triste de los ahogados mientras avanzaban, trémulas, hacia la boca del monstruo.

 

Desnudo oceánico III

No mires a las muchachas desnudas que se adentran en la mar, entre los gritos de las mórbidas gaviotas y el seductor sonido de las caracolas, abrazadas lúbricamente a los tentáculos fosforescentes de las algas. Ellas van ensimismadas a buscar los ojos sin luz de los ahogados  que reposan en el fondo de las fauces del monstruo. Si las sigues, te los sacarán a ti también.

 

El palomar

Ella lee. Ella lee cada mañana las páginas de un libro. Ella lee cada mañana las páginas de un libro mientras pasea por la azotea rumiando las palabras que va escuchando en la lectura. Debe de ser un libro de poemas o un libro de aforismos, porque cada poco se queda pensativa. Quizá sea El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, o quizá esté leyendo Las memorias de Adriano… El caso es que lee hasta que algo de lo que hay allí escrito la sacude. Esa palabra es la que ella emplea, “algo que la sacude”. Ella dice que de pronto está leyendo y que así de forma súbita, encuentra una frase que le produce una especie de sacudida. Entonces es cuando escribe algo en un papel y lo dobla varias veces hasta que lo que ha escrito queda reducido a un trozo de papel minúsculo. Entra en el palomar, coge entre sus manos una paloma y le ata el papelito a la pata. Luego, le besa el pico y la suelta.

Las nucleares


Entonces vinieron los del séptimo de caballería vestidos como si fueran guerreros medievales y nos rodearon amenazantes. Teníamos miedo, pero sonreíamos y cantábamos canciones antiquísimas de Pete Seeger y Joan Baez. Luego cerramos los ojos para no verlos y darnos fuerza cogidos de la mano unos de otros. Pasó un rato muy largo y dejó de oírse el sonido de las sirenas que tenían encendidas para ponernos nerviosos, nadie cantaba canciones de Pete Seeger, dejó de soplar el viento y de oírse el sonido de las pisadas y el graznido de los cuervos. Abrimos los ojos y no había nada. El bosque y la gente habían desaparecido. Nos habíamos convertido en residuos radioactivos.

Ellas
Llegan. Se saludan. Catarata de besos a dos carrillos, cataratas de cariños. Se sientan. Están en una edad indefinida, están frondosas. Cuellos hercúleos. Pechos que rebosan, desparramados. Deben haber amamantado a varias generaciones. Hablan, hablan, no dejan de hablar. Piden té. Beben a sorbitos. Ríen hasta las orejas. Sin restricciones. Hacen gestos afirmativos con la mano, como si la dejaran caer muñeca abajo, como si se abanaran. Se entusiasman. Vuelven a reír. Se limpian la comisura de los labios con mimo para que no se corra la pintura. Habla también con las manos. Tienen las manos regordetas. Se tapan la boca con las manos. Secretean, musitan, bisbisean, susurran, murmuran, parlotean. Sube el volumen de las conversaciones entrelazadas. Forma ya un ovillo enorme. Cada una tira del hilo como puede. Parece imposible que se entiendan. Se entienden. Ponen caras de asombro, de perplejidad, de extrañeza. Se dan palmaditas de entusiasmos. Se reajustan los corsés, las fajas, las asillas. Todo se hace si dejar de hablar, con movimientos precisos, casi con coquetería. Se calman. Abren los bolsos. Sacan cosas. Espejos, lápices de labios, monederos. Se arreglan el pelo. Se pintan. Se restauran. Se callan durante unos segundos. Pasa un ángel. Son mujeres solas, pero en ese momento no hay marca alguna de soledad en sus rostros, ni surcos de dolor, ni pañuelos de llanto. Seguramente son un grupo de amigas. Quizá se conozcan desde niñas. Se arrellanan, se apalancan, se relajan. Al cabo de un momento comienzan otra vez a hablar. Se animan. Es una ola que las inunda, las levanta, las zarandea. Gesticulan. Ya están, otra vez, hablando por los codos. Se contagian. Se embriagan de contento. Hablan todas a la vez, hablan a tontas y a locas. Es el gozo del parloteo, del hablar por hablar. Es la celebración del lenguaje. El don de lenguas. Remojan con júbilo las galletas en el té. Comen con fruición. Son felices. Le están sacando el jugo a la vida.

