Vargas Llosa, Premio Nobel

Por Carlos Fuentes

Un análisis de la obra del escritor peruano a través de La fiesta del Chivo, retrato el horror de la opresión de Trujillo en República Dominicana. «Es novela, novedad, y también nivola, nube y niebla unamunianas gracias a una presencia que comunica los hechos».

En el otoño de 1967, coincidí en Londres con Mario Vargas Llosa. Ambos habíamos leído, recientemente, y con admiración, la colección de retratos de la guerra de secesión norteamericana Patriotic Gore, por Edmund Wilson. Sentados en un pub de Hampstead, se nos ocurrió que no estaría mal un libro comparable sobre la América Latina: una galería imaginaria de retratos. En ese instante, varios espectros entraron al pub londinense reclamando el derecho a encarnar. Eran los dictadores latinoamericanos.

Vargas Llosa y yo invitamos a una docena de autores latinoamericanos. Cada uno debería escribir una novela breve -no más de cincuenta páginas por dictador- sobre su tirano nacional favorito. El volumen colectivo habría de llamarse Los padres de las patrias. Nuestro editor francés, Claude Gallimard, se convirtió en el padrino del proyecto. Por desgracia, a la postre resultó imposible coordinar los múltiples tiempos y las variadas voluntades de los escritores que, si mi memoria es tan buena como la de El Supremo de Augusto Roa Bastos, incluían, además de Vargas Llosa y yo mismo, al propio Roa, el argentino Julio Cortázar, el venezolano Miguel Otero Silva, el colombiano Gabriel García Márquez, el cubano Alejo Carpentier, el dominicano Juan Bosch, a los chilenos José Donoso y Jorge Edwards (Donoso prometió ocuparse de un dictador boliviano; su mujer, María Pilar, nació en ese penthouse de las Américas). Al fracasar el proyecto, tres de los escritores mencionados decidieron seguir adelante y concluir sus propias novelas: Carpentier (El recurso del método), García Márquez (El otoño del patriarca) y Roa Bastos (Yo el Supremo).

Vargas Llosa, a partir de entonces, ha publicado una serie de grandes novelas que culminan, las más recientes, con La fiesta del Chivo (2000) y El sueño del celta (2010). Destaco Conversación en La Catedral (1969) y La guerra del fin del mundo (1981) para concentrarme en La fiesta del Chivo, toda vez que rememora el propósito de aquella vieja conversación en un pub londinense y culmina la preocupación literaria con el tirano genérico en García Márquez y en Carpentier. En El otoño del patriarca (1975), los modelos son Franco y Salazar primordialmente, aunque no quedan fuera resabios de dictadores latinoamericanos del pasado, del presente y del futuro. En El recurso del método (1974) el modelo es el hombre fuerte Venezolano Antonio Guzmán Blanco, un contradictorio personaje que confiscó los bienes de la Iglesia, creó el sistema de educación primaria y apoyó la educación superior… pero también gobernó con mano dura, no frenó a la corrupción y padeció de una vanidad tan ancha como el río Orinoco. Carpentier enfoca un rasgo semicómico de Guzmán Blanco: sus periódicas retiradas del poder para gozar de la vida en Francia y decorar, nostálgicamente, su piso parisino como una selva tropical, con cacatúas y todo. Aunque el poder le importaba más que París: apenas estallaba una rebelión en Venezuela, Guzmán Blanco regresaba -lenta pero seguramente, en barco- a retomar el poder y acentuar la tiranía.

Roa Bastos, en contraste, escoge a un tirano individual -el doctor Francia- y Vargas Llosa a otro más contemporáneo, Rafael Leónidas Trujillo, el sátrapa dominicano. Sólo que Roa Bastos puede hallar elementos de redención en la figura de Francia y Vargas Llosa no los admite en la de Trujillo. Si Francia es explicable a la luz de la inestabilidad post-independiente del siglo XIX, Trujillo no es explicable, ni admisible, en pleno siglo XX: Es una sangrienta anacronía.

