María Carolina Geel: Cinco balas y un día

Por Alejandra Costamagna

Quería matarse, pero lo mató a él. Hace 54 años, la escritora María Carolina Geel -seudónimo de Georgina Silva Jiménez- baleó a su amante mientras tomaban el té en los aristocráticos salones del hotel Crillón.

Salió a la calle con tres propósitos: conseguir un analgésico, averiguar sobre los horarios de los trenes a Mendoza y comprar un arma. ¿Para qué? Para la hiperestesia aguda, el remedio; para sacar de su cabeza a Roberto Pumarino, el viaje; para dar en el blanco, el arma. Pero entonces, ese martes 12 de abril de 1955, Georgina Silva Jiménez salió de su departamento céntrico con la pura y confusa noción de que su cuerpo, aquejado por un exceso de sensibilidad, demandaba su dosis; de que necesitaba tomar distancia real de su amante diez años menor que ella; y de que esto – su vida a los 42 años, dos matrimonios disueltos, un hijo que se iba al extranjero y esa progresiva aversión a la gente- no daba para más.

Aunque Georgina Silva ya era más que una promesa literaria, cada tanto la golpeaba la idea de que hacía todo mal. Con cuatro libros publicados – las novelas «El mundo dormido de Yenia» (1946), «Extraño estío» (1947) y «Soñaba y amaba el adolescente Perces» (1949), y el libro de ensayos «Siete escritoras chilenas»(1949)- , había captado el interés de la crítica, que destacaba especialmente las pesadillescas atmósferas de sus ficciones. Aunque le achacaban un castellano torturado y una gramática defectuosa, su estilo era considerado único, diestro, exquisito. Tenía sensibilidad y talento, decían. Tenía también un seudónimo con el que pasaría a la historia: María Carolina Geel.

La escritora entró esa mañana a la farmacia de calle Moneda 941, en la esquina con Matías Cousiño. El analgésico estaba agotado. Justo al frente, en la vereda del cine Cervantes, vio un depósito de armas nacionales. Caminó unos pasos hacia el local, pero se le ocurrió que la oficina de ferrocarriles debía cerrar temprano, y cambió el rumbo. En el trayecto volvió a pensar en la pistola. Supo que el tren salía el viernes a las seis de la mañana. Demasiado pronto; necesitaba más tiempo para prepararse. Tantos pensamientos revueltos. ¿Para qué quería el arma? Para protegerse de esos sujetos de aspecto torcido, se dijo. O, mejor, para no seguir sobrando entre la gente. O, mucho mejor, para que los ojos de Pumarino dejaran de huir. «Todo esto tenía cierto desvarío», reflexionaría meses más tarde. «Mas son muchas las veces en la vida que uno desvaría así y nada ocurre».

Pero esta vez ocurrió. María Carolina Geel volvió al depósito de armas como atraída por un imán. Le mostraron varios modelos. La escena le trajo a la memoria una situación vivida seis años atrás. «Un portero de mi oficina fue a ofrecerme un revólver usado», ordenaría las imágenes ya consumados los hechos. «Era muy fino y valía varios miles (…). Días después leí un aviso de venta en el diario. Resolví ir a verlo, pero cuando salía de la oficina pensé que no entendía de armas y podría comprar quizás qué». Entonces decidió pedir un consejo. Trabajaba como tipógrafa en la Caja de Empleados Públicos y Periodistas. Y en eso estaba, pensando en quién acudir, cuando entró un colega que se ofreció a ayudarla. Ella notó recién ciertos rasgos en los que no había reparado. El bigote finito, la estatura. Salieron de la oficina con destino a la armería.

Aunque el revólver no les convenció, aquella salida prendió algo que más tarde Geel rememoraría como una señal: «Yo tenía cuatrocientos compañeros masculinos, ¿por qué entró él en el instante en que iba yo a enviar por éste, aquél o el de más allá, a quienes conocía mucho más que a él? Entró él. Con él salí a ver un arma; él la tuvo en sus manos; él la descalificó. Y después de esa salida noté que me abordaba para preguntarme sobre el asunto, y yo aceptaba sonriendo ese pretexto, pues de no mediar éste, él no se hubiese atrevido a hablarme».

Él era, ciertamente, Roberto Pumarino Valenzuela, 26 años, socialista, segundo jefe de la sección máquinas de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, casado, un hijo, amigo de un amigo de Geel.