Autoestima

Ese esqueleto, ese carro de huesos, ese niño con el pelo tieso, esas rodillas en carne viva, esas manos sarmentosas de viejo, esos dedos como látigos terminados en uñas corvas con manchas blancas por falta de calcio, esa piel de lija, ese calcañal desnudo con zapatos de lancha que se comen los calcetines, ese personaje que chupa lombrices de tierra con la vana ilusión de enamorar a todas las niñas del mundo, eres tú.

Esa nariz afilada, esas espantosas orejas en forma de abanico, esa cosa que vuela para coger las palomas de la calle, ese que alquila bicicletas a escondidas, ese que mira los colorines una y otra vez, ese que reza ‘ángel de la guarde, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día’, ese que juega obsesivamente, ese infeliz que mira asombrado el mundo, ese proyecto de tísico, esa ruina, ese desastre con pantalones cortos, eres tú.

Flores metálicas (égloga)


La gente lloraba lágrimas de metacrilato porque no había aprendido a mirar. De pronto, empezaron a salir flores metálicas como agujas celestes, como campos de espigas. Negras flores metálicas que se alimentaban del asfalto. Minerales flores urbanas que crecían sin cesar en medio de las avenidas y que subían por las paredes de los edificios de cristal. Carnívoras flores de hierro que se comían el cemento y que formaban inmensos jardines barrocos por encima de las ruinas. Vivimos una hermosa floración. Hermosas flores de sorprendentes aleaciones que sólo gustan de escuchar el canto estridente de los pájaros de acero que pueblan el cielo, ensimismadas en las doradas hebras de los hermosos cabellos del rubicundo Apolo (que en este caso era de PVC, color magenta, incandescente). Pero la gente, la gente seguía llorando lágrimas de metacrilato.

Urgencia del amor


Una vida son todas las vidas. Eso mismo me lo decían en el instituto de manera misteriosa: la ontogénesis reproduce la filogénesis, decía el profesor de biología, y cuando lo decía, se quedaba extasiado en la contemplación de un principio universal, como si viera dibujada en una secuencia interminable, sobre el techo de la clase, la evolución del universo, de millones de estrellas, de millones de especies, vivas, palpitantes. No sé por qué te cuento esto. Has dejado de venir a clase. Tu mesa lleva días sin que nadie la ocupe. Tu silla. Recorro el espaldar de la silla con la mirada, y veo el reflejo de tu pelo cayendo como una guirnalda. Todo se llena de desolación.

El agua

A mi madre le daban periódicamente una especie de arrebatos didácticos que ella imaginaba consustanciales a la maternidad. Cuando le sobrevenía ese estado de furia intelectual, nos sentaba a los siete hijos en el pollo de la cocina, por riguroso orden de antigüedad en el mundo, y decía: «A ver, niños, hay tanto que aprender que no sé por dónde vamos a empezar». Entonces empezaba por el agua. «Por ejemplo, ¿qué es el agua? Una persona que no sabe lo que es el agua, no es una persona». Inmediatamente todos nosotros señalábamos con el dedo el grifo del fregadero. «No, no. Con palabras, no vale señalar, tiene que ser con palabras. Busquen una definición de lo que es el agua». «Definición», «definición», imposible. Entonces nos quedábamos más bien pasmados, y ante nuestra parálisis momentánea, ella decía: «Bueno, lo voy a decir yo: El agua es un líquido incoloro, inodoro, insípido, transparente y elástico. Compuesto de hidrógeno y oxígeno en cantidades constantes». Lo decía muy despacio, masticando cada una de las sílabas, pero con una gran convicción, y nos obligaba a repetirlo hasta que se nos quedaba clavado en nuestra débil memoria de infantes analfabetos. Mi madre, sin lugar a dudas, era una sabia. Eso pensaba yo entonces. Ahora pienso en la belleza del agua como algo “elástico”, y me entra nostalgia por volver a escuchar alguna de aquellas definiciones imposibles de su boca, cuando entraba en estado de catalepsia didáctica.

