Por Edmundo Moure

Napoleón, por ejemplo, dormía tres o cuatro horas, siendo capaz de descansar  y reponerse en lapsos de diez o quince minutos, en medio de arduas campañas militares. Abraham Lincoln, en cambio, precisaba de nueve horas ininterrumpidas de sueño para acometer largas jornadas de estadista…

A quien madruga, Dios le ayuda.

No por mucho madrugar amanece más temprano.

El viejo refranero popular nos ofrece una contradicción, según el principio de la paradoja, que rige sobre las relaciones humanas desde siempre, aunque a muchos sorprenda y repugne. Porque cada hecho o acción poseen su opuesto o su homólogo, según sea la circunstancia o el color del cristal con que se mire.

 Madrugar suele ser hábito de origen rural, aunque otros oficios lo ameriten. El campesino despierta antes que los rubores del alba tiñan la pátina del firmamento (frase algo cursi, pero servicial en este caso), o cuando el eficiente gallo le recuerda, con su canto persistente, que es hora de cargar la azada o uncir las bestias al yugo para penetrar la tierra al ritmo del corazón sudoroso, dirigiendo el arado, esa verga amorosa que penetra el humus para fructificarlo…. Mi padre era sacerdote fiel del rito tempranero, fuese o no día laboral. Mis hermanos (varones) conocieron el rigor de la levantada antes de las siete –lunes a viernes- y a las ocho en punto –sábado, domingo o festivos-. Para algunos de la prole, constituía sacrificio mayor; para otros –entre los que me cuento- uso accesible y continuo, más por condicionamiento natural que por imposición externa, porque cada ser humano posee distinto metabolismo y la necesidad del sueño no obedece a tablas universales, sino a requerimientos propios, a menudo sorprendentes. Napoleón, por ejemplo, dormía tres o cuatro horas, siendo capaz de descansar  y reponerse en lapsos de diez o quince minutos, en medio de arduas campañas militares. Abraham Lincoln, en cambio, precisaba de nueve horas ininterrumpidas de sueño para acometer largas jornadas de estadista… Abundan ejemplos. A mí, con seis horas me basta, y madrugo sin necesidad de ese adminículo histérico que se llama despertador. Disfruto el aire del alba, como cuando acompañaba a Cándido padre en las cacerías y era imperioso abandonar a Morfeo antes de la salida del sol… Ahora, que camino aún de noche –sea mañana primeriza o tardío crepúsculo- por grises andurriales de Pudahuel, suelo toparme con jaurías de perros que buscan restos de comida y algún cobijo precario, después de haber sido abandonados por dueños inhumanos –o incaninos, si cabe- pues el mejor amigo del perro no es el erecto simio que somos, y tal vez no tenga otros camaradas que aquellos a los que olisca el orificio bajo el rabo, en busca de quién sabe qué correspondencias.

 Los canes en cuestión han mordido a varios trabajadores de la empresa de bebidas de té saborizadas, que ejercen de forzosos y esforzados peatones, como yo. Aún no he sufrido agresiones caninas, porque heredé de mi padre, al parecer sólo en parte, como patrimonio bien repartido, natural empatía con animales de cuatro patas, a los que suelo hablar en cierta jerga que me enseñara Atilio, campesino de Isla de Maipo, quien, aunque analfabeto, conocía mucho de lenguajes zoomórficos. Los perros me escuchan gemir, miran, fruncen el ceño, retirándose a sus afanes de la especie, harto menos intrincados que los míos, pensando si alguna vez se callará este latoso…

Un viejo amigo escritor me confidenció que estaba durmiendo mal en los últimos seis meses. Esto había menoscabado su hábito de madrugador, al punto que no lograba salir de la cama antes de las ocho. El psicoanalista escuchó su versión: -“Llego a casa entre las diez y once de la noche, saludo a mi mujer, que está tejiendo, como todos los días, frente al televisor. Le pregunto si hay algo de comer. Me responde que vea si queda algo en la olla… Me acuesto a las once u once y media y leo durante treinta minutos, para dormirme enseguida. A las tres de la madrugada, mi mujer entra al cuarto, enciende la lámpara mayor y se deja caer, como un bulto, sobre la cama. Despierto asustado. Por favor, le digo, apaga la luz, debo madrugar… -Ah- me dice, ¿estás muy cansado?, ¿no te fue bien con tus amigotes poetas?, ¿ya no te calientas con las poetisas locas?… Sí, doctor, esto lleva meses sucediendo, estoy al borde del colapso… ¿Qué me puede recetar?”.

 Dice mi amigo que el médico se quedó mirándole, para responderle, de modo tajante: -“Hay tres soluciones posibles: la primera, es el divorcio; la segunda, un arma de fuego; y la tercera, que yo recomiendo, es un veneno que no deje huellas”.

 Me temo que nada de lo prescrito por el galeno se concretará, pero creo que a mi amigo escritor le calzan, como anillo al dedo, los dos sabios refranes del epígrafe.