¿Para qué demonios quería el arma? Ahora, aquel martes de abril de 1955 en el centro de Santiago, le parecieron caros estos modelos fabricados en Chile. A la vuelta de la cuadra, en el paseo Ahumada, había mejores armerías. Encontró una pistola belga calibre 6.35 que le gustó. Femenina, livianita. Pagó caro por ella y volvió caminando a su departamento. Eran pasadas las cinco de la tarde. No había comprado el analgésico, no tomaría el tren a Mendoza y cuarenta y ocho horas más tarde dispararía con impecable puntería los cinco primeros balazos de su vida en el salón de té del hotel Crillón.

María Carolina Geel pertenecía a una familia adinerada. Había nacido en Santiago, en 1913. Morena, baja de estatura, de ojos pardos y mente rápida. Cuando niña había practicado patinaje, y ahora meneaba un cuerpo esbelto y bien proporcionado. No era, sin embargo, demasiado propensa a la vida social. Solía ocupar sus horas en leer y escribir. Le gustaban los clásicos. Y también Proust y Rilke. Y, muchísimo, sus contemporáneas chilenas: Marta Brunet, Chela Reyes, Gabriela Mistral, María Luisa Bombal. Sobre todo, María Luisa Bombal. Los protagonistas de las obras de Geel y Bombal parecían brotar de las mismas tinieblas. Seres anónimos, en el borde de lo irreal, encarcelados por los deseos. Y en medio de la bruma venía el razonamiento. «Lo que precede a ciertas cosas ofrece un encanto inconmensurable que, consumado el hecho, no volverá a sentirse jamás», concluía Geel en una de sus novelas. Y eso fue precisamente lo que compartieron ambas escritoras: el hecho consumado, precedido por un encanto y un arrebato inconmensurables. Disparar al amante a quemarropa. Con catorce años de distancia (el 27 de enero de 1941, Bombal; el 14 de abril de 1955, Geel), disparar al amante en el hotel Crillón, el corazón mismo de la sociedad capitalina de los años 50. La diferencia fue que la autora de «La amortajada» disparó con un revólver alemán y sólo hirió a Eulogio Sánchez. María Carolina Geel, en cambio, depositó los cinco balazos de su arma belga en el cuerpo de Roberto Pumarino. De arriba a abajo: el primero en la boca; el último en el hígado. Todos, según la prensa de la época, igualmente mortales.

Desde aquella salida en búsqueda del revólver, la escritora y Pumarino mantuvieron una turbulenta relación sentimental. Aunque él intentó anular su matrimonio para juntarse con Geel, la esposa nunca le dio el consentimiento. Primero muerta, dijo. Y así fue: en febrero de 1955 Pumarino enviudó. Era la oportunidad de su vida, pensó el hombre un mes y veintidós días antes de su propia muerte. Casémonos, le pidió a Geel. Pero la escritora escuchó las palabras del enamorado y se horrorizó. Supersticiosa como era, se quedó helada al oír simultáneamente la marcha nupcial de Mendelssohn que pasaban por la radio. «Ambos la percibimos y ambos callamos, pero en una fracción de instante me cogió la angustia de que aquella música entraba en la muerte o emergía desde ella», confesaría después. «Y cuando horas más tarde él hablaba de la vida y de esa música anunciadora de un porvenir común, yo en mí ya había resuelto que esas nupcias no se consumarían». Al día siguiente, presionada por una respuesta definitiva, escribió una carta a un amigo. «Todo el bien que pudiera darme no alcanzaría a desplazar la espantosa miseria moral que el matrimonio llega a infiltrar en los seres», anotó decidida. Y le dio el no su amante. Y él entonces actuó como actúan los despechados. Se comprometió con una muchacha linda, segura de sus ideas, y fijaron la fecha de la boda para el 13 de mayo.

Pero antes fue 14 de abril de 1955.