Iniciado por Valle-Inclán en Tirano Banderas (1926) el tema del abuso del poder, el autoritarismo despótico y la distancia entre la ley y la práctica, se continúa, con los Ardavines de Gallegos, el don Mónico de Azuela, el Pedro Páramo de Rulfo, el Caudillo de Guzmán y ya citados, los dictadores de Roa Bastos, García Márquez y Carpentier. La diferencia en Vargas Llosa es que no apela a un seudónimo literario o a una figura simbólica, sino que nos refiere a un dictador concreto, personalizado, con nombre, apellido y fechas certificables de nacimiento y muerte: Rafael Leónidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria Nueva, Restaurador de la Independencia Financiera y Primer Periodista de la Nación, aunque los dominicanos, para no meterse en aprietos, lo llamaron «Mr. Jones» o «Mr. Jackson».

Esta salubre denominación -las cosas por su nombre- no significa que Vargas Llosa se limite a un ejercicio periodístico acerca de los treinta años de la dictadura trujillista. Los datos están ahí, biográficos, exactos, lúgubres, pero el marco novelesco los reduce (o eleva) a testimonios de una realidad atroz, en tanto que la misma realidad es cercada (y revelada) por la imaginación narrativa, que se propone, a su vez, como parte de una realidad más ancha, que incluye a la realidad de la invención literaria.

De esta manera, conocemos al detalle el horror de la opresión trujillista. A los enemigos «los echamos a los tiburones, vivos como usted mandó». Las prisiones son hoyos de tortura en los que la sevicia del tirano es ampliada por la sevicia y los rencores de cada torturador. Los enemigos del régimen son fusilados por doce bandidos que a su vez serán fusilados para que no queden testigos. Racimos de hombres desnudos son vejados, torturados, asesinados… Trujillo cuenta con una corte de aduladores, asesinos y subordinados. Johnny Abbes, a quien se le puede atribuir todo lo malo: «Para que un gobierno dure treinta años, hace falta un Johnny Abbes que mete las manos en la mierda». Ladrón de cadáveres ayer, asesino de sospechosos hoy, maricón, casado con una «horrible y aguerrida mexicana», Lupita, «que andaba con pistola en la cartera».

«Soy el perro de usted», le dice a Trujillo.

Henry Chirinos, llamado «el constitucionalista beodo», «la inmundicia viviente», come atragantado, dueño de una «insolente fealdad», autor de poemas, acrósticos y oraciones fúnebres. Es el-hombre-que-nunca-suda: no necesita ventilador. Sus labios son del color de la ceniza; sus palabras exhalan vaho.

Y está, al cabo, Agustín Cabral, «experto en imperdonables»: trampas, triquiñuelas, intrincadas traiciones. Le atribuye a Trujillo que «los dominicanos descubrimos las maravillas de la puntualidad». Es el padre de Urania. Y está, más allá del bien y del mal, Joaquín Balaguer, que sabe lo conveniente y no se entera de lo inconveniente. Sabe callar. Es más jesuita que los jesuitas: actúa como si creyera…

Trujillo veja a sus colaboradores. Se especializa en humillar a quienes, cultos, universitarios, le sirven. Atiza la lucha de facciones trujillistas, neutralizando a sus colaboradores. ¿Ha leído a Maquiavelo? Como Hernán Cortés en la Conquista de México, ni falta que le hace. Su instinto lo conduce a ejercer un principado vengativo, sangriento, que sin embargo, como lo dijo El Príncipe, sangra a su vez por varios costados. Como todos los tiranos patrimonialistas Trujillo es el benefactor, no sólo de la Patria, sino de su familia. Su madre «la excelsa matrona», «madre del perínclito varón que nos gobierna» y la Prestante Dama, mujer de Trujillo, una vieja «gorda y pendeja», mujercita de «medio pelo y dudoso vivir, apodada La Españolita».

