Por Edmundo Moure
A Vicente Vergara
A las seis con veinte minutos de la mañana –noche aún- salgo del departamento, rumbo a calle Tobalaba, para esperar el Transantiago número cuatrocientos veintinueve, que se detiene en la esquina de Hamburgo.
Luego de diez o veinte minutos, según la frecuencia o la suerte o la providencia divina (dejo el criterio al gusto de pragmáticos o fatalistas o creyentes), abordo el microbús que viene, de manera irremediable, abarrotado de obreros que se dirigen a las fábricas donde laboran por una soldada exigua, después de viajar una hora y media o dos horas desde sus moradas, cruzando de un extremo a otro esta enorme ciudad que tiene una superficie que duplica la de Madrid (ejemplo de hombre viajado como soy). El pasaje está compuesto por proletarios, es decir por “dueños de la prole” (Unamuno dixit) que venden su tiempo ocupacional, de acuerdo al precio del mercado, a los propietarios (dueños de la propiedad de los medios de producción, o capitalistas, como nos enseñara el viejo Marx).
El pueblo chileno –otra forma ésta de calificación, difusa, arbitraria y a menudo demagógica- no huele mal del todo, a decir verdad, en estos medios de transporte, porque los hábitos higiénicos (costumbre gringa; ni española ni mucho menos francesa, háganme el favor) se extendieron entre nosotros hasta los suburbios, con su fontanería sencilla pero eficaz. No obstante, acercándonos al invierno, suele difundirse un leve olor a “perro mojado”, que proviene, pienso, de la utilización de abrigos, chaquetones y parkas como eventuales ropas de cama, prendas que absorben, queramos o no, los efluvios nocturnos y las dudosas emanaciones de la forzosa promiscuidad. A esto se agrega fuertes aromas a comida aliñada, entre los cuales puedes percibir el ajo, el cilantro y el popularísimo comino. Sí, porque los proletarios acarrean sus viandas, su diario condumio popular, para la breve hora de la colación. Al respecto recuerdo aquella vieja anécdota -(ya contada, me repito, qué le voy a hacer, los viejos somos reiterativos)- de nuestro hermano Mario, hace cerca de medio siglo, cuando nos dirigíamos a Saavedra Bénard S.A., en las viejas micros cisterninas, muchísimo peores que estas deficientes orugas que creara el socialista de derechas, Ricardo Lagos Escobar. Bien. Mario se vistió temprano aquel aciago día (no era su hábito madrugar), poniéndose una chaqueta blanca de verano, de paño fino y corte inglés. Íbamos de pie, apretujados como granos en un racimo de uva “país”, cuando el microbús dio un barquinazo al sortear un hoyo colosal en el pavimento… Se escuchó un ruido como de botella descorchada y un aroma a charquicán condimentado invadió el ambiente… -¡Mierda!, gritó Mario, y al unísono escuchamos una exclamación atenuada: -Bah, me le dio vuelta la vianda, mientras el obrero en cuestión acomodaba el recipiente metálico dentro del bolso, como si nada hubiese pasado, y Mario rojo, compungido por aquella prenda costosa que pasaba de la ostentación a la ruina en un abrir y cerrar de ojos, o de vianda, más bien.
Observo los rostros de los pasajeros. Los que van sentados, duermen un sueño pegajoso, procurando paliar la falta de horas de descanso, cuando deben consumir cuatro o más horas diarias entre llegar y volver de sus labores… Y pensar que hay quienes aseguran, con arrogante desparpajo, que “dan trabajo a la gente”, cuando debieran decir que compran el trabajo asalariado, a vil precio, para acrecentar su plusvalía y vivir una existencia por completo ajena a estas servidumbres inhumanas… Pero me desvío, como extraviado microbús, por derroteros sociológicos que no eran, al comenzar este relato, su propósito discursivo y textual. Sigo. Los que van de pie, cabecean, o miran con ojos de agotamiento y gesto difuso a través de las empañadas ventanillas, que la respiración y el sudor empavonan para hacer más gris el ambiente, en sentido literal y figurado, si ustedes quieren. Una mujer joven, con aire de despiste, me pregunta si queda mucho para Lo Boza… Bastante, le digo, a lo menos cuarenta minutos… Me puede avisar –me dice- porque bajo en el cruce. Bueno –le digo- hacia allá me dirijo. Y la observo con detención. Tiene grandes ojos negros y un rostro anguloso, de pómulos prominentes que revelan su mestizaje mapuche (el setenta por ciento de los chilenos tenemos genes de esta etnia extraordinaria que el mestizo chileno, ignorante y clasista como pocos, desprecia y ayuda a marginar; el resto del trabajo sucio lo llevan a cabo los poderes económicos y políticos, clase gobernante nuestra que se siente y quiere ser “europea” o estadounidense, a lo menos, y sueña y persigue cabellos rubios y ojos azules). La muchacha es bella y atractiva, sin duda, y le metería conversación, pero siento el pudor del viejo que arriesga enfrentarse al ridículo. Guardo silencio.
Cada vez que se abren las puertas traseras, descienden pasajeros y suben otros, sin mucho disimulo, para escabullir el pago, hábito que alcanza o supera un veinte por ciento del total de usuarios; una gran cifra que tiene que ser compensada con el subsidio a nuestro deficitario, incómodo y lento transporte público.
Cerca de Lo Echevers, gano un asiento. Pienso sacar mi libro de turno para el viaje, pero queda poco tiempo para llegar y hay poca luz. Miro a través del vidrio y contemplo un avión de pasajeros que levanta el vuelo desde la cercana pista de Pudahuel. Imagino otro viaje, a Lisboa, por ejemplo, a esa ciudad con la que sueño y que el espacio onírico me la presenta cercana. Quizá un día no tan lejano, a estas “máquinas” del Transantiago les broten alas y puedan remontar el vuelo, haciendo posible que los sesenta agobiados proletarios aterricen junto al río Tajo y paseen por sus riberas sin mirar la hora ni preocuparse por ese reloj control que hoy carece de tarjeta, porque basta el dedo sobre la luz verde para anunciar a la máquina devoradora que hemos llegado a nuestro trabajo. Suena casi como un ¡cúmplase! de indescifrable sentencia.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…