Delirium tremens

Durante el día tenía la cabeza llena de escarabajos, lombrices, fololés y abejas. Algunos de esos bichos eran amigos, otros enemigos acérrimos. Pero cuando llegaba la noche desaparecían los escarabajos y las lombrices y aparecía un hermoso corcel blanco que dormía junto su cama. Sobre el caballo blanco galopaba por espacios remotos y en el trascurso del sueño era su confidente y amigo. Duró el tiempo que dura la infancia. La infancia es una impostura, y ahora todo son bestias y alimañas las que pueblan su mente, habitada por una infame turba de nocturnas aves.

Los tiempos del verbo amar

Ahora que hace frío, te vas por las calles como un desgarro, sin decir adiós. Es esa forma que tienes, tan difícil de amar. Tendría que presentarte algunas quejas, porque a los dos lados de la orografía de tu cuerpo, de tus senos frutales, solo puedo acceder por la memoria febril del tacto; debería también protestar por los usos que ilustran las infinitas formas de soledad en la que te mueves, o te refugias, o escondes. Pero yo te amo, porque estás hecha de sucesivos candores e inocencias y el filtro de tu boca se desvanece antes de llegar a los labios, como un surco, como una señal. No cantas, pero tendida sobre ti misma eres el inquietante origen del mundo de Courbet, anterior al vertiginoso paso de las horas y el deseo.

El espacio del llanto

Ella decía que no quería morirse y se echaba a correr por el filo de los pasillos y a manchar de sollozo las habitaciones y nosotros corríamos detrás de ella y le decíamos pero si no te vas a morir eres joven te queda toda la vida por delante por qué dices esas cosas y ella respondía llorando yo sé que me muero que me voy a morir y no quiero no quiero morirme y nosotros allí junto a ella en aquel espacio irreal del llanto nos sentábamos a su lado y le acariciábamos el pelo y la abrazábamos y le decíamos que no se iba a morir que antes nos moriríamos nosotros y ella decía pero si ustedes están muertos y es que nosotros ya estábamos muertos y sabíamos que ella se iba a morir porque estaba desahuciada y jugábamos en el tenue borde del recuerdo donde parecía que aún era posible la piedad.

 

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Microbiografía de Juan Yanes

Me llamo Juan Yanes y tuve la suerte de nacer en el Jardín de las Hespérides, que está situado, más o menos, sobre los restos de la antigua Atlántida, que es, más o menos, el lugar que ocupan hoy unas islas diminutas llamadas, Canarias. Casi todos los canarios somos poetas o narradores. Es un lío enorme de poetas y poetisas el que hay aquí. Pero de ese extraño fenómeno no tenemos mérito ni demérito alguno, es uno de esos determinismos históricos que acaecen de forma natural. Ahora nos está afectando mucho el cambio climático y se nota una languidez terrible en los versos y una falta de nervio exasperante en la escritura. Tuve mala suerte con la fecha de nacimiento. Me nacieron en mal momento. Eran los años grises de la Posguerra Incivil española. Nací exactamente, en el llamado Periodo de Autarquía, con lo cual pasé más hambre que un bendito y la prolongada ausencia de aportes proteínicos, en la dieta alimenticia de mi infancia y pubescencia, hizo que mi genio literario floreciera más bien tardíamente, si es que ha florecido, que no lo tengo muy claro. Estoy en ello. También tuvo culpa de ese retraso la cantidad de años que tardó en morirse el Dictador y la inutilidad de nuestros esfuerzos por arrojarlo al basurero de la historia.

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“Desnudo oceánico I, II, y III” pertenecen a El oscuro borde de la luz II ; el resto de los textos, a Máquina de coser palabras .

Visita también El oscuro borde de la luz I .