¡Ah! Y faltan los hijos del dictador, Radhamés y Ramfis, así nombrados, en honor de la Aída de Verdi. Radhamés es «brutito» y Ramfis el niño mimado, nombrado coronel a los siete años, elevado a general a los diez, enviado a la Academia militar de Fort Leavenworth, donde no recibe el trato que se merece («general Trujillo») y regresa a la patria a ser festejado como héroe: nombrado Jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Crece rodeado de «dos o tres amigos que lo festejan, adulan, sirven y medran a su costa». Hace regalos a las actrices que seduce -Kim Novak, Zsa Zsa Gabor- equivalentes a la ayuda militar de los EE UU a la República Dominicana. Y el propio benefactor, Padre de la Patria Nueva, ¿qué hace?, ¿qué no hace? Nunca suda. Disimula. Controla sus corajes. Se blanquea la tez mulata. Tiene centenares de uniformes, casas grandes y casas chicas multiplicadas. Le gusta «hacer chillar a las hembritas». Confía en que su régimen será eterno, ¿o no lo ha bendecido el propio Cardenal Primado de Nueva York, Francis Spellman? ¿No cuenta con el apoyo norteamericano? Luego de servir como mandadero, entra a la Guardia Nacional durante la ocupación norteamericana y es elevado a Coronel, protegido por el Mayor Watson: «¡Trujillo piensa como un marine!». Golpe de Estado mediante, llega al poder desde 1930 y ya no lo suelta. Asesina impunemente a siete mil trabajadores haitianos en 1937 y a decenas de miles de ciudadanos dominicanos hasta el fin de la Dictadura. Sin él, la República Dominicana sería «país horda, tribu, caricatura». ¡Qué pena, para un gobernante tan superior, tener una familia, «el error de mi vida», la calamidad incomparable, «sin otro horizonte que el trago, las penas y tirar»! Es a pesar, no gracias a ellos -la horda, la tribu- que el régimen se sabe eterno. «¿Quién iba a pensar que un día la Tierra podría dejar de girar alrededor del Sol?».

Esta «fe» le permite al dictador sobrellevar sus propias miserias personales. La próstata infectada. La incontinencia. Mearse en los pantalones. No controlar el esfínter. No poder «hacer chillar a una hembrita».

Y no poder evitar, tampoco, la muerte.

La muerte del tirano: la anticipan los valientes, impacientes, mal preparados opositores que preparan la celada final para asesinar a Trujillo. Y lo consiguen de manera desorganizada, bravos, dispuestos, ellos mismos, a morir en el intento. Del país de «pijoteros, vampiros y pendejos» despreciado por el dictador, surgen los locos justicieros que lo matan y lo mandan a un lecho de hielo, como si el frío pudiera resucitarlo. Ha perseguido a los curas, ha perdido el respaldo de Washington, ha dejado un vacío que llena el hombrecito Balaguer y la transitoria posición de Ramfis como jefe del ejército. Todo es apresurado, todo es pasajero. Lo entendió desde siempre la Prestante Dama «la terrible, la vengadora» y la astuta dama, que fue acumulando millones de dólares en los bancos suizos, últimos beneficiarios de la rapiña trujillista. La Dama nunca reveló los millones de las cuentas suizas. Murió en la pobreza, en Panamá, y llevaron a enterrarla en un taxi.

La novela de Vargas Llosa no es periodismo: no revela nada que no se haya publicado sobre la tiranía trujillista. Tampoco es historia: demasiados dominicanos sufrieron o se aprovecharon de las tres décadas de Trujillo como para esfumarlas en el pasado.

Es novela, novedad, y también nivola, nube y niebla unamunianas gracias a una presencia que comunica los hechos, la distancia, los humaniza, los vuelve novedosos y novelables. La presencia es la de Urania, hija del senador Agustín Cabral, el «cerebrito» del régimen y ahora un vegetal humano, despojado de voluntad, a quien su hija abandonó, protegida por las monjas, para salvarse del destino de Rosalía Perdomo, de tantas otras muchachas violadas por Trujillo, por los Trujillos, por las bandas de los Ardavines, los Pedro Páramo, los hijos de patriarcas y los descendientes del tirano Banderas: las legiones del poder sin ley de la América Latina.

Urania Cabral se salva. Se va a Nueva York a llevar una vida propia, como profesionista independiente, lejos de la fatalidad de la fuerza bruta. Regresa a reconocer a su padre inválido. Regresa a contar esta novela a su tía Adelina, a sus primas Lucinda y Manolita, es decir, a todos nosotros, los lectores de una novela de Mario Vargas Llosa que no sólo cuenta lo que ya sabíamos sino lo que no sabíamos: el efecto de esta historia en el alma de una mujer, Urania, que escapa de la historia para poder contar la historia, desde el marco de una personalidad hecha por la historia pero salvada de la historia para contarla -Urania Cabral- dándole un marco personal, protagonista, que renueva y hace inteligible a la historia.

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En: Babelia