Lo llamó por teléfono el lunes 13, ella. El aire era denso, semejante al de sus personajes de ficción. Acordaron tomar el té al día siguiente en el hotel Crillón. Ella ignoraba el asunto de la muchachita, pero lo notaba raro. Se daba cuenta de que rehuía su mirada. Él ignoraba que ella quería irse a Argentina, pero la veía tan intranquila. Se daba cuenta de que buscaba su mirada. Llegó a Agustinas con Ahumada a las cuatro y media, él. Subió las escaleras de mármol y encendió un cigarrillo. Era la hora punta del Crillón. Políticos, beatos, siúticos, escritores. El murmullo de la vida social ensamblado con un vals de Schubert. En una esquina tomaba once el escritor Perico Müller («Perceval»). En la mesa contigua, la poetisa Matilde Ladrón de Guevara («Mi patria era su música») charlaba con su hermana Lucía. Geel llegó quince minutos más tarde con un abrigo beige y su carterita de cuero. Se sentó frente a Pumarino. Pidieron té; hablaron en voz baja. Parecía una conversación íntima. Hasta que a las cinco en punto ella metió la mano en su cartera, sacó la pistola belga y la vació en el cuerpo de su amante. Griterío, tazas rotas, gente aterrada. Lo típico de un asalto, de un crimen. Pero ella no. Ella dejó que la pólvora de los cinco disparos se esparciera por el aire, botó la pistola al suelo y se echó sobre el cadáver de su amante. Trágica, ella: besó esos labios frescos y dejó que la sangre del amante fuera manchando su alcurnioso abrigo hasta que llegó la policía.

Dos días después, cuando los diarios anunciaban en primera plana la muerte de Albert Einstein, Geel se referiría a los acontecimientos del Crillón como «aquello» o «el acto monstruoso». Y a su víctima como «él». Y escribiría, igual de elusiva que en sus novelas, relativizando la culpa: «Cuando él estaba sentado allí, en el último instante, frente a mí, lleno de su vida, yo sentía, escuchaba que mi corazón palpitaba adentro de mis sienes, que iba a ocurrir y que ningún poder sobrevendría para evitarlo. Que iba a ocurrir, ¿qué? (…) Y ante aquellos ojos vagos el acto monstruoso estalló de mi ser y todo se precipitó».

María Carolina Geel fue sentenciada a tres años y un día de cárcel. Ella se entregó casi tan perpleja como los mismos testigos. Sólo atinó a decir que no quería matarlo; que había comprado el arma para suicidarse. La prensa no tuvo clemencia. Citando a un testigo anónimo, en las páginas del diario La Nación apareció la tesis que más circulaba por los pasillos de la alta sociedad santiaguina: «Su crisis nerviosa parece ser consecuencia de las razones anotadas por ella y vivificadas por su constante amistad con jovencitos existencialistas con afanes literarios y muchachas dispuestas a caer en tentación con el primer barbón que se les cruce en el camino». Otros achacaron la culpa a los libros. Así lo dictaminó uno de los informes de personalidad que el fiscal de la Corte de Apelaciones, Oscar Munizaga, tuvo en cuenta al dictar sentencia: «Georgina Silva se dedicó a la lectura al ocurrir su decaimiento económico, y al absorberse en los libros fue víctima de una marcada egolatría».

Sin embargo, el principal crítico literario de la época, Hernán Díaz Arrieta, Alone, salió en su defensa. Cuando leyó la nota de un vespertino que la acusaba de haber cometido el crimen para «vender su libro», redactó una afilada columna contra la prensa amarilla: «¡Pero si resulta evidente! ¿Quién no mata para vender un libro? ¿No ven el furor, el delirio, la cara de asesinos de los escritores cuando un crítico guarda silencio?». Y al poco tiempo afloró la amistad con Geel. «Escriba, cuente, diga simplemente cuanto sepa; porque aunque se trate de usted misma, usted no lo sabe todo», la incitó a expresarse Alone. Ella, aunque contrariada, lo hizo. Mientras escribía iba tanteando inútiles explicaciones para su delito: ¿Había sido porque Pumarino se parecía a su hermano muerto de niño? ¿O porque en el fondo el hombre también quería morir? ¿O porque su padre la había abandonado? Recién al sexto mes pudo asomarse a la escena del Crillón: «Estábamos frente a frente y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó».

Un año y un centenar de carillas más tarde ocurrió lo inesperado. Gabriela Mistral, por entonces cónsul de Chile en Nueva York, envió un cable al Presidente Carlos Ibáñez del Campo. «Respetuosamente suplicamos a V.E. indulto cabal para María Carolina Geel que deseamos las mujeres hispanoamericanas». Ibáñez no demoró en responder: «Sepa, mi estimada amiga, que en el mismo momento que usted formuló su petición, ésta era un hecho atendido y resuelto (…). Considere, pues, ya indultada a María Carolina Geel». Y la cuestión quedó zanjada.

Lo primero que hizo la escritora al recuperar la libertad fue publicar «Cárcel de mujeres» (1956), una contundente mezcla entre ensayo, testimonio y relato novelado de sus meses de encierro en la Correccional del Buen Pastor. Alone quedó hechizado: «El libro de María Carolina Geel es extraordinariamente hermoso», dijo. Y asumió la autoría del prólogo. Le sobraban razones para hacerlo: «Los que permanecen vivos tienen esa obligación de tender la mano a quienes van hundiéndose, sin ánimo ya ni deseo de remontar al aire para respirar». Geel, sin embargo, mantuvo a duras penas el ánimo y el deseo iniciales. En 1957 editó la novela «El pequeño arquitecto» y en 1969 presentó su última obra, «Huida». Las críticas fueron irregulares. En adelante se dedicó a comentar libros. Y dejó de salir a la calle. Cada vez más esquiva, sola, replegada en su departamento de avenida Santa María hasta la mañana de su muerte, el primero de enero de 1996. Tenía Alzheimer y demencia senil. Ya no se acordaba de nada. Ni del acto monstruoso, ni de aquello, ni de él. Ni mucho menos del arrebato que una tarde, cuarenta años atrás, la había llevado a desviar cinco balas y un impulso suicida para convertirse en la exclusiva protagonista de su crónica roja».

Georgina Silva Jiménez, taquígrafa de la Caja de Empleados Públicos y Periodísticos, fue conocida en el ambiente intelectual con el seudónimo literario de María Carolina Geel. Fue una escritora sumamente controvertida, no sólo por su propuesta narrativa, irreverente y atrevida, sino porque protagonizó uno de los crímenes pasionales más recordados de la época, perpetrado en el Hotel Crillón.

Se presentó como novelista en 1946 al publicar El mundo dormido de Yenia, que tuvo una dividida recepción al igual que toda su posterior narrativa. De rasgos impresionistas, una de las características principales de sus novelas fue el tratamiento de la interioridad femenina a través de sus personajes. A su vez, las temáticas demostraron una postura de lucha por la libertad intelectual y social de la mujer.

Después de su primera publicación, escribió cuatro novelas más: Extraño estío (1947), un relato que llevó a la ficción la privacidad e introspección de una mujer adulta divorciada;Soñaba y amaba el adolescente Perces (1949); El pequeño arquitecto (1956) y Huída(1961). Posteriormente, dio un vuelco a su labor literaria al introducirse en una tarea poco desarrollada por las mujeres de su época: la crítica literaria. Se inició en este género con la publicación de Siete escritoras chilenas (1949), en la que demostró su perspicacia y aguda lectura. En este libro, María Carolina Geel buscó un compromiso con su propio género y con las escritoras contemporáneas al valorarlas como ningún crítico lo hizo antes. Desde aquel momento, trabajó con vehemencia en su quehacer ensayístico, centrándose principalmente en el análisis de la producción literaria de mujeres y de escritores no canónicos. Sus escritos los publicó con periodicidad en diarios y revistas, tales como El Mercurio, La Crónica, la revista Atenea y el semanario PEC (Política, Estudios y Cultura).

Uno de los intelectuales de la época que reconoció y alabó la calidad de sus textos fueAlone, su más fiel admirador. También se relacionó con otras escritoras de gran envergadura como Gabriela Mistral, Amanda Labarca y María Monvel, entre otras.

En 1955, el 14 de abril, en un hecho confuso que sorprendió a la sociedad santiaguina,disparó en contra de su amante, Roberto Pumarino, en el conocido Hotel Crillón. Condenada a tres años de presidio, redactó allí una de sus más importantes novelas,Cárcel de mujeres. Causando gran impresión en su época, esta novela descubrió un mundo infranqueable y oscuro; oscilante entre la escritura testimonial y la ficción, que legitimó la mirada femenina de ese espacio carcelario.

No cumplió la totalidad de su sentencia debido a la intervención de Gabriela Mistral, quien desde Nueva York, pidió el indulto presidencial, el cual fue concedido. Una vez en libertad, prosiguió su labor como crítica, no obstante desde un territorio más neutral y conservador.

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En: Ojo Literario

Originalmente publicado en Revista Ya, El Mercurio

Sobre María Carolina Geel , en Memoria Chilena.